Monstruos | Foto: Antonio Támez

El monstruo de su tiempo

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Monstruos | Foto: Antonio Támez
Monstruos | Foto: Antonio Tamez

Siempre me han gustado los monstruos, desde los literarios hasta los que pueden pasar por cualquiera de nosotros. Podría creerse que se trata de una fascinación de niños, algo que se encuentra en los juegos macabros y crueles de los patios escolares o en los espacios privados de una mente aún en gestación, algo sucio que desaparece conforme la madurez y la razón se abren camino ahí dentro.

Un cínico diría que se trata de alguna deficiencia psicológica de mi parte, una forma de infantilismo de alguien que se rehusaba a crecer. Después de todo, se trata solo de creaciones, de ficciones para perder el tiempo. El mundo verdadero, se supone, es el enfrentamiento con esa cosa horrible que es la monotonía del día a día, un rito obligatorio si se quiere ser parte de la sociedad contemporánea.

En realidad la atracción que tiene el horror es, a un nivel básico, solo otra forma estética de observar el mundo, por no hablar de la dimensión sacra del género (Todo relato de terror es, a su manera, una narración sobre el contacto con lo numinoso). Mientras mis compañeros encontraban nuevas emociones en todas las promesas incumplidas del vive-rápido-muere-joven de la adolescencia, más propias de estrellas del rock que del tedio de la clase media, yo descubría los cuentos de Lovecraft, los comics de Charles Burns y el body horror de David Cronenberg, todas formas de ficción que me hablaban con claridad simbólica sobre lo que experimentaba por aquel entonces: las angustias antisociales, los cambios del cuerpo y los laberintos de la personalidad.

El monstruo no es solo un mecanismo eficaz para llevar una historia, también es la forma de personificar miedos y preocupaciones. En su reciente novela-ensayo El año del verano que nunca llegó (2015, Literatura Random House), William Ospina cuenta cómo su fascinación por la reunión de cierto grupo de románticos en 1816, liderados por Lord Byron, le llevó a cruzar el Atlántico para comprender las claves detrás del nacimiento de dos de los grandes mitos de la cultura moderna.

La historia es conocida. Ese año Byron y otros tantos escritores, poetas y anarquistas se reunieron en la Villa Diodati, en Cologny, Suiza, por una parte para relajarse, por otra para escapar de los escándalos que algunos de ellos habían causado en la buena sociedad londinense. También podríamos decir que se trató de una excusa para que hicieran, como se conoce hoy en día, networking. La primera reunión profesional de góticos y gente dark en la historia, sin la música chillona y cursi que se escucha en esos eventos. Por ese entonces la Villa se vio envuelta en una penumbra anómala que cubrió todo el hemisferio norte, producto de la erupción del monte Tambora un año antes, un evento violento que causó la muerte de miles de personas y lanzó tantas toneladas de polvo y azufre a la atmósfera que el sistema climático sufrió un cambio considerable. El mundo se envolvió en el manto del invierno y los bosques, las montañas y los mares se llenaron de nuevo con misterio, un contrataque a todo el racionalismo que se cocinaba en ese tiempo a manos de ingleses y alemanes. Una noche Byron, alimentado por la lectura de cuentos de fantasmas germanos, sugirió que todos pensaran en la historia más terrorífica que pudieran imaginar puesta en papel. De todo lo que se dijo y pensó en los días siguientes, solo el vampiro de John Polidori y el monstruo creado por el doctor Victor Frankenstein, idea de Mary Shelly, han llegado a nuestros días.

La evidencia está en la obra de los dos; de Polidori solo El Vampiro ha sobrevivido y en realidad es la apropiación de este monstruo por parte de Bram Stocker, y antes por Le Fanu y su Carmilla, la que se ha grabado en la cultura, solo para ser secuestrada en los últimos años y volverse un engendro más, de esos secos y políticamente correctos que se encuentran en la sección de adultos jóvenes de las librerías. Por su parte Shelly (en realidad Wollstonecraft Shelly) fue autora de otras tantas novelas, incluida la primera historia post apocalíptica en la literatura, El último hombre. ¿Cuántos piensan en estas novelas cuando escuchan el nombre de Mary? Mejor aún. ¿Cuántos las han leído?

Ospina se inserta como personaje principal para contar los detalles de una historia que lo secuestró de improvisto, como ocurre con los raptos religiosos o las obsesiones sin sentido. Él mismo lo admite; no es el primero ni será el último en contar los hechos de lo que nació dolorosamente en las salas de la Villa Diodati, pero los grandes eventos del mundo tienen la propiedad de refractar su luz de muchas maneras en los prismas de quienes los observan. Para él el nacimiento del vampiro y el monstruo de Frankenstein no solo es el resultado del amor caníbal de Byron, de las Guerras Napoleónicas, los cambios sociales, la Revolución Francesa, el progreso científico y los fenómenos atmosféricos y geológicos. También son mitos premonitorios de lo que vendrá más adelante: el Siglo XX.

Y qué curioso fue ese siglo, con sus dos guerras mundiales y esa otra fría, muy fría, que amenazó en ponerse caliente con la detonación de docenas de pequeños soles, sembrando así todas nuestras pesadillas contemporáneas sobre paisajes desolados. El mismo siglo que vio nacer a la era atómica y su hermana más sexy, la digital, el siglo que empaquetó a los viejos dioses del Olimpo y el Valhala en forma de superhéroes que usan la ropa interior sobre los pantalones, el siglo que nos dio el verano del amor y la familia Manson, la exploración espacial, la conspiraparanoia y el entretenimiento masivo. El siglo que prometía una era utópica de crecimiento material sin fin, en el que todos seríamos libres para dedicarnos a nuestras inquietudes intelectuales pues la tecnología nos liberaría, la misma que cada vez se vuelve más compleja y ubicua mientras que nosotros seguimos operando en automático con el mismo hardware de hace 180, 000 años.

