«Mi fe en la consistencia del tiempo va debilitándose progresivamente. Empiezo a creer que el tiempo cronológico es una ilusión y que hay otro principio que organiza la  existencia. Mis recuerdos centellean como instantáneas de pelÃculas inconexas. De pronto me pregunto si estoy vivo. Sé que no estoy muerto, pero ¿estoy vivo? Examino mis recuerdos en busca de certidumbre, a la caza de signos de vida. Veo a alguien moviéndose. ¿Soy yo? Se me hincha el pecho.»
Todo el mundo tiene recuerdos, y todos los evocamos por razones que, a menudo, no somos capaces de precisar. De entre todos esos motivos se hallan dos, menos opuestos de lo que parece: conceder estatuto de validez a la autoexigencia de redención -es decir, la confesión voluntaria de los pecados cometidos en el pasado y con respecto a los cuales no se pagó ninguna penitencia-; y por pura venganza, o lo que es lo mismo, para ajustar unas cuentas que quedaron pendientes en su dÃa.
«Los niños se hallan en la curiosa tesitura de estar obligados a hacer lo que se les pide, tanto si quieren como si no. Un niño sabe que tiene que hacer lo que se le ordena. Importa poco si la orden es justa o injusta, porque el niño carece de confianza en su capacidad para apreciar la diferencia. La justicia no es la misma cosa para los niños que para los adultos. Para un niño todas las órdenes son moralmente neutras.»
Ambas razones, en manos de escritores contrastados, pueden ser literaturalizadas y dar lugar a textos excelentes, pero todo parece indicar que los escritos bajo la segunda motivación conllevan un añadido de calidad, aunque no demostrable, sà evidenciada por los ejemplos. En este segundo grupo es donde deberÃa emplazarse Stop-Time (Stop-Time, 1967), las memorias de infancia y juventud del escritor neoyorquino Frank Conroy.
«Buscar la compasión en lo autobiográfico no es recomendable. Lo que hay que encontrar es la complicidad. Voy a confesar lo que creo que motivó la redacción de Stop-Time. No fue un «Oh, qué infancia tan dura la mÃa», sino un «Eh, jódanse todos». No lo vi entonces, pero sà lo vi con el paso de los años. EscribàStop-Time para vengarme, para tomar revancha.» Fragmento de la introducción de Rodrigo Fresán.
Unas memorias, pues, de acuerdo con Conroy, no pueden ser complacientes, ni difusas, ni ambivalentes sino concretas, honradas y, literariamente, expresadas sin ambages, mediante la destrucción de las máscaras con que el presente suele disfrazar al pasado; un relato de los hechos expresados no como sugiere el recuerdo sino tal y como sucedieron, retrocediendo y limpiándolos de todos los aditamentos -que suelen ser embellecedores- con que el tiempo los ha ido impregnando. No importa tanto la realidad como la verdad.
«Un adulto reconoce los problemas intrascendentes y procura superarlos atendiendo a sus preocupaciones más importantes o a sus objetivos en la vida: pasa de largo, como si dijéramos. Pero un niño no tiene más opción que tomarse al pie de la letra las experiencias inmediatas de la vida. No puede pasar de largo porque sencillamente está allà donde le ha tocado estar. Los niños sufren por un libro que no han devuelto a la biblioteca o por un contador del gas que se rompe por casualidad tanto como un adulto por el riesgo de ir a la cárcel.»
Por supuesto, existen reglas que deben respetarse en ese proceso de memoria; una de ellas, tal vez la más relevante para que el procedimiento no quede viciado y cumpla con su función es la prohibición absoluta de recrear el pasado, de interpretarlo en función de lo aprendido con posterioridad -es decir, de lo vivido-, y de convertir el recuerdo en una ficción más digerible o más adaptada al presente.
«La tristeza me embargaba; una tristeza que yo no podÃa cuestionar; una tristeza tan profunda que para mà no podÃa surgir de la vida ni tener ningún origen que pudiera comprender, sino que se me habÃa infiltrado desde el mismo aire, desde el universo, en el que yo no era más que una mota; una tristeza que no era una emoción, sino la conciencia de un vasto vacÃo. Con la cabeza entre las manos me miré los pies, sabiendo que en cualquier momento mi cuerpo empezarÃa a volatilizarse, desapareciendo progresivamente hasta hacerse invisible, como Robert Donat en El fantasma va al Oeste.»
Uno de los efectos más perversos de esa revisita tiene que ver con las dimensiones. La impresión infantil del tamaño de los objetos o de los lugares desde el punto de vista de la medida del observador se redimensiona de acuerdo con su nueva magnitud de adulto; es cierto que la perspectiva se va adecuando a la realidad, pero esa visión contemporánea no puede sustituir a la impresión inicial, que es la verdadera. La misma norma debe aplicarse en relación con los hechos, ya que su importancia o irrelevancia son en función del tiempo en el que sucedieron -dimensión inicial; no convertir hechos extraordinarios en anécdotas intrascendentes-, no en su significado tras la reelaboración por medio de la edad o la experiencia. ¿De qué sirve calificar, desde la edad adulta, de irracionales hechos vividos en la niñez? ¿Acaso pueden desactivarse sus efectos años después? ¿Qué derecho tenemos para transformar las pesadillas en cuentos infantiles? ¿Cuál serÃa, si la tuviera, la utilidad de esa alteración?
