Gustavo Faverón | Foto: Candaya Ediciones

Vivir abajo

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Gustavo Faverón | Foto: Candaya Ediciones

1992: un innominado narrador registra en una «libreta» su periplo tras los pasos de un americano, cuya identidad real no consigue concretar, en su errático deambular a través de la ciudad de Lima. 2015: los apuntes en un «diario» reflejan otra búsqueda de una pareja, George Bennet y Ariadna, con la sospecha de que debe existir una relación entre las personas que aparecen en ambos documentos. Dos mundos, o tal vez más de dos, que se solapan, que se superponen, forjados en unos pasados ocultos que los mantienen en comunicación pero cuya imbricación hace prácticamente imposible que el sujeto pueda determinar con exactitud su ubicación; ni, tampoco, cuál de ellos se ajusta a lo real —en el caso de que la existencia de ambos implique que uno es real y el otro imaginario pues, según la lógica convencional, no pueden existir de modo simultáneo— y cuál posee una existencia alternativa.

Después de la sangrienta década de 1980, Sendero Luminoso se encuentra dando las últimas bocanadas de su estrategia terrorista, pero en julio de 1992 se produjo un atentado por la explosión de dos camiones llenos de explosivos dando lugar a una cruenta semana de huelga que sitió Lima; meses antes del atentado, Alberto Fujimori llevó a cabo, con el apoyo de las fuerzas armadas, un autogolpe mediante el cual asumió la totalidad de los poderes del Estado; poco después, Abimael Guzmán, el líder del grupo terrorista, fue capturado y encarcelado.

George Bennett, el personaje central de Vivir abajo, de Gustavo Faverón, cuya personalidad y circunstancias se desvelan a medida que avanza la trama, es un hombre cuyo ignoto pasado ha marcado de forma definitiva pero cuyos pormenores permanecen agazapados tras una enigmática historia familiar. Empeñado en buscar su lugar en un mundo que siente como ajeno, George registra mediante viejas cámaras de cine los instantes de su presente que considera relevantes para su objetivo. Unos documentales que desvelan la primera de las contradicciones con que deberá enfrentarse en su búsqueda del pasado: películas —un marco ficticio de reproducción— sobre el mundo real, una forma de plegar la realidad sobre sí misma mediante el intento de duplicación, de copia, con un doble propósito: el almacenamiento del presente y su imbricación en la vida de los espectadores, haciéndoles partícipes de una realidad no experimentada pero sí observada, y la posibilidad de reproducción infinita.

Pero la «libreta» registra una primera acción cuya motivación permanece oculta: en septiembre de 1992 George asesina a Rainer, el padre de Ariadna, la chica que corteja, en venganza de una tal Laura Trujillo —ambas mujeres tendrán papeles relevantes en la historia de George, pero su naturaleza se irá descubriendo a lo largo de la novela, de forma fragmentaria, tal vez la misma con la que George accede a la historia de su propio pasado familiar—, tras lo cual desaparece, aunque dejando el testimonio de la tortura y la muerte en una película, ahora, en 2015, en manos del narrador.

«El sol se derramaba entre las nubes como a través de vitrales o ventanas entreabiertas y en la bajamar había islotes o bancos de barro y más cerca el esqueleto de un bote viejo que también podía ser un bote en construcción. Es sorprendente, aunque quizá no mucho, que las cosas que están dejando de existir se parezcan tanto a las cosas que están a punto de existir».

Tras un cambio de escenario —solo en la conclusión de la novela entenderemos su carácter fragmentario—, una joven, afectada por extraños lapsus linguae, registra, en lo que parece una narración presencial ante un interlocutor cuya identidad permanece oculta al lector, una serie de envíos conteniendo novelas —nueve en una primera secuencia y hasta treinta y cinco a lo largo de los años— que llegan inesperadamente al domicilio que comparte con su reciente pareja, un ornitólogo obsesivo excombatiente en Yugoslavia en la IIGM. La mujer, de origen latinoamericano, ejerce de profesora de español y tiene como alumno a un niño triste y retraído llamado George Bennett.

