David Guy Compton, un escritor visionario de la misma esfera que sus compatriotas J. G. Ballard, Anthony Burgess o George Orwell, es un autor de reconocido prestigio entre sus colegas de ciencia-ficción; como en el caso de estos, sus novelas de anticipación poseen un cariz social que queda reflejado en la preocupación por las consecuencias negativas de la tecnologÃa más que por los avances que pueda conllevar. La continua Katherine Mortenhoe (The Continous Katherine Mortenhoe, 1974, conocida también como The Unsleeping Eye) es una de sus obras más conocidas; fue llevada al cine por Bertrand Tavernier en 1980 con el tÃtulo de La muerte en directo, y protagonizada, en sus papeles principales, por Romy Schneider, Harvey Keitel, Harry Dean Stanton y Max von Sydow.
El encuadre temporal en que Compton ubica su obra es una sociedad muy similar a la contemporánea con algunos elementos anticipatorios que son los que configuran su trama: la práctica eliminación de las enfermedades letales, con el consiguiente retraso de la muerte hasta edades muy avanzadas, gracias a una hipervigilancia médica de la población; la hiperinformación multicanal; y la conexión permanente para distribuir imágenes ininterrumpidas en directo, la descripción de lo que hoy conocemos como reality show.
Entre la amplia variedad de temas éticos que plantea La continua Katherine Mortenhoe, adquiere una relevancia especial una de las consecuencias colaterales de la eliminación de la enfermedad terminal: la eutanasia no está contemplada porque la degradación debida a la dolencia degenerativa no existe, y la propia de la vejez se evita mediante el tratamiento quÃmico y la reclusión en centros especializados que ocultan a los pacientes de la vista debido al carácter disruptor de la cercanÃa de la muerte.
El relativismo instaurado por la era tecnológica ha hecho retroceder a la realidad, que se ha replegado hacia aquellas parcelas del ámbito privado en las que aún se le permite cierta influencia. Por contra, y en sustitución de aquella, existe una realidad diseñada, mucho más útil porque puede ser fabricada, modificada y dirigida en función del provecho que pueda obtenerse. En un entorno de saturación informativa, la realidad que se acabará imponiendo será la elaborada por los medios que, a través de ella, modularán las audiencias -esa nueva forma de sociedad- a su conveniencia. El sistema del que se sirve esa realidad vicaria para tomar el lugar de la original es procurando su presencia constante, convirtiéndola en  existencial, referida a sujetos, animados o inanimados, dotados de una existencia evaluable; continua, escalable en términos temporales, que pueda distinguirse un ahora, ubicado entre un antes y un después; y realista, es decir, poseedora de los atributos que la hagan indistinguible de la realidad verdadera.
En una sociedad que ha relegado la enfermedad letal al terreno de lo irreal -es fácil manipular a una colectividad para que confunda lo irreal con lo inexistente-, la puesta en evidencia y la credibilidad de la excepción deberÃan incluir los tres ámbitos mencionados con anterioridad: el existencial, que se cubrirá mediante el recurso a un individuo concreto, Katherine Mortenhoe, a quien se le ha diagnosticado una enfermedad terminal de carácter degenerativo; la continuidad, que se conseguirá mediante la retransmisión ininterrumpida de su quehacer diario; y la realidad, a la vez mostrando el progreso de la enfermedad y ocultando el instrumento de transmisión para anular su efecto en la vida observada. Ese cometido se deja en manos de un reportero al que se le ha implantado un sistema de registro en sus órganos visuales. El objetivo es que nada pueda distinguir una realidad de otra porque ambas disfrutan del mismo grado de verosimilitud.
«Por un instante, al levantar el dedo del intercomunicador, se alzó ante ella el telón de las ocupaciones cotidianas. Como si, al otro lado de este, pudiera ver la muerte. Su muerte. La quÃmica, los cambios en las agrupaciones de neuronas. Nada de aquello tenÃa sentido. La muerte era la muerte. Total. Incomprensible. La muerte era la nada. La muerte no eran los féretros ni los cortejos ni los crematorios. La muerte era una nada intolerable. La muerte era el lugar, el no lugar, al que estaba destinada.»
La consistencia de la sociedad descansa sobre pilares muy frágiles, pero parece que todo el mundo, desde la clase dirigente hasta el último súbdito, están encantados con esa circunstancia; los que más, naturalmente, los grandes grupos de comunicación que se han apoderado de los medios para sostener un sistema social fabricado a su medida: la reedición del panem et circenses juvenaliano retransmitiendo en falso directo las veinticuatro horas en el que los Ãndices de audiencia arrasan contra cualquier reparo ético.
