Foto: BeccaH | Pixabay Commons

Barcos dormidos, cuartos de derrota

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Foto: BeccaH | Pixabay Commons

Algunas novelas de Joseph Conrad recuerdan mucho a Faulkner –o a la inversa–. Lo recuerdan por la atmósfera de fatalidad y de grandeza y de heroísmo frente a lo inevitable –no hay escapatoria–. Lo recuerdan por la cruel ironía de quien juega con la inminencia de su propia muerte a lo largo de todo el relato. No mentía en realidad el negro del Narcissus cuando le decía a la tripulación que estaba enfermo de muerte; sí, estaba enfermo de muerte, por más que él mismo sobrevolase su muerte de aquella extraña manera:

“Creéis que voy a morir y yo os permito creerlo. Aquí estoy. Tranquilo en mi lecho fúnebre mientras vosotros, nuevos marinos, viejos lobos de mar, os esforzáis y os fatigáis y os atribuláis tanto y tan sin sentido bajo la tormenta en la tablazón de popa, en el pañol, en la nevera. Achicando agua, limpiando la cubierta, sudando vuestro esfuerzo en la sala de máquinas. Estúpidos. Es mentira y yo no me estoy muriendo”.

“Me estoy muriendo”, dijo el negro moribundo. Porque su mentira era su verdad. El armazón del barco ha sido desarmado por un negro enfermo.

Alguna tragedia de Faulkner consiste en un hombre (Joe Christmas, Light in August) que no ha conseguido descubrir jamás quién era. Eso es trágico. Edipo es trágico por eso –les dice Faulkner a sus oyentes de Mississippi–. Es trágico porque no lo sabía y quiso saberlo y finalmente supo que no lo sabía. Pero hay más. Las tragedias de los hombres pueden ser todavía más incomprensibles, más sublimes todavía. Ahí está la tragedia de quien tiene tanto talento, tanta visión, tanta lucidez que no puede soportarlo. No puede desplegarlo. Jamás llega la hora ni la forma de transformar la larva enloquecida y encerrada bajo tierra en la mariposa que bate en el aire sus alas azules. “Sucio es el mundo y yo no tengo alas para sobrevolarlo”.

Es la futilidad del visionario que no ha sido capaz de protegerse y que ha sido destruido. El talento que podría haber engendrado y florecido no engendró ni floreció nunca. Eso es trágico. La capacidad de ver más que nadie que Darl poseía lo volvió loco (As I Lay Dying). La capacidad de sentir más que nadie de la que adolecía Quentin Compson lo arrojó a las aguas del río (The Sound and the Fury). Emily Brönte pidió un médico tarde, lo llamó cuando ya no quedaba tiempo. Y esto es trágico, dice Faulkner con su reticencia habitual (también a él le dan asco las Universidades; el burdel que no se esconde es el mejor escondite para el escritor que está decidido a escribir sus novelas). Ellos eran escritores en ciernes, eran visionarios. Pero el escritor no puede ser solamente un visionario. El artista que tiene algo que decir, el que se ve impelido por una tarea gigantesca e imperiosa, ese no puede permitir que lo destruyan, que lo aniquilen, que maten suciamente su talento. Lo hará todo para decir lo que tiene que decir. Robará sin escrúpulos lo que necesite para poder decirlo. Despreciará los obstáculos. Arriesgará todo lo que tiene. Todo será superfluo, vano, dispensable, insubstancial. Todo excepto ese algo misterioso que posee y que en el fondo sabe que posee. Y la adversidad y la pena son las mismas. La energía interior que se desborda tiene que ser dominada. El fuego que calienta la pluma no puede permitirse que lo apaguen antes de hora ni puede consumirse antes de tiempo. Porque la velocidad es tanta que no hay tiempo, no hay tiempo para ninguna otra cosa (el escritor nunca tiene tiempo, dice Faulkner). Tan intensa es la absorción que se necesita para que al fin podamos ver. La velocidad intensísima y la terrible inmersión sin las que nada podríamos ver. Y aunque la carne se descomponga y se abrase y desaparezca, el espíritu no se agota nunca –se agota solo en el golpe final contra esa pared tras la cual no hay nada, no hay nada–. Decaerá la carne (“mis heridas son mis novelas, mis ojeras son mis libros”), pero no el espíritu. Permanece.

