Y, para ser más exactos, apostilla de una apostilla, pues ha sido una de tantas divagaciones sobre la gran obra de Cervantes la que ha motivado esta que llamo enésima. Concretamente la del gran escritor valenciano, Joan Fuster, en la que afirma que:
“Los episodios del Quijote resultan, por lo general, más penosos o cómicos que sublimesâ€.
Bien; como opinión, vale. Pero no perdamos de vista que la frase no pasa de eso: opinión. Es decir, que la sensación que el pobre Alonso Quijano pueda dar al lector depende mucho del punto de vista que se adopte, y no es cosa que se pueda establecer definitivamente con una afirmación categórica.
Si contemplamos los trabajos que Cervantes hace pasar a Don Quijote de La Mancha desde una posición deliberadamente escéptica y pertinazmente realista, es seguro que no veremos del personaje más que la versión patética y bataneada. Pero entonces habremos despojado de toda su poesÃa al Caballero de la Triste Figura. Señalando un aspecto del Quijote no se dice nada falso, pero se pasan por alto muchos otros sin los cuales la gran obra queda deshilachada. Este es el gran error de los glosadores del ilustre libro cervantino: hacer girar su interpretación sobre una sola ocurrencia, de manera que la convierten en una aportación aislada que difÃcilmente podrá ser útil para la futura e hipotética comprensión global del Ingenioso Hidalgo.
El principal esfuerzo de quienes han estudiado el Quijote a través del tiempo se ha dirigido esencialmente —y casi obsesivamente— a encontrar la clave que pueda explicar la grandeza de este libro. Una tarea inmensa que no ha conseguido hasta el momento ninguna teorÃa concluyente, quizá porque no se ha ensanchado la visión investigadora de la obra. No hay que buscar una clave, porque este libro es un conjunto de claves, un caleidoscopio de ingredientes que concentra la vida de su época y la transmite en dos vertientes: una, el retrato de su entorno coetáneo; y otra, la destilación extraordinaria de todo aquello que, siendo del siglo XVI, era común a los tiempos anteriores y habÃa de permanecer en los venideros. Este es el logro supremo del arte de Cervantes, el logro que consigue hacer del Quijote una obra sorprendentemente viva en cualquier tiempo. Un hito literario que han intentado desentrañar miles de estudiosos a base de bucear en las páginas del libro.
Sin embargo, el tesoro que pretendÃan hallar no está en ningún pasaje concreto, y tampoco en ningún procedimiento literario que pueda ser señalado y localizado dentro de la obra. El elixir poderoso que rezuma el Quijote está repartido en cada una de sus páginas, de sus frases, de sus ambientes y de sus personajes, de manera que sólo puede obtenerse exprimiendo toda la novela mediante la lectura; una lectura que ha de ser —la calidad del texto lo exige— degustación reposada, paciente y completa.
Alonso Quijano no resulta, pues, solo patético, o solo sublime en su bondad alucinada y su modo de obrar anacrónico; resulta las dos cosas a la vez; y muchas más, que constituyen el riquÃsimo abanico de sentimientos que el protagonista de la novela produce en el lector. Hay algo en el Quijote, algo profundo y semioculto entre neblinas, que nos susurra al oÃdo mientras leemos sus páginas: que Alonso Quijano, Don Quijote de la Mancha, somos cada uno de nosotros. Cervantes construyó gran parte de este personaje a base de idealismo y sensibilidad, prendas intrÃnsecas al ser humano, de manera que podemos entender de forma natural todos sus choques con la realidad, incluso aquéllos con los que no nos identifiquemos.
La sensibilidad del lector es la que determina hasta dónde puede ver a Don Quijote. Si el lector es escéptico, si ha dejado que, poco o mucho, la dureza de la vida haya entorpecido su emotividad, si ha limitado sus posibilidades a una sola faceta de la existencia (intelectual, tecnológica, apática…) verá al caballero andante como un loco ridÃculo, cuando en realidad sus aventuras no tienen nada de hilarante.
Las motivaciones y las acciones del Alonso Quijano trastornado no son cómicas, sino dramáticas. Están en el mismo plano que sus razonamientos de cuerdo, al final del libro. Y no ver esto es quedarse al nivel de Sancho Panza, con la desventaja de que el escudero adelanta al lector en las últimas páginas, cuando da muestras de haber asimilado el idealismo exacerbado de su señor.
Cuando se ha tachado al Quijote de patético, inoportuno, ridÃculo o irrisorio, sólo se ha tomado en cuenta uno de sus ángulos, y precisamente el menos importante. El Quijote es profundamente humano, desgarrador, conmovedor, aun en los momentos en que la bajeza de su entorno le haga parecer grotesco o extravagante. Su locura no es locura, es superación arrebatada que vuelve en sà cuando comprueba que no puede alcanzar su ideal caballeresco.
Si Don Quijote hubiera vivido en nuestra época no habrÃa pasado de la primera salida. Su recuperación de la cordura, que no fue más que desengaño, hubiera sido inmediata al ver la cantidad de despropósitos y estupideces que comete hoy la ciudadanÃa peatona y no tan peatona. Incluso puede que después de conferenciar un poco con su amigo Sancho, que tenÃa los pies más en el suelo, ni siquiera se hubiese molestado.