«Hay un tiempo en la vida que esperas que el mundo esté siempre lleno de cosas nuevas. Y luego llega el dÃa en que te das cuenta de que no será asà en absoluto. Ves que la vida se convertirá en una cosa llena de agujeros. De ausencias. De pérdidas. De cosas que estuvieron allà y ya no están. Y te das cuenta, además, de que tienes que crecer alrededor y entre los vacÃos, aunque si alargas la mano hacia donde estaban las cosas sientas esa tensa , resplandeciente opacidad del espacio que ocupan los recuerdos.»
Helen Macdonald, profesora e investigadora de la Universidad de Cambridge, pierde súbitamente a su padre, con el que la unÃa una estrecha relación, y como homenaje pero también como terapia para superar su perÃodo de duelo, decide aferrarse a una antigua afición y adiestrar a un azor (Northen goshawk en inglés), un ave especialmente difÃcil de afeitar, una hembra joven a la que llama Mabel. La experiencia con el ave durante su primer año de adiestramiento y los cambios emocionales de Helen con respecto al fallecimiento de su padre son el esqueleto sobre el que se construye H de halcón (traducción de Eloi Roca).
Una consideración previa: la interrelación de la muerte del padre con la decisión de adiestrar un ave rapaz podrÃa ser -de hecho contiene todos los elementos para serlo- terreno abonado para las especulaciones inútiles, perversas, parciales y tendenciosas, debidas a la ignorancia y a la incontinencia, de toda la caterva psicoanalÃtica y de sus imitadores, reformuladores y epÃgonos. No es solamente que la propia Macdonald rechace cualquier acercamiento de este tipo:
«Se podrÃa explicar lo que me pasó acudiendo a libros y artÃculos. Se puede leer a Freud, o a Klein. Se pueden leer toda una serie de teorÃas sobre el apego, la pérdida y el duelo. Pero todas esas explicaciones proceden de un mundo en el que no está el azor. No ayudan. Son como intentar describir qué se siente al estar enamorado mostrando un TAC de un cerebro enamorado. Tienes que buscar la respuesta en otros lugares.»
Sino que el libro que nos ocupa va mucho más allá de las interpretaciones para centrarse en el hecho en sà de los cambios emocionales y conductuales que conlleva esta relación, tanto para el ave como para el cetrero. En todo caso, de todas las formas que uno puede experimentar para aislarse de un mundo inclemente que te ha tratado con implacable crueldad, el regreso a la naturaleza, cruel y despiadada en sà misma -en contra de la identificación como Arcadia feliz- posee la lógica de la inmediatez. Y la integración se llevarÃa a cabo no con la dominación contemporánea del medio -la domesticación, volveré sobre ello más adelante- sino mediante el intento de capturar el alma del animal a través de cualquier sistema representativo, como serÃa el caso ancestral de las pinturas rupestres, o el puro mimetismo, disfrazándose de animal.
La pérdida de un ser querido conlleva un estado cercano a la alienación parecido al desconcierto del instante justo después de despertar, en los que la identidad se mantiene en latencia y la falta de referencias provoca unos momentos en los que la relación con la realidad queda suspendida; pero, al contrario del caso de la vigilia súbita, ese instante se prolonga en el tiempo hasta que regresan las referencias o, en algunos casos, nos vemos obligados a sustituirlas, como si la persona que nos ha dejado se hubiera llevado consigo una parte de nosotros mismos que su ausencia nos imposibilitara para recuperar. Una de las formas que puede tomar esa recuperación es aferrarse a algo que hubiéramos compartido con el fallecido, o algo completamente nuevo que ocupe de tal manera nuestra conciencia que, por saturación, no deje lugar al sentimiento de pérdida. Helen elige adiestrar un azor, el ave rapaz más difÃcil de vencer; es su prueba, desafiante, inalcanzable, amenazadora, un verdadero reto que no se basa en la dominación de poder a poder sino en la complicidad y la persuasión: no se trata de una sustitución, un azor a cambio de un padre, sino de la búsqueda de una nueva Helen.
