Cero K

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 Don DeLillo | Foto: Thousandrobots | WikiMedia Commons
Don DeLillo | Foto: Thousandrobots | WikiMedia Commons

«La ciudad parece achatada, todo está cerca del nivel de la calle, los andamios de la construcción, las reparaciones, las sirenas. Miro las caras de la gente, emprendo un estudio instantáneo, en silencio, de la persona que hay dentro de cada cara y luego me acuerdo de levantar la vista hacia las geometrías sólidas de las estructuras altas, las líneas, los ángulos y las superficies. Me he convertido en estudioso de los semáforos. Me gusta cruzar la calle a toda velocidad cuando el indicador del semáforo ha bajado hasta el 3 o el 4. Siempre hay un segundo y una fracción añadidos entre el momento en que se pone roja la luz para los peatones y el momento en que se pone verde la luz para el tráfico. Es mi margen de seguridad, y yo agradezco esa oportunidad y cruzo anchas avenidas con zancadas decididas, a veces con un trotecillo refinado. Saber que el riesgo innecesario forma parte del código de las patologías urbanas me hace sentir fiel.»

En su eterno vaivén en pos de respuestas a preguntas improcedentes, el ser humano de la era post-tecnológica ha transitado desde la fe basada en la tecnología, una creencia que ha ido emergiendo y desapareciendo y alcanzado su cenit en la segunda mitad del siglo XX, con el auge de los sistemas de computación, a la tecnología basada en la fe, el último paso, de momento, de la evolución de los sistemas de creencias, su entronización definitiva, la victoria final sobre la razón, auxiliada por un nuevo vocabulario -un culto al lenguaje que ya apareció en Los nombres- que trueca significados apoyándose en términos existentes: Convergencia, procedimiento… La maleabilidad de la mente humana se manifiesta en su capacidad para aceptar nuevos significados para expresiones antiguas y su resistencia a términos completamente nuevos: es la tiranía del eufemismo, que nos traslada un paso más allá del doble sentido y que sigue permitiendo la doblez, la interpretación y, por consiguiente, la manipulación, pero que es mucho más comprensible y más fácilmente comunicable, contra el más democrático neologismo.

Don DeLillo, a pesar de no ser considerado como autor de género, ha mantenido en su obra una relación peculiar con la ciencia-ficción: alguno de los cuentos de El ángel Esmeralda o La Estrella de Ratner. Si bien ninguna de sus novelas podría ser inscrita estrictamente en el género, DeLillo acostumbra a usar algunos elementos de la literatura de anticipación para apoyar las tesis que presenta: en Cero K (Zero K, 2016) es la suspensión criogénica, ese estado inducido de muerte provisional que permitiría, en un futuro próximo, revivir al individuo; la expresión Cero K se refiere a los cero grados en la escala de Kelvin, el denominado cero absoluto, la temperatura más baja alcanzable, equivalente a los -273,15 grados centígrados. La novela se estructura en dos partes con título: Cheliábinsk y Konstantinovka; ambos nombres corresponden a dos ciudades ex-soviéticas, actualmente pertenecientes a la Federación Rusa y a Ucrania, respectivamente, que han sido escenario de dos desastres: natural en la primera, la caída de un meteorito en 2013 que causó grandes destrozos; bélico en la segunda, el exterminio de más de quince mil personas durante la ocupación nazi de Ucrania. La catástrofe natural y la catástrofe provocada, dos caras distintas para un solo apocalipsis al que solamente una cuestión de escala le impide ser el de la definitiva extinción.

«Para ayudarnos a salir de las épocas desesperadas tenemos el lenguaje.»

¿En qué momento el escepticismo se rinde y entrega sus armas? Tal vez cuando nos damos cuenta de que el conocimiento basado en la razón, es decir, el entendimiento, no responde a algunas de nuestras preguntas, sin que nos apercibamos de que son éstas las que no son procedentes. Es una renuncia sin fruto alguno, una rendición incondicional de la que no sacamos ninguna ventaja, ni siquiera la supervivencia. Alguien podrá calificar esa renuncia como acomodación pero, al final, el mundo real devolverá el golpe y ya no tendremos manera de defendernos.