¿Qué cosa extraña nació en ese siglo? Aquí una historia interesante: en 1946 Jack Parsons, de día cofundador del Jet Propulsion Laboratory de la NASA, de noche ocultista esotérico, junto con su amigo L. Ron Hubbard, autor de ciencia ficción insipiente y gurú creador de la Cienciología, pasó algunas noches en el desierto de California para llevar a cabo un conjuro mágico que, decía, cambiaría al mundo. Aquel rito había sido diseñado por Aleister Crowley, el homólogo excéntrico de Byron por aquel entonces, e intentaba abrir un portal a otras realidades que resultaría en el nacimiento de un nuevo hombre. El portal fue abierto, supuestamente, pero el resultado no fue el deseado. Kenneth Grant, heredero de la gracia de Crowley tras su muerte, dijo una vez: “Parsons y Hubbard abrieron una puerta, y algo cruzó volando por ella…”

Lo que cruzó fue una mitología para un siglo tecnológico y violento que sufría de estrés postraumático, un panteón de luces y habitantes de otros mundos sobre los cielos del planeta, algo que Carl Jung consideró lo suficientemente importante como para dedicarle un libro completo en 1959, The Flying Saucer. Aquello se volvería parte importante de la cultura popular, llamando la atención de gobiernos y miles de curiosos sin nada mejor que hacer además de ver las nubes y las estrellas. Un mito que incluso se abrió camino en el interior de algunas mentes susceptibles a los embrujos del mundo, creando pequeños movimientos religiosos a su paso, como el Movimiento Raeliano Internacional y Heaven’s Gate. La misma mitología que con el advenimiento de la era de la vigilancia parece estar cambiando de forma.

Es fácil ver similitudes entre aquellos románticos que se hospedaron en la Villa Diodati a principios del diecinueve para hablar de poesía, progreso y amor libre y los bohemios que se reunían en el Parsonage, la casa de Parsons, para discutir sobre cohetes, ciencia ficción y practicar magia ritual en el sótano. Sus creaciones se han impregnado en nuestra cultura y resaltan las ansiedades de sus épocas. ¿Dónde se reúne esta gente hoy en día?

Más interesante. ¿Qué nuevos monstruos se están gestando en este siglo? Hace algunos años comenzaron a aparecer por internet creepy pastas, relatos de terror anónimos, por lo general de muy mala calidad, que presumen de ser verídicos o al menos inspirados en hechos reales. Entre ellos el Slender man (hombre delgado) ha sido el único que ha tenido éxito en volverse un evento cultural transmedia. Comenzó en los foros de discusión de la página cómica Something Awful en 2009 y desde entonces su figura esquelética ha sido la protagonista de docenas de videojuegos muy malos, documentales, fan fiction, videos en línea, grafiti e incluso inspiró a un par de adolescentes en mayo del 2014 a intentar asesinar a una amiga en los bosques de Wisconsin.

Decir que Slender man obligó a alguien a matar es como decir que el diablo guió su cuchillo o que las voces en su cabeza lo convencieron de quemar la casa entera con toda la familia adentro. En el mejor de los casos es una excusa que al menos alguien en el jurado va a creer, en el peor es el delirio de una persona que sería mejor tener lejos. Sin embargo, es interesante que con su traje negro, cabeza blanca sin rostro, tentáculos que crecen de la espalda y actitud acosadora y vigilante, Slender man sea el nuevo monstruo más visto en estos primeros años de la era post-Snowden. Mejor representación de un gobierno fisgón y siniestro no se puede encontrar.

Los monstruos son personales. Para William Ospina fue una obsesión sin sentido que le robó años de vida y produjo un libro compacto que narra una historia más grande que las dimensiones en las que está impresa. El libro es el monstruo y en él se apuntan pequeños casos, coincidencias extrañas, que le hicieron pensar en más de una ocasión que una mano invisible guiaba sus pasos, acomodando los espejos a su favor, algunas veces jugando un truco para desconcertarlo. Lo que en algunas tradiciones folclóricas se conoce como el bromista, el pícaro, la cualidad juguetona de la naturaleza. También podría tratarse de esa zona en la que entra la mente cuando se absorbe en el trabajo creativo, el dominio al que algunos artistas, escritores y científicos tienen acceso, dónde la información y las ideas conviven en un proceso de asociación libre y las coincidencias parecen más que simples coincidencias, un lugar del que se sale abruptamente cuando la razón recupera terreno y nos pregunta en qué estamos pensando pues eso no es real.

¿Pero cuánta razón tiene la razón? Tal vez para saberlo tendríamos que interpretar el famoso grabado cuarenta y tres de los Caprichos de Goya, ese que nos recuerda cómo El sueño de la razón produce monstruos, aunque en estas cosas nunca hay garantía.

Antonio Tamez-Elizondo

J. Antonio Tamez-Elizondo (Monterrey, 1982) es arquitecto, Máster en Arquitectura Avanzada y Máster en Creación Literaria. Su libro de cuentos 'Historias naturales' ganó X Certamen Internacional de Literatura 'Sor Juana Inés de la Cruz', 2018.

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