Lomas del Poleo (Ciudad Juárez) | Foto: WikiMedia Commons

Dos libros que pesan demasiado

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Lomas del Poleo (Ciudad Juárez) | Foto: WikiMedia Commons

El escritor y periodista Martín Caparrós contó que en una época en la que editaba un diario en Argentina, estaba particularmente cabreado con los accidentes de coches. La solución que encontró para concienciar a los lectores de esta plaga fue contar cada día la vida de un muerto en un accidente de coche del día anterior. “Cada día contemos en treinta líneas la historia de vida de un muerto para que, por acumulación, eso dé una sensación relativamente insoportable de cómo puede ser que cada día una persona que tiene nombre, apellido, historia, posibilidades, frustraciones, etcétera, haya desaparecido por este asunto”. Acababa sentenciando que el aburrimiento y la insistencia eran una buena técnica periodística. “Hay temas en los que hay que aburrir a los lectores”.

Anagrama

El bigote de Caparrós no dice las cosas en balde. Llevó su propio consejo a la práctica en su colosal obra El hambre, que investiga las diferentes materializaciones del hambre en el mundo. El libro busca dar “existencia social” a esta plaga y convertirla en una “emergencia ineludible”, en otras palabras, que dejemos ya de normalizar el hecho de que mueran de hambre cada año centenares de miles de personas. Y, para ello, Caparrós acumula en su libro cientos de historias de personas que tienen que vivir — ¿vivir?— día a día luchando contra el hambre y la desnutrición. “El hambre no existe fuera de las personas que la sufren. El tema no es el hambre, son las personas”. Son las historias de Kadi, Aï, Mahmouda, Mariama, Hussena, Ahmad, Abdoul, Rahmati, Kamless, Anita, Sadadi, Aruthi, Moubani, Avani, R., Amena, Mohamed Masum, Momtaz, Rokeya, Taslima, Abdel, Fatema, Gordon, Ramona, Nicky, Fernando, Baldomero, Betty, Dick, Mareshka, Leah, Jackson, Lorena, Juana, Paola, Claudio, Romina, Nyanjuma, Angelina, Mariya, Nyayiyi, Nuro, Shena… y así, 900 millones de personas que padecen cada día esta calamidad.

Caparrós construye en su libro una estructura acumulativa que se niega a resumir. Porque no hay resumen que valga. Hay que describir vida a vida, una a una, bajar al detalle, pararse en las peculiaridades de cada situación. No es lo mismo llamarse Kadi que Gordon o Paola, no es lo mismo vivir en el Sahel que en Calcuta o Buenos Aires, no es lo mismo ser una mujer que un hombre, una niña que un adulto, no es lo mismo habitar un desierto que una gran urbe. Sin embargo, aunque todas estas historias sean profundamente distintas, parecen ser —al mismo tiempo— variaciones de la misma historia, desesperante y absurda, la historia de lo que Jean Ziegler, ex relator especialista de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación, denomina “el escándalo de nuestro siglo”:

“Cada cinco segundos un chico de menos de diez años se muere de hambre, en un planeta que, sin embargo, rebosa de riquezas. En su estado actual, en efecto, la agricultura mundial podría alimentar sin problemas a más de 12.000 millones de seres humanos, casi dos veces la población actual. Así que no es una fatalidad. Un chico que se muere de hambre es un chico asesinado”.

El hambre acumula niños pequeños sufriendo en hospitales precarios, acumula madres que no entienden por qué les pasa lo que les pasa, acumula personas aisladas que tratan de ayudar en lo que pueden, acumula países, ciudades y aldeas, acumula estadísticas poco halagüeñas, acumula múltiples explicaciones a todo este despropósito, acumula peleas diarias para llevarse algo a la boca, acumula esperanzas también, pero sobre todo, acumula fracasos, fracasos y más fracasos.

Este libro grueso de seiscientas páginas ocupa mucho sitio en la estantería, aunque sólo esté hecho —paradójicamente— de privación y escasez. Y es que Caparrós consigue algo anómalo: empacharnos de hambre. Es un libro que nos impide mirar hacia otro lado, que nos “dificulta un poco la ignorancia que tanto nos sirve”. “Cada cinco segundos un chico de menos de diez años se muere de hambre, en un planeta que, sin embargo, rebosa de riquezas.” ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?

Roberto Bolaño tampoco parecía soportar esta calamidad. De hecho, en una entrevista, le preguntaron “¿cuál es la manifestación más clara de la miseria?” y lo primero que respondió fue: “los niños que mueren de hambre”. Sin embargo, Bolaño usó la acumulación para denunciar otra calamidad, la de los feminicidios que asolaron Ciudad Juárez durante la década de los 90.

Hablamos, por supuesto, de la cuarta sección de su última novela 2666, La parte de los crímenes. Esta sección ocupa unas trescientas cincuenta páginas, es decir, un tercio de la novela, y relata de forma minuciosa y aséptica, casi administrativa, una serie de asesinatos brutales perpetrados contra mujeres en la ficticia ciudad fronteriza de Santa Teresa.

