
El filme ganador de la palma de oro del festival de Cannes conjuga, como buena pelÃcula festivalera que es, calidad y polémica. Lo primero que hay que decir de La vida de Adèle es que es una estupenda pelÃcula en manos de un gran director de actores, Abdellatif Kechiche. Sin entrar en el calvario al que debió de someter a las dos protagonistas (del que algo han dicho ahora que los premios llueven), saca de ellas dos interpretaciones memorables que le permiten dejar casi todo el peso del filme sobre sus hombros. La historia de Adèle (Adèle Exarchopoulos), es la historia de una crÃa a punto de pasar a la edad adulta que se descubre a sà misma, primero intentando ser lo que todo el mundo espera que sea y luego reconociendo que es su mismo género el que la atrae, y que no podrá resistir la atracción que le provoca Emma (Léa Seydoux), una universitaria de pelo azul claro. Luego va desgranando la relación que se fragua entre ellas, de la pasión encendida a la ruptura traumática, pasando por la aburrida vida de pareja acostumbrada a sà misma. Es imposible no involucrarse en la odisea vital de Adèle aunque se le pueda reprochar a Kechiche un cierto exceso de metraje en la segunda parte del filme. La vida de Adèle es una historia contada con un sensible y desarmante realismo, desprovista de cualquier artificio artÃstico que pueda banalizar el relato, especialmente en esas escenas de sexo explÃcito, ese toque polémico que hace que todo el mundo hable del filme incluso antes de haberlo visto.
Dibbuks | Julie Maroh Ante pelÃcula tan llamativa qué menos que echarle una ojeada a la fuente original, de la que, según rezan los tÃtulos de crédito, se inspira libremente. Se trata de El azul es un color cálido, una novela gráfica de Julie Maroh. La historia parte de los diarios de Clémentine (Adèle en la pelÃcula) y es contada en largos flashbacks, de un presente descolorido, pastel y triste, a un pasado en blanco y negro en el que el único color es el azul, el mismo azul que luce Emma en su pelo. Clémentine y Emma se enamoran desde el primer instante, a primera vista, cuando sus cabezas se giran instintivamente al cruzarse en un paso de cebra. En los primeros compases parece que la pelÃcula se basa en la novela gráfica e incluso calca algunas secuencias, pero solo lo parece. En el fondo no pueden ser más diferentes y se agradece el cambio de nombre de la protagonista, para dejar claro que son personajes muy distintos, a diferencia de Emma, que conserva el nombre y todo lo demás. La novela es una tragedia. La pelÃcula es un dramón. La primera es una historia de redención. La segunda es todo lo contrario, desasosegante. Julie Maroh pensaba más en una reivindicación de la homosexualidad, en la escenificación de la lucha por la aceptación, social, familiar y propia, incluso a costa de algún momento ligeramente panfletario y de otro lacrÃmogeno con ganas.
Kechiche usa la historia de Maroh como excusa para empezar una pelÃcula que alarga hasta las tres horas contando otra historia que, en el fondo, durante buena parte del metraje, no deja de ser la historia de una pareja desde su nacimiento hasta su fin. Al principio se parecen, pero la pelÃcula toma un camino radicalmente distinto al olvidarse de la ruptura total entre Clémentine y sus padres cuando descubren su homosexualidad de manera abrupta. La homofobia paterna no hace acto de presencia y solo se insinúa la clásica distancia entre unos padres chapados a la antigua y una hija que cuenta lo estrictamente necesario de su vida privada. Comparten el desencadenante, pero no el objetivo de la narración, cosa que, por otra parte, no desmerece a ninguna de las dos.
Se antoja imposible no sacar a colación esas escenas de sexo explÃcito que tanto han dado que hablar, más para bien que para mal. Si bien en la novela gráfica están de una manera algo menos explÃcita y mucho más recortadas en posiciones y duración, no necesariamente por las limitaciones del medio, la auténtica pregunta es: ¿cómo quedarÃa la pelÃcula sin esas escenas? Es muy difÃcil decirlo, pero es seguro que hablarÃamos mucho menos de La vida de Adèle. Tal vez sea excesivo calificarla, como muchos hacen, de obra maestra, pero todos deberÃan reconocer que una parte de las loas llegan por el riesgo —sexual— tomado. En esas escenas, lo explÃcito no es obsceno gracias a la deliberada ausencia de artificio, una especie de interés casi documental en el ritual sexual de dos hembras locas de amor. Las imágenes están desprovistas de adjetivos estéticos y es el espectador el que se encarga de ponerlos y decidir qué está viendo, si le agrada o si le parece verdad —porque, no lo olvidemos, el realismo artÃstico no tiene mucho que ver con lo real—. Las lesbianas que las vean podrán decidir si se las creen o no, empezando por la autora del original literario, que no se las ha creÃdo y, de hecho, le parecen una caricatura, la ilusión de un hombre heterosexual.
¿Eran necesarias? Ninguna decisión narrativa es estrictamente necesaria, asà que es imposible siquiera iniciar el debate a propósito de las elecciones que hace un autor en su libertad creativa. La pelÃcula está bien realizada o no, nos gusta o no, nos la creemos o no, pero no hay lugar para el debate maximalista que nos lleva hacia lo que debe o no debe ser. Una buena pelÃcula sigue siendo buena por mucho que se pueda debatir sobre la polémica que la hace notoria.
Jesús DÃaz de Lope (1984) es licenciado en SociologÃa y es especialista en cine.