Por una parte, la muerte llama a la muerte; por otra, hace falta mucha vida para desafiar a la muerte.
La naturaleza es cruel únicamente si la consideramos bajo el punto de vista humano, bajo la compleja, relativa y maniquea escala de valoración según la que juzgamos nuestros actos. Tal vez existe un componente atávico, datado justo antes de la época en que el antecesor del homo sapiens se preguntó acerca de las consecuencias morales de sus actos, compuesto de un cruel salvajismo que le hace considerar con la misma valorable condescendencia la muerte en la naturaleza y la muerte en la tribu protohumana. Pero no alcanza ni para admirar la crueldad del mundo salvaje ni para justificar, en ninguna situación, su equivalente humano. Esta reflexión y las sucesivas apariciones del tema, es uno de los aciertos de Macdonald, la muerte y la crueldad, y el inmenso error de la consideración moral:
«Era siempre allÃ, arrodillada con Mabel sobre su presa, cuando acudÃan los pensamientos, cuando me preguntaba cómo podÃa hacer esto, cómo podÃa estar cazando. Aborrezco matar. Odio pisar a las arañas y se rÃen de mà porque salvo a las moscas. Pero ahora entiendo por primera vez en qué consiste la sed de sangre. Fue sólo al estar alineada con el ojo del halcón cuando cobró sentido; pero entonces tuvo más sentido que ninguna otra cosa en el mundo […]. Cazar con el azor me habÃa empujado al auténtico lÃmite de lo que es ser humana. Y luego me llevó más allá de ese lugar, a un sitio en el que ya no era humana en absoluto.»
El azor no apresa, mata y come, sino que apresa y come, y en algún momento entre estas dos acciones, la presa muere.
«En mi tiempo con Mabel he aprendido que te sientes más humana una vez has conocido, aunque sea en tu imaginación, lo que es no serlo. Y he descubierto, además, el peligro que conlleva confundir las nociones de salvajismo que atribuimos a un animal con el espÃritu salvaje que lo anima. Los azores son una cosa hecha de muerte y sangre y violencia, pero no son excusas para atrocidades. Su inhumanidad debe salvaguardarse porque lo que hacen no tiene nada que ver con nosotros.»
En cuanto al adiestramiento, tal vez ejercitar a un ave de presa sea un sustitutivo de la propia crueldad, un modo de ser cruel sin ser culpable. O incluso, un regreso al pasado, un retroceso en la Historia, cuando la sociedad marchaba a un paso diferente, las relaciones sociales de mantenÃan conforme a unas coordenadas distintas, y la interacción del hombre con la naturaleza y con la muerte diferÃan de la actual. Un tiempo que parece pertenecer al ave, siendo el hombre un elemento anacrónico; un tiempo al que tal vez haya que regresar para hacer posible la convivencia con ella a una misma frecuencia, haciendo asà y sólo asà posible la comunicación.
«No estaba adiestrando a un azor porque deseara sentirme especial. No querÃa que el azor me hiciera sentir que era mi derecho campar por las tierras de mis antepasados más antiguos. No tenÃa tiempo para la historia, nada de tiempo. Estaba adiestrando al azor para hacer que todo desapareciera.»
El adiestramiento del azor es también una instrucción para el adiestrador. Cuanto más salvaje es el animal menos funciona el sistema de castigos -que, en condiciones normales, implanta la conducta deseada con más rapidez y más permanentemente-; lo más efectivo es el reforzamiento positivo, el sistema de modulación mediante pequeñas recompensas hasta implantar la conducta deseada.
«No debo mirar al azor a los ojos. No debo castigar al halcón aunque se debata [se resista, en el argot de la cetrerÃa], y me golpee, y mi mano esté en carne viva por los picotazos y mi rostro arda por las bofetadas de sus alas. A loa azores no se los puede castigar. PreferirÃan morir a someterse. La paciencia es mi única arma. Paciencia, Derivada de patior. Que quiere decir sufrir.»