“A mediados de febrero, en un callejón del centro de Santa Teresa, unos basureros encontraron a otra mujer muerta. Tenía alrededor de treinta años y vestía una falda negra y una blusa blanca, escotada. Había sido asesinada a cuchilladas, aunque en el rostro y el abdomen se apreciaron las contusiones de numerosos golpes”. […] “En junio murió Emilia Mena Mena. Su cuerpo se encontró en el basurero clandestino cercano a la calle Yucatecos; en dirección a la fábrica de ladrillos Hermanos Corinto. En el informe forense se indica que fue violada, acuchillada y quemada, sin especificar si la causa de la muerte fueron las cuchilladas o las quemaduras, y sin especificar tampoco si en el momento de las quemaduras Emilia Mena Mena ya estaba muerta”.

Anagrama

En Santa Teresa aparecen a cuentagotas, mes a mes, cadáveres de mujeres asesinadas, golpeadas, a veces violadas, otras mutiladas o quemadas, pocas veces reclamadas. Aparecen en lugares marginales de la ciudad y sus alrededores: descampados, basureros clandestinos, baldíos, carreteras secundarias, matojos en el desierto, desvíos de carreteras, callejones, vertederos, edificios en construcción, potreros, habitaciones de hotel, arcenes de carretera, faldas de cerros, vaguadas, pistas vecinales. Un auténtico infierno. Bolaño describe cada asesinato con sus pormenores, relata la vida de la muerta, cuando se sabe quién es. Y —como sucedía en El hambre de Caparrós—  tenemos la extraña impresión de que cada víctima es única y singular, pero a la vez demasiado parecida a las otras. Cada asesinato es una repetición del anterior. Cada asesinato anticipa el siguiente. Y el siguiente. Lo cierto es que la ciudad de Santa Teresa parece estar completamente enferma, de una grave enfermedad eruptiva y epidémica que se traduce en el texto en ciento seis fragmentos que brotan aquí y allá en una acumulación macabra.

La bajada a los infiernos halla su punto álgido o, más bien, su punto más infame, en una escena en la que los policías encargados de investigar los feminicidios se cuentan, a la hora del desayuno —comiendo huevos y entre risotadas— chistes abominablemente machistas:

“En cuántas partes se divide el cerebro de una mujer? ¡Pues depende, valedores! ¿Depende de qué, González? Pues depende de lo duro que le pegues”; “¿cuánto tarda una mujer en morirse de un disparo en la cabeza? Pues una siete u ocho horas, depende de lo que tarde la bala en encontrar el cerebro”; “¿en qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve”; “las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos.” “Las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas”.

Y así, una retahíla de chistes que se extienden a lo largo de cuatro páginas agotadoras en las que los policías, envalentonados, hacen alarde de una misoginia extrema. Lejos de arreglar mínimamente el problema, los policías de Santa Teresa lo fomentan y agravan. Así pues, no era suficiente con la acumulación de cadáveres de mujeres, Bolaño nos violenta todavía más, introduciendo esta otra acumulación: una mise en abyme que nos hunde en las entrañas del infierno.

En literatura, la acumulación ha suscitado a menudo una fascinación hacia la vastedad de las cosas. Así quedamos maravillados ante la kilométrica enumeración de seres marinos en Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne o la enumeración de las naves de guerra griegas en La Ilíada de Homero. Sin embargo las obras de Caparrós y de Bolaño provocan todo lo contrario: indignación, náuseas o asco. Son textos difíciles de leer por los temas desagradables que tratan, por las estructuras acumulativas que no cesan de hostigar al lector. De hecho, muchos lectores reconocen no conseguir leerlos hasta el final. “Hay temas en los que hay que aburrir a los lectores”, recomienda Caparrós. Podríamos añadir: hay temas en los que hay que acosar al lector hasta que reaccione.

Hace poco se publicó en El País un artículo en ocasión de la salida de la nueva serie de Netflix La desaparición de Madeleine McCann que contaba que la pornografía infantil supone actualmente un 2% del contenido de la Internet profunda, pero que genera un 80% de su tráfico y mueve la escalofriante cifra de 150.000 millones de euros. Sin embargo, en palabras de Jim Gamble, un experto en la investigación de niños desaparecidos, “el público no puede soportar enfrentarse a esta realidad, por lo que los medios solo se permiten publicar una noticia sobre pedofilia al mes para proteger la sensibilidad de sus lectores”.

Estos medios, muy atentos a “la sensibilidad” de sus lectores —y con el evidente temor de no ahuyentarlos—, se olvidan por completo de la sensibilidad de las víctimas, de esa niña o ese niño con nombre, apellido, historia, posibilidades, frustraciones, etcétera, que se haya actualmente secuestrado por una red de depredadores sexuales.

Y es que, detrás de las acumulaciones de El hambre y de 2666, la de los hambrientos y la de los feminicidios, se dibuja una ausencia: la complicidad de los que no hacemos nada para remediar. ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas? parecen gritarnos estos dos libros. Son dos libros que pesan demasiado para tomárnoslos a la ligera.

Kim Nguyen Baraldi

Kim Nguyen Baraldi (Bruselas, 1985) es crítico literario. Edita el blog Calle del Orco desde 2011.

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