«El alivio no es proporcional al miedo. Dura un tiempo limitado.»

DeLillo no da puntadas sin hilo, y su empleo de recursos de la literatura de género no es neutral: al igual que algunos escritores de ciencia-ficción de la época soviética, existe siempre una lectura entre líneas cuya descodificación es imprescindible; cuando se habla de la dificultad de DeLillo, o incluso de su hermetismo, se olvida, o simplemente no se percibe, que es necesario trascender la forma y su apariencia de sencillez para llegar al verdadero contenido, un procedimiento parecido al que requiere Thomas Pynchon, por ejemplo, y justo lo contrario de William Gaddis.

Jeffrey, el narrador y protagonista, viaja, a instancias de su padre, un inversor multimillonario, a unas instalaciones en el desierto de una república ex-soviética, donde su madrastra va a ser sometida a un proceso de criogenización, en un intento paternal de reconstruir un remedo de la familia que se desintegró a la muerte de la madre de Jeffrey.

«Los tres juntos. Me di cuenta de que llevábamos muchos meses sin compartir habitación. Los tres. Y ahora, contra todo pronóstico, estábamos allí, otro tipo de convergencia, el día antes de que vinieran a llevársela a ella. Así era como yo lo veía. Iban a llevársela. Iban a llegar con una camilla de respaldo abatible para ponerla sentada. Traerían cápsulas, ampollas y jeringas. Le colocarían un respirador de mascarilla.»

Seix Barral
Seix Barral

El complejo es un lugar con una fuerte carga espiritual pero a la vez especialmente siniestro, con una apariencia concurrente de hospital y convento de clausura, mitad tumba egipcia y mitad laboratorio del MIT, colores neutros y paz celestial: un templo dedicado a la vida donde, paradójicamente, la gente va a morir para no morir, un eufemismo hecho arquitectura, una arquitectura al servicio de un eufemismo, con un vocabulario restringido –Convergencia, desvío, heraldos, incluso un nuevo lenguaje que será implantado a los sujetos que permitirá la comunicación de las conciencias elevadas entre sí y será ininteligible para los demás-, puertas que no llevan a ninguna parte y zonas prohibidas. Una metáfora que intenta escamotear el fin vistiéndolo de nuevo principio, como cualquier religión; acierta uno de los personajes, el Monte, una especie de clérigo cuya función es confortar a los dolientes, al asimilarlo a un recinto de los Caballeros Hospitalarios de Jerusalén, cuyo cometido era cuidar de los peregrinos que viajaban a los Santos Lugares.

«En cierta medida estamos en este lugar para diseñar una respuesta a cualquier calamidad que pueda azotar nuestro planeta. ¿Acaso estamos simulando el fin con el objeto de estudiarlo y tal vez sobrevivir a él? ¿Acaso estamos adaptando el futuro, trayéndolo a nuestro marco temporal inmediato? En algún momento del futuro, la muerte acabará siendo inaceptable por mucho que la vida del planeta se haya vuelto más frágil.»

La Organización no es más que una secta apocalíptica de severa observancia y creencias sincréticas estilo new age, reinando en un lugar apartado del mundo, preparándose para un repetidamente anunciado -e igual número de veces aplazado- final y diseñando escapatorias a la mortalidad:

«Las alucinaciones colectivas, la superstición, la arrogancia y el autoengaño», con unos adeptos entrenados para el proselitismo entre los enfermos terminales, el último agarradero, la última esperanza surgida de la desesperanza, de la negación de la derrota, la oración para una nueva oportunidad al Dios de la tecnología residente en un paraíso de tubos de ensayo, centrifugadoras y autoclaves, con la calidez del cero absoluto.

«Â¿Acaso la realidad de la muerte inminente no promueve los autoengaños más profundos?»

