Francamente, Frank

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 Richard Ford | Foto: Rodrigo Fernández | WikiMedia Commons
Richard Ford | Foto: Rodrigo Fernández | WikiMedia Commons

«[Soy, dice Frank Bascombe de sí mismo] una persona que no miente (o rara vez), que no presupone nada del pasado, que siempre emprende el camino más fácil y optimista (cuando lo hay), que no prevé el futuro, que estiliza sus palabras (sin adornos), y en todos los casos se com porta como es debido.»

En pleno boom inmobiliario, usted adquiere una casa, la casa de sus sueños, que no puede permitirse pero que puede pagar gracias a la generosidad de una entidad bancaria, por un precio varias veces superior a su valor real. Al poco tiempo, una catástrofe natural la destruye, llevándose con ella algunas víctimas y un modo de vida muy ligado al complejo  residencial; un ex-vecino de la zona afectada, un agente inmobiliario jubilado, consigue conservar la suya intacta porque no estaba en la zona de riesgo. Las nuevas relaciones que se establecen entre los vecinos, los conocidos y los supervivientes han quedado marcadas por esa catástrofe; la muerte accidental, esa muerte que sólo sufren los demás,  ha dominado la escena con una visita sorpresa, pero mientras los afectados luchan por reordenar sus vidas, la vieja de la guadaña, la muerte de siempre, planea sus próximos asaltos.

«Visibles muestras de amabilidad, conmiseración, camaradería, pena compartida y empatía: débiles aliadas en la lucha contra las grandes pérdidas.»

Cuando los lectores creíamos que Frank Bascombe se había despedido con todos los honores de nosotros tras Acción de Gracias (The Lay of the Land, 2006), tercer y último volumen de la trilogía que le dedicó Richard Ford, tras El periodista deportivo (The Sportswriter, 1986) y El Día de la Independencia (Independence Day, 1995), regresa, con sesenta y ocho años, más irónico, socarrón, cínico e inteligente, pero también más descreído e irreverente, para relatarnos cuatro episodios que suceden en la costa de Ocean County, Nueva Jersey, en plena evaluación de daños y comienzos de la reconstrucción, en los días anteriores a las Navidades de 2012, después del paso destructor del huracán Sandy, en Francamente, Frank (Let Me Be Frank with You, 2014). Mientras la vida de Frank va deslizándose, lenta pero ineluctablemente, hacia lo que se adivina como un plácido final, su día a día se ha visto sacudido por la imprevisible Naturaleza y los más que previsibles achaques de una existencia en franco declive; entre ellos, la aspiración a seguir sintiéndose importante cuando no se puede aducir ya ni un atisbo de relevancia:

«Puede que sea cosa de la edad, que cada vez explica más cosas sobre mí, como una clave maestra de descodificación.»

La edad conlleva una disminución progresiva de la capacidad de adaptación a los cambios, un enfisema de la conciencia, incapaz de facilitar el suficiente oxígeno a la esperanza:

 «El mundo se va encogiendo y concentrando a medida que pasamos más tiempo en él.»

Hubo un tiempo es la coletilla síntoma de prevalencia del pasado sobre el presente y de la irrelevancia del futuro, que ni siquiera se toma en consideración:

«Estoy jubilado. Sólo espero la muerte o la vuelta de mi mujer de Mantolocking: lo que venga primero.»

Toda reconstrucción conlleva la limitación relativa a aquello que no podrá recuperarse en el proceso: tal vez la aspiración sea dejarlo todo como antes de la destrucción, incluso salir ganando porque lo que era viejo será ahora novísimo; sin embargo, se habrá perdido el espíritu de las cosas y no se recuperarán jamás aquellas que, a pesar de haberse convertido en inútiles, se llevaron con ellas jirones de vida que jamás se podrán recobrar.

«En mi nariz -experta en esas cosas en otro tiempo- nada huele a ruina de forma tan fragante como los primeros intentos de rescate».

Con un Bascombe a finales de la sesentena, es razonable que la muerte aparezca como un personaje más. Una muerte que no debe significar necesariamente el fallecimiento propio; la dama de negro puede venir sin intención de quedarse, pero su presencia es ineluctable. Aunque sea en un relato sobrecogedor sobre la muerte «de los otros», su visita sirve de recordatorio de que un día vendrá a por nosotros.