«Quisiera precisar que no todos los programas trataban sobre personas en fase terminal. No todos concluÃan con una muerte clara. HabÃa, por ejemplo, un caso perturbador de demencia progresiva e incurable. HabÃa seis episodios catárticos que analizaban la rehabilitación social de alguien que habÃa perdido todas las extremidades en un accidente. Incluso habÃa una secuencia que terminaba con la sorprendente recuperación de una mujer cuyo aborto forzoso habÃa sido duramente cuestionado por motivos psiquiátricos. La cámara merodeaba, a la espera de una crisis que, aunque presagiada, no terminaba de llegar nunca. Entretanto, el presentador echaba mano del tan traÃdo y llevado recurso de los-milagros-de-la-ciencia-moderna. El resultado era extrañamente conmovedor. A pesar de sus diferencias, todos los episodios tenÃan algo en común: todos aspiraban a abordar la condición humana con la más absoluta franqueza. A veces de manera innecesaria, me atrevÃa a pensar, aunque eso era decisión del director,  las cifras de audiencia no bajaban del tercer cuartil.»
La progresiva falta de intimidad de Katie -a pesar de no haber aceptado el contrato, la publicidad ilegal de su caso provoca la persecución de reporteros de múltiples cadenas rivales- tiene su equivalente en el caso de Roddie, a quien su conexión continua convierte en pública cualquiera de sus acciones.
«Esos eran, pues, sus espectadores, el público sediento de dolor de Vincent Ferriman. Quien, por supuesto, tenÃa razón: higieniza la ironÃa, interpón una pantalla de televisión, añádele la sensibilidad del director y esa misma masa experimentará una orgÃa de compasión. Cara a cara. Era solo en el cara a cara que, de haber tenido un lÃder, la habrÃan despedazado miembro a miembro.»
El paso de Katherine de persona privada a personaje público tiene efectos retroactivos: no solo sus actos han dejado de ser reservados sino que la multitud -una entidad anterior en el tiempo a la audiencia- se siente legitimada para exigir una determinada conducta, como si, en paralelo a su adquisición de un estado de excepción -el papel protagonista del reality show-, hubiera contraÃdo una deuda con todos ellos cuyo pago pudieran exigir cómo y cuándo quisieran. En definitiva, como audiencia, se habÃan ganado un derecho al que no pensaban renunciar.
«Hacia última hora de la tarde, llegó otra remesa de correo para Katherine al apartamento. El cartero era otro, pero igual de fisgón que el primero. Para su decepción, fue Harry quien el abrió la puerta y luego se llevó el correo al salón, donde Katherine estaba viendo la tercera reemisión de la escena que se habÃa producido frente al Castillo. El montador, muy ingeniosamente, la habÃa dejado fuera de cuadro en cumplimiento de la orden de Duelo Privado, y la pista de sonido disimulaba sus alaridos. Cada vez que volvÃa a ver las imágenes se le antojaban más ajenas: la atractiva señora Mortenhoe de cuarenta y cuatro años de la que hablaban los locutores no era ella, del mismo modo que tampoco el robusto y agresivo señor Clegg era su pobre y pusilánime Harry. Aquellas criaturas existÃan solamente en aquella cinta. Formaban parte de una máquina de imágenes. Hasta sus nombres resultaban irreconocibles en la boca microfónica de los reporteros.»
¿Es posible que la proximidad de la muerte o el conocimiento del momento exacto en que se va a fallecer provoque una inesperada lucidez que espolee el pensamiento y la imaginación, afile el ingenio y prepare al individuo para resistir los embates fÃsicos asociados a la dolencia? ¿Hasta qué punto la sensibilidad, la percepción de las emociones o la visión global del entorno quedan afectados por el conocimiento cierto del tiempo restante?
«TenÃa la sensación de que el tiempo la arrollaba: las horas, los dÃas, las semanas aceleraban hasta convertirse en jerigonza informática. Katherine trató de aferrarlo, y al hacerlo, comprendió por fin lo que estaba ocurriendo. HabÃa una lógica y una antilógica, secuencias y antisecuencias, fases y antifases. La curva era exponencial. La estaban quemando. Le dieron de comer y comió. Le dieron de beber y bebió. Y mientras caÃa, una música que no era música retumbaba atronadora, como una factorÃa de coches enloquecida. Y la gente, bailando sin forma, embestÃa de un lado para otro. Era consciente de que estaba perdiendo el control sobre su mente.»
Compton elude el recurso fácil de un narrador omnisciente -el narrador modelo en este tipo de obras-, creando, a partir de la alternancia de relatores, una estructura bipolar de oposición que mantiene la tensión de la trama y le permite dirigirla hacia objetivos en apariencia contrapuestos. En cuanto a los propios narradores, antepone un omnisciente clásico a Roddie, el reportero dotado del sistema de grabación, y abre la controversia acerca de si podrÃa considerarse a este, cuando está llevando a cabo su proyecto, un narrador omnisciente -por su presencia ininterrumpida-, un narrador objetivo -por su forma de grabación-, o una mezcla de ambos; de hecho, Roddie es el narrador visual del programa que se emitirá acerca de los últimos dÃas de la vida de Katherine. Pero tanto esta como aquel pueden considerarse escindidos en dos realidades, profesional y personal, en el caso del periodista, o privada y pública, en el caso de la enferma, ambas en conflicto permanente hasta que una de ambas resulte vencedora.