«Volvà a casa. Tras un arrebato de pánico, mi mente se desconectó. Pensar era muy peligroso. Si no pensaba, podÃa alcanzar una especie de invisibilidad interior. SabÃa que el temor atraÃa al mal y que el ruido descontrolado de mi propia mente acabarÃa entregándome a las fuerzas que me amenazaban, del mismo modo que el chapoteo de un pez en aguas poco profundas atrae a las gaviotas. Intentaba mantenerme quieto, pero cada dos por tres el temor volvÃa a colarse en la conciencia y mi mente se ponÃa en movimiento, recolocándose como un hombre que intentase dormir en una posición muy incómoda. En esos momentos era cuando me sentÃa más vulnerable: abrÃa por completo los ojos y aguzaba los oÃdos para captar el sonido del peligro que se acercaba.»
Ajeno todavÃa al lenguaje de las metáforas, la experiencia del mundo, ese entorno exterior a uno mismo cuya percepción significa el primer trauma para la mente infantil, se adquiere por mimetismo, por conocimiento espontáneo, involuntario, azaroso, y la relación del sujeto con ese entorno se rige por una incomprensible pero asumida correspondencia de causa a efecto. Una de las consecuencias del paso a la adolescencia, aparte de la percepción del mundo como sujeto y no solo como objeto, es el peso progresivo que va adquiriendo la experiencia para modelar nuestra relación con aquel; es decir, el descubrimiento de que nuestros actos modifican nuestro entorno y que la futura relación con él será función, también, de nuestros hechos del pasado. La imposibilidad de manejarlo a nuestro arbitrio será la mecha que haga explotar el sentimiento más ligado a la adolescencia: la rebeldÃa.
«Sonó el timbre. Al instante se oyó la algarabÃa de miles de alumnos en el pasillo. Escuché distraÃdo, disfrutando del privilegio de haberme podido escapar de la rutina. ¿Cómo explicar el placer que entrañaba oÃr la máquina funcionando a toda pastilla y librarse de ella? Me habÃa saltado la clase y habÃa subido las escaleras hasta llegar al rellano vacÃo que habÃa encima de la última planta. Me habÃa sentado con la espalda apoyada contra la puerta que llevaba a la azotea, escuchando los timbrazos, los gritos de los chicos en las escaleras de abajo y los vastos silencios cuando el centro de vaciaba. Un estado de ánimo olÃmpico.»
La adolescencia conlleva también el descubrimiento del significado de dos circunstancias reservadas a los adultos: el futuro, y su inseparable consecuencia, la muerte.
«En la calle, llegado a no sé dónde, me arrebató el deseo. QuerÃa vivir. QuerÃa ver cosas bellas. O morirme. QuerÃa algo que fuera definitivo, algo que fuera nÃtido, tan visible y tangible como morir o como salvar la vida de alguien o como ser besado por Jean Simmons. Por mis ojos empezaron a rodar lágrimas de rabia. Empezó a suceder algo muy raro. Primero lo sintió mi cuerpo: una repentina calidez, una sensación de que algo se estaba congregando, el sentimiento de estar poseÃdo por poderes sobrenaturales, como si yo pudiera hacer que los coches aparcados se elevasen en el aire por el simple capricho de que eso sucediera. Y de repente una fuerza extraordinaria me arrastró: tenÃa una potencia inmensa que podÃa sacudir la tierra y que se ponÃa en funcionamiento como la inesperada segunda fase de ignición de un cohete que ya está en el aire.»
Esa disonancia entre la propia vida y la existencia de lo desconocido, el hambre de experimentación y las posibilidades que abre la visión adulta del mundo convierten esa rebelión en razón de la supervivencia, y la materialización, cuando se rechaza el sometimiento, es la huida del mundo conocido, el ineluctable peregrinaje hacia el santuario de la edad adulta.
«»He ganado. Lo he conseguido. Voy a empezar una nueva vida.» Y era cierto. Haverford College iba a darme la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva, y eso era lo único que yo habÃa deseado. Ser aceptado por una buena universidad significaba que podÃa destruir mi pasado. TenÃa la impresión de haber recibido la orden de destruir mi pasado, un pasado que yo no entendÃa, un pasado que temÃa, y un pasado con el que habÃa imaginado que deberÃa cargar durante toda mi vida.»
Conroy habla de la infancia con la espontaneidad de un chiquillo, pero también con la fiabilidad de un adulto. El resultado son unas Memorias inolvidables.
«No podÃa resistirme a la claridad del mundo que se percibÃa en los libros, esa forma increÃblemente grata a través de la cual la vida se volvÃa densa y accesible. Los libros eran la realidad. Y yo no me habÃa decidido aún sobre mi vida real, esa cosa confusa y soñolienta, amorfa y casi imperceptible, sin principio ni fin».