Sin chatarrerÃa verbal, con un lenguaje tan honesto como su intención de dar fe de lo que ocurrió en el PaÃs Vasco durante los años de terror de ETA, Fernando Aramburu afronta en Patria prácticamente todas las dimensiones y perspectivas posibles de esa tragedia colectiva y sostenida que tuvo en vilo a los españoles durante décadas. Lo hace sin aspavientos, sin digresiones morales o ideológicas, apuntando directamente al alma de las vÃctimas, e incluso de sus victimarios. Porque Aramburu tiene claro que la verdadera historia se escribe desde dentro, apartada de consignas y teorÃas y grandes nombres, y que la literatura, la ficción, permiten una inmersión en el alma del ser humano que otros géneros más serios y presuntamente más veraces no logran. De este modo, tomando como punto de partida a los miembros de dos familias que habitan en un pequeño pueblo vasco en el que todos se conocen, logra adentrarse en el sufrimiento de esas vÃctimas inocentes que fueron perseguidas hasta más allá de la muerte, y al mismo tiempo hacer visible la inmoralidad de parte de la iglesia, el indigno silencio de casi todo un pueblo, el origen del odio, la estupidez ideológica de unos jóvenes arrastrados al asesinato por absurdas consignas, la sistemática tergiversación de la realidad, sustituida por un lavado de cerebro que incluÃa la justificación de la delación, el crimen o la conversión en héroes de los asesinos. Y todo ello en nombre de una utopÃa fundamentada en una vulneración de la historia y en una delirante y terrorÃfica puesta en escena que excluÃa los principios fundamentales de los valores humanos, de la convivencia cÃvica, del respeto a ideas contrarias y de la propia vida humana.
Cuando las ideologÃas desmontan lo único que parece intocable en nuestras sociedades, que es la vida, todo lo demás está permitido. Pero lo increÃble es que algunos sectores de la Iglesia vasca fueran desde el principio los principales motores del odio, que muchos intelectuales negaran la mayor y acabaran ignominiosamente justificando el asesinato con la excusa de la lucha polÃtica, que muchos de los gobernantes vascos estuvieran más interesados en actuar como mafiosos y justificar el sufrimiento que en ejercer sus funciones –responsabilidad, mesura, defensa de los derechos humanos-, silenciando las voces que se atrevÃan a defender a las vÃctimas y el estado de derecho; que la vida de un hombre no tuviera valor si llevaba un uniforme o fuera empresario; que se llegara a percibir como algo normal y lógico el racismo; que la lengua vasca acabara convirtiéndose en la frontera divisoria entre los que tenÃan derecho a matar y los que podÃan morir. Y, por último, que ni siquiera después de asesinadas, alcanzaran las vÃctimas y sus familias el reposo: ni un respiro siquiera, pues eran denigradas, ellos y sus familiares, hasta más allá de lo imaginable, cubiertas por el lodo del silencio acusador, expulsados de su tierra  y vejados sin descanso.
La amargura de tantos seres inocentes ya habÃa sido señalada y ampliamente desplegada hace unos cuantos años en su libro de relatos, imprescindible también, Los peces de la amargura, por este hombre valiente, este escritor de formidable hechura humana y literaria, que ha puesto a disposición de la verdad su talento y su, no sé si atreverme a decir, heroicidad, para que el que quiera saber, sepa. Lúcido, sensato, profundamente compasivo, con una empatÃa a prueba de desalmados terroristas, evitando la exageración, la demagogia, la ideologización, ha sido capaz de dibujar en su novela a hombres de carne y hueso, para que veamos lo que nunca nadie se habÃa atrevido a mostrarnos: el alma de dos familias, dos hombres, dos mujeres y sus cinco hijos, unidas por una prolongada amistad que se rompe el dÃa en que a uno de ellos, empresario, se le exige el pago del impuesto revolucionario, el dÃa en que uno de los hijos del  amigo Ãntimo entra a formar parte de la inmunda organización. La ruptura de la amistad acaba convirtiéndose en sÃmbolo de la ruptura en dos de un pueblo: unos, vÃctimas absolutamente inocentes; los otros, sus asesinos y sus cómplices. La tesis de la novela radica en que el descanso de las vÃctimas solo se puede alcanzar con la petición de perdón por parte de los asesinos, el reconocimiento del mal. Y se produce, porque Aramburu es compasivo con todos sus personajes: al hilo de los hechos que llevan a ETA a dejar las armas y disolverse, el terrorista acaba al fin pidiendo perdón por el asesinato de ese hombre bueno que formó parte de su infancia.