«Nunca descubrí por qué, desde esa primera vez, y durante los siguientes diez años, cada vez que vi a George mi primer impulso fue echarme a llorar. Quizás era algo que había adentro de mí y que su presencia (algo en su cara de víctima involuntaria o de víctima que no sabe que lo es; más bien eso: su cara de víctima ignorante) liberaba o multiplicaba o echaba a andar. Porque yo entonces no sabía que George era el niño más triste que iba a conocer en mi vida, aunque a veces tratara de ocultarlo. Esa tarde, por ejemplo, cuando terminó la clase y él salió por una puerta trasera y cruzó el campo de fútbol, el campo de fútbol me pareció el lugar más desolado de la tierra».

Candaya Ediciones

Es a través de su voz —Laura Trujillo, señora de Rainer Enzensberger, en la actualidad señora Richardson—, en un discurso que parece destinado a alguien ausente —un alegato que parece emitido en clave para, posteriormente, transformarse en un insulso recuento de sandeces irrelevantes— y que abarca los siete días de la semana, como, entre divagaciones alucinadas y una verborrea inconexa, relata sus intimidades con su marido, con quien mantiene una relación harto peculiar, más cerca del papel de madre que del de esposa, de los avatares de una singular familia del lugar, y de los progresos de la incipiente carrera cinematográfica de George, un muchacho que acentúa su singularidad a medida que se acerca a la edad adulta; un proceso que parece mantener algún tipo de relación, que no llega a formularse de forma explícita nunca, con los manuscritos de las novelas que siguen llegando, irregular pero ininterrumpidamente, a su casa, y que ella lee, incluso algunas malas de solemnidad, con irrazonable fruición; todo ello, junto con el irreversible proceso de la enfermedad que ha contraído su marido.

«Â¿Qué iba a ser de mí cuando Clay ya no estuviera? ¿Qué pasaría con George cuando su mundo se viniera abajo? ¿Qué pasó conmigo cuando mi mundo se vino abajo, la primera vez? Recordé una cara y el techo de una casa, o más bien el techo de un sótano, es decir, el piso de una casa visto desde abajo, y de inmediato volví a pensar en George, que trataba de espiar a su padre una vez por semana, mientras su padre tenía sexo en el sótano de su casa con un muchachito de la calle y me pregunté cuántas vidas se arruinaban en los sótanos de las casas de todo el planeta. ¿Tú nunca te preguntas eso (¿por qué seguimos construyendo sótanos?)? ¿Por qué no nos damos cuenta, o hacemos como que no nos damos cuenta, de que un sótano es una tumba y que sobre una tumba no debe jamás levantarse una casa? Yo sí me lo pregunto».

La confesión de Mrs. Richardson cierra —o más bien abre, pues ocurre en los años 70— el círculo generado con la tortura, el asesinato y el documental sobre Rainer, el verdugo de Laura Trujillo, la madre desconocida de Ariadna, el fruto de las violaciones del alemán, secuestrada justo después de nacer. Aunque esa aseveración, ese proceso secuencial perfectamente lógico, a pesar de basarse en unos hechos ciertos, queda suspendida porque otros hechos pueden sumarse a la sucesión y desbaratar su congruencia: el narrador da palos de ciego y el lector empieza a sospechar de sus aseveraciones…

La venganza, un sentimiento menospreciado, puede, en función de los hechos, llegar a ser justa; no es que pueda suplantar a la justicia —que es un término de alcance colectivo, mientras que aquella, si quiere ser justa, debe circunscribirse al ámbito personal—, sino que debe comenzar a actuar donde esta termina, al otro lado de su frontera. Es precisamente en busca de una justicia que no puede figurar en los códigos reales hacia donde parte George, a principios de la década de 1980, una vez se ha enterado de los diversos trabajos de su padre, bajo seudónimos confusos pero llenos de significado, en algunas dictaduras latinoamericanas favorecidas por la CIA, en un peregrinaje alucinado a través de Paraguay, Argentina y Chile, con el fin de rastrear las huellas —solo tiene que seguir el rastro de la sangre— que dejó aquel, y compaginar la venganza hacia sus cómplices con una suerte de venganza negativa consistente en resarcir, aunque sea moralmente, a sus víctimas.