Tampoco sirve la imposición de la presencia del adiestrador, que podrÃa confundir al animal y contaminar el proceso: el ser humano debe desaparecer; en este primer estadio, debe cortarse cualquier posibilidad de establecimiento de vÃnculo emocional que pueda afectar a la fiereza del animal, el adiestrador debe limitarse a ser el sostén, el sustituto de la barra en la que se sostiene el ave, y la recompensa, el trozo de carne que sujeta con el mismo puño. El resto, debe disolverse. Nada de imposiciones, pues; solamente hay una existencia primaria, el ave; y ha de ser ésta la que debe descubrir la nuestra cuando se le presente, en principio, como un elemento más de su entorno que no posee componentes amenazadores -en definitiva, que la presencia humana no se le imponga-: el primer vÃnculo, en este momento, queda establecido.
«Observó [Mabel] hasta dónde llegaba el techo, las lÃneas de las estanterÃas bajo él, inclinó la cabeza para considerar la serie de caóticos flecos del extremo de la alfombra. Y entonces se produjo un momento decisivo. No fue el que yo esperaba, pero fue igualmente emocionante. Mientras contemplaba la habitación con simple curiosidad, volvió la cabeza y me vio. Y se sobresaltó. Dio un pequeño saltito de sorpresa exactamente igual que habrÃa hecho un humano. Sentà su sorpresa y el apretón de sus garras, frÃo y eléctrico. Ese fue el instante. HacÃa sólo un minuto yo era tan aterradora que no existÃa nada más. Pero luego me habÃa olvidado. Sólo durante una fracción de segundo, pero habÃa bastado. El olvido era delicioso porque era una señal de que el azor comenzaba a aceptarme. Pero lo acompañaba un entusiasmo más profundo y oscuro. La emoción de haber sido olvidada.»
En la mayorÃa de animales nacidos en cautividad, no se trata tanto de «recordarles» su naturaleza como de que «aprendan» quién son. El adiestramiento -adiestrar: «amaestrar, domar a un animal» (DRAE); derivado del latÃn dexter, raÃz común de «destreza»; se adiestran individuos- es diametralmente opuesto a la domesticación -domesticar: «reducir, acostumbrar a la vista y compañÃa del hombre al animal salvaje» (DRAE); derivado del latÃn domesticus, y éste de domus, casa-, y consiste en compatibilizar su naturaleza con nuestra presencia; en el caso de las aves de presa, que mate para nosotros.
No existe adiestramiento que pueda modificar el carácter depredador del ave; cualquier tipo de entrenamiento debe dirigirse a modificar la interrelación ave-cetrero, pero no puede contradecir el instinto depredador del azor: sus apetitos restan incólumes tras el proceso. Se trata, principalmente, de la creación de un vÃnculo que trasciende el viejo paradigma «conducta adecuada-recompensa. En el caso del ave rapaz, además, de lo que se trata es de que ese nuevo vÃnculo «ave-cetrero» no interfiera en ningún momento con la conducta instintiva -localizar, perseguir, atrapar, matar- básica del ave. Hasta qué punto el nuevo vÃnculo entra a formar parte de la conducta instintiva como un componente añadido, o simplemente se implanta como un nuevo elemento lo explicarÃa la imposibilidad de domesticar un azor, es decir, la inviabilidad de que ese vÃnculo modifique la especie y sea heredable genéticamente. El adiestramiento triunfa cuando consigue la perfecta combinación entre lo salvaje y lo doméstico en un desinteresado intercambio, en el que ambos intervinientes deben renunciar a la ventaja, que dote a cada uno de las mejores cualidades del otro. El hombre aporta su domesticidad y el animal su salvajismo, y ambos deben aprehender la cantidad suficiente de la cualidad del otro para hacer posible la relación, pero sólo en la cantidad precisa para que siga prevaleciendo su naturaleza. Si el intercambio no se realiza, la comunicación es imposible; si se realiza en exceso, ineficaz: asilvestra demasiado al hombre, con lo que su aportación pierde todo sentido, o domestica en exceso al animal, lo que lo convierte en un inane animal de compañÃa.