«Iván-Off» o la vida como cárcel | Revista de Letras
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En otros tiempos, deprimirse era enfermar y morir por amor y la melancolÃa extrema, esa que conducÃa al desgraciado al suicidio, al fin y al cabo, no era más que el summum del romanticismo. El intelectual depresivo era un ser profundo, alguien gris y raro que calzaba mal en la sociedad pero que siempre poblaba las tertulias y los saraos, ocultando de mala manera el silencioso dolor que le afectaba. Adieu tristesse, bonjour tristesse, en versos de Paul Éluard.
Equipo de "Iván-Off" (foto: La casa de la portera)
Dos estancias de La casa de la portera acogen dos actos de la obra cada una. Los espectadores son invitados a desplazarse alternativamente entre ambas habitaciones en busca de los personajes y siguiendo la trama de la historia. Una vez que el espectador ocupa su sitio en el despacho de Iván, presidido por una curiosÃsima reproducción de La gran odalisca de Ingres, puede oÃr las respiraciones de los actores, sus alientos, sus corazones algo agitados por el encuentro inicial con el público en la casa de Iván y de su mujer, Ana (MarÃa Salama), donde tiene lugar el primer acto y donde empiezan a desfilar personajes que, todos ellos, se crecen durante las dos horas de función. Miguel, el primo de Iván, y Mateo, el tÃo de Iván, están representados en los cuerpos de David González y de Javier Delgado “Tochoâ€, respectivamente. Al brillante Roberto Correcher le toca dar vida al sinuoso y muy honrado doctor Constan.
La segunda sala sirve de morada de los Leyva, la rica familia del pueblo que contrasta en color y aparente alegrÃa con la tristeza que atenaza a la de Iván y Ana. Allà viven Silvia Leyva (Maribel Luis), su marido Carlos (Germán Torres), su hija Sara (Cristina Alarcón) y, en los eventos especiales, reciben las viperinas visitas de doña Bárbara, a cargo de la inigualable Cristina Fenollar (se alterna en el papel con RocÃo Calvo) que arranca risas sin necesidad de hablar.
Iván-Off es una manera diferente de acercarse a un tremendo drama como la depresión. A pesar de la cadena interminable de risas que se suceden en La casa de la portera, la frivolidad allà no tiene lugar y no creo que los espectadores sean capaces de salir de allà indiferentes a lo que han visto. Los personajes van calando hasta desembocar en escenas que pueden llegar a ser de una extremada dureza o de gran ternura. La cercanÃa con la que los actores trabajan en relación con los espectadores, debido a la misma disposición de los “escenariosâ€, ayuda a que la historia no pase por delante de los que miran, sino que se resuelva en el interior de cada uno.
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[…] 29/09/2012 Por Daniel Dimeco Para Revista de Letras […]