Al dejar constancia de lo ajeno, en cierta forma, lo reclamamos. Con todos los recursos que la tradición literaria pone a nuestro alcance, lo reescribimos como una forma de reivindicación. Al ocuparnos de los propios sentimientos, reconocemos y proclamamos su valor, los prodigamos con toda la dignidad ennoblecedora de la que es capaz el género autobiográfico. A merced de impulsos contrarios, la ambivalencia y la ambigüedad del deseo conduce a una excitación cuestionada de continuo, conmovida por placeres complicados. La elocuencia emocional del narrador de Mis padres (1986; Cabaret Voltaire, 2020; Traducción de DelfÃn Gómez Marcos), lacónicamente dedicada “A nadieâ€, se deshace en observaciones. Se adornan de espacios en blanco los prejuicios que no logra entender. Cada ferviente encuentro rescata la dificultad, al tiempo que la necesidad, de ponerlo por escrito.
Central a los alter ego del escritor Hervé Guibert (Saint-Cloud, 1955-Clamart, 1991), el territorio marginal de la homosexualidad como un medio no solo para revelar, sino para explorar las propias revelaciones, para hacerse a uno mismo las preguntas necesarias. A merced de esperanzas y temores, la historia de alguien que lucha por definir su propósito a través de los apetitos ilimitados de la narración, enfrentados a las estructuras sacralizadas de la familia: son las oraciones que padre e hijo rezan antes de ir a dormir:
“Palabras [que] podrÃan haber sido reemplazadas por alguna letanÃa pornográfica, no estaban hechas para la boca de mi padre (…) no eran más que una excusa para armonizar las voces, para que se acoplasen nuestros alientosâ€.
El Premio César al mejor guion original 1984, por El hombre herido, nos hace conscientes del egoÃsmo y la generosidad, la crueldad y la ternura, la audacia y el fracaso. Ante el amor correspondido, la naturaleza compartida, no influida por el lugar o el tiempo, “mi alma se entrega a mi entorno a través de mis ojos bien abiertos, tengo la certeza de que hay algo eterno, de que yo mismo soy la eternidadâ€. Expatriado a lo inefable, el deseo relacionado con la prohibición, el placer adornado de peligro, el juego inocente de enhebrar metáforas en la estructura asimétrica, mientras el héroe, en el centro del cÃrculo de afectos, “se proyecta en adelante sobre algo que no es ya la imagen, sino la palabraâ€, se ahoga en lo explÃcito, en la escasez de representaciones, en la encarnación de cuerpos imbuidos de conciencia. Al eliminar lo que expone, el autor de Al amigo que no me salvó la vida, Premio Colette 1990, se reduce a objeto, se proyecta en pensamientos que también son mentira:
“Sus impresiones son imprecisas, se chocan las unas con las otras, sin orden. Hastiado de tanta indulgencia parental (…) no puede concentrarse en nadaâ€.
En el dietario al que dedica las últimas páginas, Guibert se emplea en sus propias vulnerabilidades, elabora prolijos disfraces para ocultar sus relaciones: “Hay tantas cosas que contar que, por el momento, prefiero no hacerloâ€. Se presenta en fuerzas interrogativas, se representa en cabos sueltos. Se toma su tiempo para contar las felicidades experimentadas, las rutinas entrelazadas de encuentros y acciones involuntarias o más allá de toda intención:
“La voz de mi madre por teléfono (…) la reduce, en última instancia, más allá de la distancia y de la muerte, a un diapasón de afecto, al flujo maternal en estado puro, mediante un cordón telepático umbilicalâ€.
Al comunicar la propia conciencia, la introspección del que fuera periodista cultural de Le Monde se ocupa de sà misma, rastrea el impulso expansivo y recursivo, se lanza, vuelve atrás o se corrige:
“Por supuesto, el odio con el que escribo la dedicatoria del libro es ficticioâ€.
Una pre-tecnologÃa consciente de sà misma reverbera en la interioridad de páginas a las que sentimos pensar. Tierno y brutal, Ãntimo e impersonal, el creador juega a crear ficciones, las reclama como un lugar sagrado.