«George piensa que en la vida de todos hay períodos cuando las cosas parecen suceder con extrema lentitud y otros en que todo ocurre con insólita rapidez. Pero en su caso, piensa, desde el día en que llegó a Paraguay, tiene la imprecisa sensación de que ambos fenómenos se producen a la vez, de la misma forma, piensa, en que el tiempo se desdobla cuando uno tiene un ataque de ansiedad: todo se atropella y se arremolina, todo ocurre de manera instantánea, daría la impresión de que no hay tiempo para detenerse a pensar en nada, todo es un vértigo, y sin embargo todo parece durar para siempre, todo parece interminable».

En esa estancia de George en Asunción se desvela al autor de las «novelas incesantes», pero, debido a una película que ha filmado en la que dos torturadores confiesan sus fechorías, es recluido en prisión —la que construyó su padre por encargo del régimen, consistente en un inmenso sótano escondido debajo de una humilde casucha— durante de ocho años (1981-1989), un período que transcurre en un estado onírico en el que es incapaz de discriminar los ensueños de la realidad, un estado que se prolonga más allá de su reclusión en forma de una profecía que le es anunciada por su antiguo compañero de habitación.

«La tercera cosa que recuerdo, Jaime Saenz —¿dónde está usted?, ¿dónde está Raymunda?— es que una noche usted vino a visitarme a la prisión. No sé si fue una alucinación o un sueño, yo soñaba todo el tiempo, o si fue, acaso, no sé cómo explicarlo, una visita real pero que ocurrió adentro de mi sueño o de mi alucinación, es decir, tal vez yo estaba soñando o delirando y de pronto usted vino a verme a la cárcel y me habló, y yo lo escuché desde adentro de mi sueño aunque usted me estaba hablando en la realidad (como cuan do uno sale de una operación o de un electroshock y el efecto de la anestesia o del electroshock no ha cesado y un médico o una enfermera o un ayudante del manicomio le habla a uno para ver si ya recuperó la conciencia)».

Suguiendo el rastro de Raymunda, una chica aficionada al cine a quien conoce en una velada, George se traslada a Argentina. En Buenos Aires, un guitarrista peruano cuyo pueblo fue masacrado por Sendero Luminoso le pone sobre su pista y de nuevo el periplo de George parece seguir el rastro de la sangre, de esa violencia que recorre los canales institucionales y marginales —una retroalimentación que asegura la supervivencia de ambos— y que desangró América Latina a finales del siglo pasado, una violencia que, a menudo, parece ser el pilar sobre el que se asientan las clases dirigentes, todas de origen criollo, en una trama que las mantiene comunicadas y en mutua dependencia.

«Hay una muchedumbre de hombres y mujeres apurados, perros huesudos, gatos que saltan de ventanas, automóviles que pasan zumbando por la pista entre semáforos rotos y un olor a madreselvas. George tiene la sensación de que la ciudad completa corre en frente de ellos dos, tan rápido que se torna invisible y se imprecisa y deja un rastro como de cabellera estelar ante sus ojos, y siente que, si trata de ponerse en pie, una mano inverosímil lo empujaría más allá de los bordes del planeta, pero que, si intentara correr a la velocidad de la ciudad, entonces Buenos Aires se detendría».

George y el guitarrista se trasladan a Chile, el tercer vértice del macabro triángulo de las dictaduras latinoamericanas, siguiendo el rastro de Raymunda, al tiempo que parecen recorrer el itinerario que les marca un tipo peculiar de memoria que funciona con anticipación, evocando aquello que no ha sucedido todavía y confiriendo el carácter de recuerdo al hecho en sí en el momento en que ocurre en realidad.

«Es que trato de no ver muchas cosas nuevas de golpe, porque después pasan los años y uno tiene la cabeza llena de imágenes que no sabe a qué corresponden, y cuando uno busca en su cabeza las caras y las cosas que de verdad quiere recordar, ya no las encuentra, están sepultadas debajo de las otras».

Pero si hay dos acompañantes que siguen impertérritos a George en su viaje, ya desde su casa, son la locura y la muerte; acaso más que compañeros sean en realidad los inductores de su búsqueda. Ambos han abandonado a su padre, recluido en un manicomio para purgar su culpa por las innumerables muertes que provocó y, en una extraña transferencia, se han apoderado de la voluntad de su hijo y ejercido su incuestionable dominio, extendiéndose como una epidemia a su alrededor, pues su padre también le transfirió la inmunización.

«Todos tenemos el deber de consumar una venganza».