Los personajes constituyen otro de los grandes logros de Aramburu: son tan reales, son tan verdaderos que después de convivir con ellos a lo largo de sus muchas páginas llegan a adquirir una entidad lo suficientemente poderosa como para que el lector los vea, los sienta, los haga visibles con toda su interioridad a cuestas. Quizá se deba a esa labor de adentramiento en su psicologÃa, en esas zonas oscuras del hombre que suelen acompañar a los múltiples traumas y heridas invisibles que padecen las vÃctimas –Bittori, la mujer del hombre asesinado, dice:
«Me han hecho tanto daño que no me pueden cerrar ninguna herida. Todo mi cuerpo es una herida. […] y si al final me quedara una cicatriz, serÃa como la de quien se quemó por completo. Yo entera serÃa una cicatriz-«.
Y a la inquietante frialdad que asoma entre las fauces de los asesinos y sus cómplices en el ejercicio de la crueldad contra las vÃctimas –Miren, la amiga de Bittori y madre del etarra: «Se acabó el Txato. Es lo que tiene la guerra, que deja muertos—«.
Sobre el sentido de su novela, habla un escritor –que puede entenderse como un alter ego de Aramburu- desde las propias páginas de Patria:
«EscribÃ, pues, en contra del sufrimiento inferido por unos hombres a otros, procurando mostrar en qué consiste dicho sufrimiento y, por descontado, quién lo genera y qué consecuencias fÃsicas y psÃquicas acarrea a las vÃctimas supervivientes […] Asimismo, escribà en contra del crimen perpetrado con excusa polÃtica, en nombre de una patria donde un puñado de gente armada, con el vergonzoso apoyo de un sector de la sociedad, decide quién pertenece a dicha patria y quién debe abandonarla o desaparecer. Escribà sin odio contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido tramado por quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias […] Quise responder a preguntas concretas. ¿Cómo se vive Ãntimamente la desgracia de haber perdido a un padre, a un esposo, a un hermano en un atentado? ¿Cómo afrontan la vida, tras un crimen de ETA, la viuda, el hermano, el mutilado?»
No puedo acabar la reseña de este libro que recomiendo especialmente sin hablar de su escritura. Aramburu monta con maestrÃa su novela, estructurando en breves episodios la vida de sus personajes, antes, durante y después de la tragedia, en un ejercicio de habilidosos saltos temporales que nos sitúan como lectores en planos de realidad simultáneos, más allá de su linealidad, ofreciendo una visión panorámica y total que resulta estremecedora.
Cynthia Ozick, cuyo sobrecogedor cuento, El chal, acabo de leer, decÃa en uno de sus textos sobre el sentido de la vida:
«Nuestra tarea consiste en crear civilización… Es decir, que hemos de seguir luchando para no convertirnos en sanguijuelas ni en sus vÃctimas, aunque se trate de una batalla perdida de antemano».
Esto es lo que creo que ha pretendido hacer Fernando Aramburu con esta novela: hacer rodar un grano de arena que crecerá y crecerá hasta que se convierta en esa piedra que azote la desmemoria, contra el olvido, contra la tergiversación de la historia, contra la indiferencia, contra el odio, contra los falsos y fáciles señuelos que proporcionan algunas utopÃas: para que no se vuelvan a repetir hechos semejantes, Aramburu muestra bajo el irónico tÃtulo de Patria  la verdadera dimensión Ãntima del terror de ETA.