Harry Frankfurt | Foto: Penguin Random House

Sobre la verdad (y sobre todo lo contrario)

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Harry Frankfurt | Foto: Penguin Random House

¿Se podría promulgar la utilidad de un concepto sin tener la certeza de su existencia? Harry Frankfurt no tiene ese problema en Sobre la charlatanería (on bullshit) y sobre la verdad puesto que considera que el debate entre la distinción entre ser verdadero y ser falso “en términos generales resulta bastante estéril”. Pero nada más lejos de serlo puesto que, parafraseando a G. Bachelard,  tenemos que plantear el problema del conocimiento y la verdad en términos de obstáculos. Más que aclarar, obviar las dificultades esenciales en dicha materia consigue hacer más borroso el horizonte de las respuestas. Pero Frankfurt desecha voluntariamente esas dificultades guiado por su concepción utilitarista y pragmática de la verdad, de la que básicamente le importa su posible beneficio social. Su posición ante dicha utilidad es clara, ya que piensa que para que una sociedad se desarrolle debe sustentarse en la búsqueda de la verdad  que para él, según Ramón Alcoberro, “es simplemente un hecho que puede ser constatado realmente de forma intersubjetivamente válida”. Y la constatación, para Frankfurt, llega cuando de la puesta en práctica de esa verdad se desprenden consecuencias positivas, bastándole con que haya más argumentos a favor que en contra para considerarla válida.

Frankfurt se sitúa al lado de aquellos que creen que para el fin de conocer no son necesarias certezas totales y absolutas y se aleja de los “desvergonzados antagonistas del sentido común” que “niegan, con gran energía y convencimiento, que la verdad responda a algún tipo de realidad objetiva”. Desde ese punto, Frankfurt critica de manera explícita la “incoherencia prima facie” de aquellos que dudan sobre la existencia de una verdad basándose en el carácter verdadero de la misma duda, pero… ¿por qué concluir que quién dice “nada es verdad” entiende que esa proposición es absoluta? La duda también puede ser objeto de duda de manera que, como a la verdad, nos acerquemos a ella de manera asintótica. Y desde esa posición y tomando como base el irracionalismo, sería difícil poder asegurar  que existe una razón colectiva basada en el sentido común, al que el mismo autor apela de manera inocente, dándolo cómo autoevidente y enjuiciando con ello a quien, por el contrario, no es capaz de discernir la validez de ese supuesto sentido común o, más aún, su misma existencia. Lo convierte así en una creencia a la que sin duda se opondría el escepticismo que denuesta.

Frankfurt cree en la generalización del sentido común y de la verdad, pero no parece tener en cuenta ciertas preguntas: ¿cómo se lograría un consenso general en un mundo cada vez más plural e interconectado?, ¿dónde se establecería el límite para considerar la verdad cómo tal y salvar la distancia entre las diferentes sociedades e incluso entre una misma sociedad? Para Frankfurt la respuesta está en la irrefutabilidad de los hechos, los cuales existen de un modo evidente e innegable, y dónde pretende intuir pedazos de objetividad y verdad universales. Sin embargo, su enfoque choca de frente con el de Gadamer para el que “comprender un hecho es, pues, un hecho de interpretación” y, así, “lo valioso para unos puede no serlo para otros y lo importante hoy puede ser insignificante mañana”.

Paidós

En ese sentido, para contrarrestar la tergiversación de los hechos y caer en la charlatanería y la mentira, Frankfurt hace hincapié en el carácter racional del ser humano como parte básica de su esencia y en la necesidad de «amar la verdad» para mantener esa racionalidad constitutiva e irrenunciable. Pero si somos seres racionales y en el hipotético caso de que pudiéramos alcanzar un uso de la razón infalible y compartido, aún no dejaríamos de estar expuestos a factores de carácter instintivo y emocional. Es decir, que la emoción es un elemento intrínseco de nuestros procesos mentales y por tanto de nuestra capacidad de conocimiento. Sólo en el caso de que, como señala Ángel Puyol, fuéramos capaces de educar también esa parte emocional para buscar el bien común, encontraríamos un punto de partida consistente para llegar a esa supuesta verdad.  En este punto, Frankfurt desdeña el hecho de que para llegar a su verdad de espíritu y práctica democrática es necesaria la igualdad. No todos estaríamos capacitados para acceder a la verdad porque ese acceso sólo sería posible en condiciones reales de igualdad social, cultural y educacional, situación que no se cumple en nuestra sociedad.  Pero inclusive en ese estado ideal de la cosas, ¿no ha sido demostrado a lo largo de la historia que lo que quiere una mayoría no tiene porqué corresponderse con lo más beneficioso, útil o práctico? Subsume el bien a un simple contaje de votos, pero considerando que el lenguaje no es solo expresión de realidad, sino realidad en sí misma y que acoge en sus enunciados el mundo que habitamos, ¿no podría ser que la charlatanería que él mismo critica se convirtiera de ese modo amplificador en verdad?

Frankfurt asume que todo el mundo reconoce la necesidad y benevolencia de la verdad, pero ¿cómo aceptar que la verdad ocasiona el bien de manera inexorable?, ¿en cualquier caso conocer la realidad supone algo tanto deseable? El mismo Frankfurt reconoce, muy por encima y de manera superficial, que quizá no sea el caso. Por poner algún ejemplo: ¿conocer las probabilidades de muerte inminente de un paciente oncológico es en todo caso necesaria?, ¿podría la humanidad convivir con la certeza absoluta de una existencia transitoria? No parece que las respuestas sean del todo claras y Montaigne podría recordarnos que no puede dejar de “odiar las cosas verosímiles cuando me las presentan como infalibles”. Las certezas de Frankfurt parecen quedar tan lejos como las del  mundo clásico, que no dudó de la posibilidad objetiva de conocimiento

El debate sobre la existencia de la verdad, por más que Frankfurt lo considere estéril sigue abierto y se hace, todavía, necesario. Kant ya dio pistas definitivas sobre el camino a seguir, al descartar la posibilidad de conocimiento real más allá de nuestras limitaciones. Desde ahí, las líneas que abrieron corrientes como el naturalismo, la fenomenología o la hermenéutica, no sólo no invalidan sino que apuntalan a pesar de las grandes diferencias, esa máxima de limitaciones. A día de hoy,  ¿no apuntan también la neurociencia y sus demostraciones en esa dirección? Queda por ver si la batalla seguirá librándose en el terreno del lenguaje como ha  acaecido en los últimos tiempos o habrá una hipotética vuelta al mundo de las ideas tal y como autores como Tomás Ibáñez especulan.

Rosauro Varo Cobos

Rosauro Varo Cobos. Cordobés nacido en 1982. Es pediatra y cooperante. Ha ejercido en países como Costa Rica, Perú, Sudáfrica, Malawi, República Centroafricana o Mozambique. Ha publicado artículos de opinión en diferentes medios, un cuaderno de crónicas de viaje y un libro de cuentos titulado 'El embudo' (Andrómina, 2014). Recientemente, ha publicado su primera novela: 'Plagio' (Ediciones en Huida, 2018)

1 Comentario

  1. Podríamos plantearnos también la pregunta de si la subjetividad es el límite del conocimiento. En este sentido la neurociencia que basa su racionalidad en pruebas de imagen ¿no es también una subjetividad impostada? Por otra parte mi enhorabuena a estas reflexiones que reflejan que hay debates que nunca terminan.

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