La locura y la muerte —no la locura o la muerte— son a la vez los instrumentos que materializan y el resultado ineludible del motor, la venganza, que lleva a George a recorrer América Latina. La venganza contra la memoria de su padre, que debe ejecutar para librarse de la culpa vicaria heredada por vía genética; pero también la venganza, personal, de todos aquellos a quienes su padre, como encarnación de un sistema totalitario, vejó, torturó y mató, materializada a la vez en el viejo nazi a sueldo de las dictadiras y en el chileno al servicio del régimen de Stroessner como si, ante la imposibilidad de acabar con su padre, acabar con ellos satisfaciera su vendetta.

«La tortura produce sentido, genera historias, ficciones, la mitad de la historia de América Latina, la mitad de la historia de América, no existirían si no existiera la presión de hablar bajo castigo, la mitad de la historia del mundo. Los miles de torturadores del planeta, imagínenlo así, los miles o millones de torturados del planeta inventan miles o millones de historias que se entretejen, forman un haz de historias, un haz tupido de historias vinculadas, que no se refieren a nada real o se refieren a la realidad débilmente, pero que sí se refieren, en cambio, unas a otras, o a un mundo que es producto de ellas. Millones de historias que los interrogadores de todo el mundo deciden aceptar como reales, a pesar de que saben que son ellos quienes han forzado su existencia. Es como si debajo del relato real (la Historia) creciera ese otro relato complejo y soterrado, una historia paralela hecha de mentiras. Es una ficción extraordinaria y lo más extraordinario de ella es que ejerce su fuerza sobre la Historia real, tiene consecuencias de verdad. La ficción de los torturados es el relato más influyente del mundo, transforma el mundo día a día, en ella aparecen personajes, emergen personajes y hechos, que no preexisten al momento en que son enunciados, pero que luego cobran entidad, empiezan a existir, se declaran guerras a partir de historias que han sido forzadas falsamente desde los labios de testigos que nunca las han visto ni vivido. Gobiernos completos se construyen sobre ese cimiento que es una red de ficciones, estados completos…»

¿Cuánto tienen en común la venganza y la justicia? ¿Puede la primera sustituir a la segunda, en caso de incomparecencia? ¿Es lícita la restitución? ¿Puede llegar a ser justa?

¿Se puede alcanzar la reconciliación con los demás y con uno mismo a través de la justicia? ¿Y a través de la venganza, que sería una especie de justicia por propia mano? ¿Por la unión de ambas? ¿O acaso la reconciliación sólo puede lograrse mediante el perdón?

Identidades volátiles que desaparecen y reaparecen bajo distintas formas; relatos entrelazados que descubren facetas distintas de los mismos personajes; recuerdos que se desgajan de los panales de la memoria para instalarse en la realidad alterando su significado; un pasado que regresa, con la insistencia de una mancha indeleble, para imponer su presencia; hechos acaecidos en un bucle del tiempo que pierden su consistencia al ser evocados años después; el tiempo, que se repliega sobre sí mismo y se repite en episodios ucrónicos; visiones dispares de un mismo hecho en función de los testigos; personajes enlazados por extraños nexos, hermanados de por vida y hasta la muerte simultánea; venganzas latentes durante decenios que emergen del olvido para caer, inclementes, sobre seres cuyo pecado parecía haber desaparecido sepultado por numerosas capas de penitencia; pesadillas que toman el lugar de la realidad y emponzoñan el presente de unos cuerpos mutilados por la fiebre asesina de la sinrazón; personalidades divergentes que concurren hacia una sola arrastradas por hechos a los que no pueden hacer frente; sueños premonitorios que desvelan hechos aún por ocurrir —y que puede que, en su momento, no ocurran debido, precisamente, a haber sido soñados en su posibilidad— y sueños con versiones alternativas de hechos del pasado capaces de modificarlo, convirtiendo la corriente onírica en un afluente que mezcla y torna indistinguibles sus aguas en el flujo de lo real; objetos que carecen de nombre que solo pueden ser señalados —o soñados— y palabras en busca de objetos que nombrar, como en una réplica inversa de la creación del mundo.

«Yo hice un esfuerzo por recordar sin dejarme atrapar en los tentáculos de la memoria, porque, para mí, contar esas cosas era regresar al centro del laberinto y contagiarme de un pasado que llevaba mucho tiempo tratando de olvidar, un pasado que era una enfermedad».

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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