Permanece porque se ha encerrado en la bitácora. Porque no se ha caído por la borda. Porque se ha escondido en la bodega. Las cartas náuticas solo se dejan leer en el cuarto de derrota contiguo al puente de mando. Ahí se mide. Ahí se traza el rumbo y el curso del barco. Ahí se calcula la posición. Se reconocen los cantiles sumergidos en lo profundo del océano. Los barrancos, los montes, los picos marinos se sitúan en la carta náutica. Y lo que debe reinar en el puente de mando es la oscuridad hermética (cortinas, persianas, noche cerrada, noche absoluta). Lo que de verdad importa se cuece no en la cocina del barco, sino en el cuarto de derrota (“en Compostela estamos moitos xa por sempre derrotados”). La aguja náutica, el GPS, el cronómetro, el teléfono y la radio están allí. Porque un barco tiene siempre un doble fondo, guarda en su seno una habitación subterránea. Y porque en el barco dormido en el que navegamos sin saberlo los aparejos no son nunca suficientes para soportar la violencia de los vientos que tanto nos azotan. Amenazan con inclinarnos y escorarnos hasta sumergirnos del todo (la regala se hunde bajo el agua). “A bordo del Orlamar, 48º 10’N 0007º 38’W. Nos aproximábamos a las Islas Británicas. Surcábamos las aguas grises, peligrosas y agitadas de Gran Sol. Irlanda”.

El equilibro del barco se compone ahí, en el cuarto de derrota. Los vientos siempre están ahí. Los vientos que nos escoran no dejarán nunca de azotarnos y de zarandearnos. Pero la arribada abre y detiene los vientos. Se busca la arribada y se frustra la escora. Uno debe plegar todas sus velas. Debe rasgarlas si es necesario con un cuchillo, con un corte limpio, con una puñalada. Y esta llega obviamente desde proa.

Desde proa llega la orden, el mandato: “Degollad con un puñal el aparejo, sacrificad la arboladura, salvad aunque sea un trozo del mástil destruido en la tormenta” (un trozo del palo mayor… no estaría mal).

Pero tenemos que asumirlo. En esa maniobra arriesgadísima lo podemos perder todo. Nos arriesgamos siempre a perder para siempre la cadena y el ancla. Es bueno perder la cadena, no es bueno perder el ancla. Los vientos no se dejan calcular. Las rosas no son suficientes. No se puede. A veces se puede.

Vendemos fácilmente y a bajísimo precio lo más valioso que tenemos. Se lo damos gratis al primero que pasa. Decimos sí cuando debemos decir no. Salimos cuando debemos encerrarnos –en el cuarto de derrota–. Pero reconocerlo es también vencerlo. La ballena solitaria, la ballena independiente, la ballena incomprendida, emite sola su canto de amor sin respuesta en las más largas y penosas travesías migratorias, y llora y llora y llora a sus muertos y emite su bellísimo sonido de silencio a 52 Hertzios. Es un problema, es una solución. Nadie puede oírla. Quizá alguien pueda oírla.

Aida Míguez

Aida Míguez Barciela es profesora de Filosofía Antigua en la Universidad de Zaragoza. Es autora de los libros 'La visión de la Odisea' (La Oficina, 2014),' Mortal y fúnebre. Leer la Ilíada' (Dioptrías, 2016), 'Cuando los pájaros cantan en griego' (Punto de Vista Editores, 2017), 'Talar madera. Naturaleza y límite en el pensamiento griego antiguo' (La Oficina, 2017) y 'El llanto y la pólis' (La Oficina, 2019).

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