Julian Barnes | Foto: Alan Edwards | Anagrama

El ruido del tiempo

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Julian Barnes | Foto: Alan Edwards | Anagrama
Julian Barnes | Foto: Alan Edwards | Anagrama

«El arte pertenece a todo el mundo y a nadie. El arte pertenece a todas las épocas y a ninguna. El arte pertenece a quienes lo crean y a quienes lo disfrutan. El arte no pertenece más al pueblo y al Partido de lo que perteneció en otro tiempo a la aristocracia y a los mecenas. El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo […]. Todas las definiciones verdaderas del arte son circulares, y todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica.»

Un hombre de treinta y un años recuerda episodios de su vida, una infancia en una familia de posición desahogada, un primer amor en un sanatorio para tuberculosos y sus inicios como compositor, mientras espera delante del ascensor -tres horas, cinco cigarrillos- en un impersonal bloque de apartamentos de Leningrado, aguardando a los hombres del NKVD que vendrán a detenerlo. Este es el arranque de la nueva novela del británico Julian Barnes, El ruido del tiempo, que recrea algunos episodios -Barnes es un maestro a la hora de convertir, literariamente, la parcialidad en una totalidad- de la vida de Dmitri Shostákovich; la novela está estructurada en tres grandes capítulos: el que corresponde a su juventud, En el rellano, centrado en las noches que pasa junto al ascensor, en el que los conceptos clave serían la libertad del artista y la denuncia.

«Era posible que pareciese un hombre humillantemente expulsado noche tras noche por su esposa; o un hombre indeciso que la abandonaba noche tras noche y después regresaba. Pero era probable que pareciera exactamente lo que era: un hombre, como miles de otros en la ciudad, aguardando su detención noche tras noche».

El que atañe a la madurez, En el avión, relato de un viaje a los Estados Unidos de América para asistir a lo que acaba convirtiéndose en un acto de propaganda del régimen soviético en Occidente, que representa la época de acomodación tras ser rehabilitado y nombrado «compositor del pueblo»;

«Cuando decir la verdad se volvía imposible -porque conducía a una muerte inmediata- había que disfrazarla. En la música popular judía, la desesperación se disfraza de danza. Y, por ende, el disfraz de la verdad era la ironía. Pues el tirano rara vez tiene el oído afinado para oírla. La generación anterior -aquellos viejos bolcheviques que habían hecho la revolución- no lo habían comprendido, y en parte fue por esto por lo que tantos de ellos perecieron. Su generación lo había captado más instintivamente».

Y, finalmente, En el coche, que se refiere al coche oficial, con chófer, que le facilita el estado, período de la vejez en el que el compositor recoge los frutos de su sumisión al poder agazapado en tras la excusa del profesionalismo inocente.

«Ya no temía que lo asesinaran; lo cual era verdad y debería haber sido una ventaja. Sabía que le permitían vivir y recibir la mejor atención médica. Pero en cierto sentido era peor. Porque siempre era posible rebajar a los vivos a un estadio inferior. No se puede decir esto de los muertos.»

Anagrama
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Shostákovich era un compositor burgués, o mejor (o peor, aún), un burgués compositor, cuando los deseos -quiero decir, las órdenes- de las organizaciones culturales soviéticas era adiestrar a los obreros para que llegasen a ser compositores. La representación de la ópera Lady Macbeth de Mtsensk ha cosechado una crítica devastadora en Pravda -las faltas de ortografía invitan a pensar que el crítico ha sido el propio Stalin-, y Dmitri adivina que será arrestado por desviacionista. El ruido del tiempo es la historia del conflicto entre el arte y el Poder, pero también la narración de la colisión que se produce en el interior del artista entre su ansia de expresión y la autocensura; de hasta qué punto es uno capaz de traicionar su instinto artístico para conseguir el favor del Poder o, incluso, conservar la vida; de cómo hacer prevalecer el poder generador del arte sobre las ansias de amputación de aquellos miembros del cuerpo social que no servían a las arbitrarias directrices del Poder. Es decir, la compatibilidad o la contradicción entre la honradez personal y la honradez artística, y la vinculación entre ambas: ¿se podía ser honrado personalmente pero corrompido artísticamente? Preguntas ociosas, porque la realidad es que ninguna renuncia pone al artista a salvo de la arbitrariedad ya que  esta carece de mecanismos lógicos, menos aún cuando no son palabras lo que se juzga contrario o conforme al Poder, sino música, un lenguaje complejo que requiere descodificación para ser comprendido.

«No quería convertirse en un personaje dramático. Pero, a veces, cuando la mente le patinaba a altas horas de la noche, pensaba: así que la historia ha conducido a esto. Todo aquel esfuerzo e idealismo y esperanza y progreso y ciencia y arte y conciencia para que todo acabe así, con un hombre junto a un ascensor y un maletín a sus pies que contiene cigarrillos, ropa interior y polvo dentrífico; plantado ahí y a la espera de que se lo lleven.»

Sin embargo, ¿es el castigo físico, en cualquiera de las variadas formas que puede adoptar -el NKVD era especialista en explorar nuevos procedimientos de tortura-, lo peor que puede sufrir un artista? ¿O el verdadero castigo es la irrelevancia artística, la creación funcionarial? ¿Y qué decir del peor de todos los castigos, el olvido?

«Quizá esto fuese una de las tragedias que la vida urdía para nosotros: es nuestro destino ser en la vejez lo que en la juventud nos hubiera merecido el más grande desprecio.»

Aceptar las directrices del Poder tiene otra consecuencia además de coartar la libertad política de la que debe disfrutar cualquier artista: la transformación en «artista oficial» del régimen, la instrumentalización de la obra para validar una determinada orientación política, para complementar el discurso e incluso la represión. La producción artística se relega a un segundo plano y se otorga toda la relevancia a la persona, más fácilmente manipulable, más rápidamente desechable si un cambio de orientación de las directrices del poder así lo dictan.

«Cuando todo lo demás fallaba, cuando sólo parecía haber insensatez en el mundo, se aferraba a esto: a que la buena música sería siempre buena música, y que la gran música era inexpugnable. Se podían tocar los preludios y las fugas de Bach con cualquier tiempo, con cualquier dinámica, y seguiría siendo gran música, a prueba incluso del pobre manazas que tocaba el teclado con diez pulgares. Y de la misma manera no se podía tocar cínicamente una música semejante.»

Después de una época desigual -aunque la veneración por el inglés de este lector resiste a pruebas más duras-, Barnes vuelve a su contrastado estilo francés que, sumado a la elegancia en la escritura y al dominio del tono, no hace sino confirmar su inclusión en ese llamado por su editor español dream team de la literatura británica de autores nacidos en la década de los cuarenta; ya les gustaría a algunos miembros de su generación haber mantenido el tipo con tanta solidez.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

1 Comentario

  1. Me parece impecable, como bien dices, un retorno a sus mejores tiempos después de un bache que, en todo caso, deberíamos tildas de «bachito». Me ha dejado muy tocada la lectura de este maravilloso libro.

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