Anagrama
Anagrama

Aquí estoy yo es el relato que abre el volumen. Frank se cita con el comprador de su casa en la playa, desaparecida tras el paso de Sandy. La desolación aparece a cada paso: los edificios destruidos y la gente que ha perdido su hogar. Y Bascombe mirándolo con cierta despreocupación: materialmente, no se ha visto afectado en lo más mínimo, pero el huracán se ha llevado su pasado, sus vivencias en la zona destruida, como si borrase su recuerdo o, peor todavía, como si todo ese recuerdo hubiera sido falseado porque todo aquello que podía confirmar su realidad ya no existe:

«En realidad, tengo la sensación de haber obrado con inteligencia por haberme marchado cuando valía la pena marcharse. Aunque el hecho de vender una casa en donde has sido feliz indica que no eres inteligente. En tales movidas se siente el moretón del fracaso.»

Naturalmente, ese «ya no vivo aquí», más que una salvaguarda en forma pretérita del desastre, adquiere el sentido de la pérdida irrecuperable de un marco de referencia que forma parte de su identidad y que es irreemplazable:

«En general, cabe afirmar que cuando uno se hace viejo adquiere una relación más complicada con la realidad cotidiana, lo que parece en desacuerdo con lo que debería ser.»

Y cuya destrucción bloquea la llegada de un futuro predecible -deseable, por tanto- para sustituirlo por la más absoluta imprevisibilidad. Por supuesto, los efectos de esta sustitución son diametralmente opuestos en el caso de los jóvenes y en el caso de los viejos: mientras los primeros disponen de la suficiente, en principio, provisión de tiempo para adaptarse; los ancianos deben limitarse a verlas venir y rogar porque el inventario de daños sea lo más reducido posible: «La Historia no es más que la Guerra y paz de los demás.»

Dos formas de destrucción se hacen evidentes, contrarias en su forma de aparición pero aliadas en sus efectos; una rápida, súbita e imprevisible, la del fenómeno natural, general; otra lenta, progresiva, mensurable, particular, la vejez, la degeneración inevitable, el deterioro físico como síntoma anunciador.

Todo podría ser peor es el segundo relato del volumen. Frank recibe la visita de una antigua habitante de su casa, de raza negra. Es el pasado de los otros el que se funde con el presente de Frank, otra vez los jirones de vida que alguien se dejó en su habitáculo, y cuya recuperación depende de personarse en ese lugar -regreso que no pueden efectuar cuando el huracán lo ha destruido-. La visita tiene un motivo sorprendente: esa mujer ha perdido su vivienda durante el huracán, y la única referencia que sigue en pie es la casa de Frank; por esa razón la visita y rememora cuanto sucedió en ella. Los objetos, un mismo objeto, tienen alcances distintos para aquellos que se han relacionado con él, significados no intercambiables.

«La plena revelación es el mito de las clases inquietas. Los que ignoran la historia no están más condenados a repetirla que los enterados, pero es más probable que se sientan más a gusto sobre muchas cosas.»

John Banville ha calificado a Bascombe como el típico Everyman, ese hombre común que, en el caso de los ciudadanos norteamericanos, conlleva una serie de clichés que más allá de los tópicos generalistas incluye, por acercamiento y no tanto por precisión, una serie de trazos entre los que se encuentra un racismo de baja intensidad que no se manifiesta públicamente ni con actitudes abiertamente hostiles sino mediante la condescendencia con que se trata al inferior, una simpatía impostada específica, incluso una actitud y unas opiniones artificialmente favorables que intentan negar cualquier muestra de prejuicio, pero que son un prejuicio en sí mismas. ¿Es Bascombe racista? No, claro, él mismo aduciría que «no es culpa suya ser blanco»; sin embargo, a la hora de pensar en cómo resolverá su visitante de raza negra los problemas que le ha provocado el huracán, el prejuicio subyacente no deja de asomar:

«Resumiendo, ¿del mismo modo en que los habitantes blancos de los barrios residenciales resuelven sus problemas?»

La nueva normalidad es el concepto sobre el que reflexiona Frank, en el tercer relato, durante la visita a su primera mujer, Ann, de la que se divorció hace más de treinta años, después de la muerte de un hijo común, afectada por la enfermedad de Parkinson e internada en una residencia de lujo, mientras hace un recuento mental de las consecuencias del boom inmobiliario. La normalidad es un concepto tan inestable como inasible; estar internado en una residencia de lujo a la espera de que el Parkinson te dé el mazazo definitivo no es normal.