¿No será la muerte también una impostura?  Vivimos como vivimos, desarrollando roles e intercambiando máscaras, guiados más por la ficción de quién aparentamos o desearíamos ser que por la realidad de quién somos. Ante cada encrucijada, alteramos nuestro sistema de toma de decisiones para que nuestra elección alcance a ser compatible con el último rol adoptado; la disonancia cognitiva es un conflicto que solamente sufren los demás, lo que hay que evitar a toda costa es la disonancia social. La muerte propia, tal vez el último reducto de la intimidad, debe ser también socializada para que el recuerdo que dejamos permanezca intachable.

«La otra cosa que yo no sabía era qué constituía el final. ¿Cuándo se convierte una persona en un cuerpo? Me pregunté si la rendición de produciría en fases distintas. El cuerpo se retira primero de una de sus funciones y luego quizá de otra, o quizá no: el corazón, el sistema nervioso, el cerebro, de las distintas partes del cerebro al mecanismo de las células individuales. Se me ocurrió que había más de una definición oficial de muerte, ninguna de las cuales recibía una aceptación unánime. Se iban creando a medida que lo requería la situación. Médicos, abogados, teólogos, filósofos, profesores de ética, jueces y jurados.»

El concepto de identidad -como si lo terrible de las montañas de cadáveres de los campos de exterminio no fuera su número sino su anonimato- está tan sobrevalorado que en el acto último de disolución buscamos los resortes que permitan reafirmarla: seguir siendo cuando ya no somos; en definitiva, esa es la recompensa que auguran todas las religiones, verdaderas y contrastadas instituciones para la socialización de la muerte.

La impostura no puede basarse en el raciocinio; de hecho, repugna a la razón. La mentira no puede tener asidero alguno con la verdad, porque eso sería aislarla en un entorno hostil, ya que saca su fuerza del poder que reside en el sistema: incógnitas que solamente pueden ser resueltas con unas ecuaciones preestablecidas. En el complejo donde sucede gran parte de la acción de Cero K las cosas únicamente poseen apariencia de realidad; algunas son falsas pero mantienen una función: la vegetación de los jardines, la brisa crepuscular; otras, sólo su apariencia: las puertas que no llevan a ninguna parte, los maniquíes que suplen a los inexistentes habitantes. Ambas opciones forman parte del atrezzo, como los decorados en una obra de teatro, trampantojos que, intentando reproducir la realidad, dejan al descubierto la peor de las mentiras.

«En la ciudad, en pleno cómputo establecido de los días y las noches, no había argumentos que presentar, no había alternativas que proponer.»

Seguramente, la muerte de la madrastra y la renuncia final al suicidio del padre de Jeffrey, alteran, aunque de forma inconsciente, su vida de tal modo que ya no es posible una vuelta atrás. La renuncia -aunque lo que realmente parece es que es la propia soledad la que lo ha abandonado- al aislamiento conlleva una traslación a un mundo desconocido, ajeno, y hace imprescindible una dura adaptación de resultado incierto: la sensación de que todo está fuera de lugar cuando, en realidad, es uno mismo el que está desubicado:

«Llevábamos una hora más o menos sin tener una discusión seria. En aquellas ocasiones, yo defería ante Emma. Ella tenía un hijo adoptado, un matrimonio fracasado y un trabajo con niños discapacitados. ¿Y qué tenía yo? Acceso a una azotea con brisa y vistas al río.»

Al final, empeñados en la supuesta trascendencia de los actos más comunes, acabamos hallando consuelo en la rutina más inane y el hastío más indolente.

«Las cosas que hace la gente habitualmente, esas cosas olvidables, esas cosas que respiran justo por debajo de la superficie de lo que reconocemos que tenemos en común. Quiero que esos gestos y esos momentos tengan significado, comprobar que llevas la billetera y que llevas las llaves, algo que nos une a todos, implícitamente, cerrar con llave una y otra vez la puerta de casa, inspeccionar los fogones en busca de llamitas azules débiles o escapes de gas. Los elementos soporíferos de la normalidad, mis días de deriva mediocre.»

La verdadera religión del futuro será aquella que no pida sacrificios.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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