El recuerdo de la vida de su ex-mujer «… la memoria, a menos que tengas Alzheimer, nunca te deja levantarte de la lona» desde el divorcio expone a la vista otras de las «debilidades» de Frank -¿tal vez otra de las características del Everyman?-, como una indisimulada misoginia, amable pero prejuiciosa, como cuando se pregunta sobre la supuesta transexualidad de una guarda de seguridad de aspecto andrógino, especula sobre el lesbianismo de las mujeres viejas o sobre los alardes de potencia sexual de los ancianos; un cierto clasismo fundamentado en la concepción calvinista del éxito económico, que se manifiesta en la infravaloración de la inteligencia cuando se enfrenta a la astucia, como si las dotes naturales carecieran de mérito cuando se las compara con el éxito profesional; la reincidencia en la aceptación tácita de algunos lugares comunes de tinte racista con respecto a los negros y a los judíos. Aunque algunas de estas debilidades no conlleven necesariamente la condena social -ni la del lector, por supuesto-, como la irreverencia con que habla de la «filosofía» new age, el feng shui, el imbécil clasismo de la residencia, o su reflexión sobre el suicidio:

«La mayoría de la gente que intenta matarse falla, pero luego parece muy satisfecha de haberlo intentado. Supongo que estar muerto no es la prioridad de nadie.»

Muertes de otros es el relato que cierra el volumen, en el que la muerte para de personaje secundario a protagonista; la muerte de los demás, por supuesto, porque la propia no existe: esta es la forma que toma esa concepción errónea de la empatía y que favorece que podamos ser extraordinariamente compasivos con los fallecidos.

«En realidad, como muchas de las cosas que de pronto dejamos de notar en nosotros mismos, una vez que ya llevamos recorrido tanto trecho somos como somos porque así lo hemos querido.»

Un antiguo conocido de Frank se pone en contacto con él: enfermo de gravedad y desahuciado por la medicina, desea mantener una última conversación. Frank accede, a regañadientes, como quien acude a una cita en los infiernos, y reflexiona sobre la amistad, tanto en su aspecto cualitativo -reconoce, y se alegra de no haber sido nunca «muy» amigo»- como cuantitativo -no es partidario de tener muchos amigos-, y sobre la valoración de este sentimiento. En el caso extremo de las víctimas de un desastre natural, la empatía actúa desde el hecho de que los que se libraron de la catástrofe lo hicieron por azar y por los pelos, y la forma de compensar este hecho -en el caso de la sociedad norteamericana de derechas, una manifestación de la justicia divina- sólo puede manifestarse mediante la compasión hacia los que «no tuvieron tanta suerte».

«Porque no hay una forma adecuada de planificar la vida ni tampoco de vivirla: sólo un montón de formas inadecuadas.»

Parece que las nuevas formas que ha tomado la conectividad, más extendida pero menos intensa, es una ayuda para poder «soltar amarras» con más facilidad. La edad, en este sentido, puede ser un inestimable auxiliador; a menudo no hace falta efectuar personalmente esa poda en el árbol de las relaciones, la muerte se encarga de ello aclarando el sembrado, de modo que cada día nos quedan menos amigos a la vez que comprobamos con satisfacción nuestra supervivencia. Si la muerte funciona según cuotas, cada amigo que muere significa un día más de vida para nosotros.

También el mundo conocido, ese al que acabamos acostumbrándonos por saturación, está muriendo; los síntomas de degeneración son evidentes. Sin embargo, el verdadero consuelo -¿consuelo?- es no asistir a esa defunción, largarnos nosotros antes. En definitiva, a los vivos la muerte no les sienta nada bien; a los moribundos, es la vida lo que les sienta fatal.

Junto con la tranquilidad de que sean otros quienes se nos adelanten en este definitivo viaje, existe la dificultad de tratar con la muerte ajena; el moribundo es un retrato de nosotros mismos que con una mínima anticipación acude desde nuestro futuro para servirnos de advertencia.

«Â¿Por qué somos tan capullos? ¿Por qué no podría lo malo revelarse simplemente, sin que tenga uno que mojarse los pies? Los errores son errores mucho antes de que los cometamos.»

La muerte, incluso, puede llegar a convertirse en una traición para los vivos, una confirmación de la condena a seguir viviendo; pero, a veces, esa traición puede haberse adelantado. Si es así, ¿dónde queda la traición cuando el traidor muere? ¿Se la lleva con él, o nos condena a vivir para siempre con ella?

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Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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