Foto: Greyerbaby | Pixabay Commons

Distopía o anticipación

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Foto: Greyerbaby | Pixabay Commons

“El problema fundamental al que hoy nos enfrentamos es el problema de la destrucción del mundo, provocado por la contradicción irreconciliable entre el mundo natural y el mundo hiperindustrializado”, advertía al comienzo de un discurso pronunciado en Washington, en la universidad de Georgetown en concreto, el escritor norteamericano Wendell Berry, que un buen día, para sorpresa y estupor de sus colegas académicos, que juzgaban la huida una insensatez, se escabulló para siempre de New York para volver como hijo pródigo a sus raíces, en Kentucky, y consagrar su vida a favor de las letras y el agro tradicional.

Partiendo de esa convicción, compartida por muchos pensadores de nuestro tiempo, escribió Jean Hegland, criada en un pueblecillo de Idaho y actualmente profesora de Literatura, Pensamiento Crítico y Creación Literaria en California, Into the Forest, su ópera prima publicada en 1996, que poco después tradujo Seix Barral y que ahora, bajo un nuevo título, En el corazón del bosque, trae a nuestro idioma Errata Naturae, dentro de su impagable colección de “Narrativa salvaje”. Es un novelón bastante exitoso, no sólo en Estados Unidos, sino también por ejemplo en Francia, que ha tenido incluso una adaptación cinematográfica en 2015, En el bosque, concebido como una especie de diario que una de las protagonistas, la otra es su hermana, convertida así en narradora en primera persona, va anotando en un cuaderno encontrado casualmente detrás de un tocador, un lujo total, puesto que el mundo tal y como lo conocemos, tras un periodo de incertidumbre en el suministro de energía, ha colapsado progresivamente:

“Después de decenios de advertencias y predicciones las cosas estaban empezando a fallar de verdad”.

Errata Naturae

Desde su comienzo, pues, la narración puede encuadrarse en el subgénero de novela de anticipación, que a su vez algunos críticos consideran un subtipo de la ciencia ficción. La causa del desastre total es que el ultracapitalismo y el ultraconsumismo se han extremado a tal punto que se han vuelto autodestructivos. La acción arranca unas navidades que no lo son, en el sentido que no se diferencian en nada del resto de los días. La narradora recuerda que por esas fechas, hace unos años, al comentarle a su padre lo absurdo del alboroto y el lío navideños, cuando “ni siquiera somos realmente cristianos”, su progenitor la replicó que efectivamente no eran “cristianos, somos capitalistas. Todo el mundo en este condenado país de locos es capitalista, le guste o no. Todo el mundo en este país es uno de los más voraces consumidores del mundo y utiliza recursos en una proporción veinte veces mayor que cualquier lugar de este pauperizado planeta”.

El caso es que el estallido se veía venir y todas las disfunciones se van tomando y adquieren visos de normalidad. A las confusas noticias sobre la guerra (“la batalla para proteger libertades y defender nuestra forma de vida, según decían los políticos, estaba teniendo lugar a medio mundo de distancia”) se unen atentados, desplome de los mercados financieros, explosión de reactores nucleares o terremotos y otras catástrofes naturales. A ello se añade la deuda pública insostenible, paro galopante, crisis del petróleo y calentamiento global, matanzas en las escuelas y desaparición de la prensa, “y luego nos enteramos de que China y Rusia estaban en guerra y que Estados Unidos había quedado olvidado”. Todos los factores que sostienen en frágil equilibrio nuestra sociedad global han ido cayendo como fichas de dominó. No hay electricidad, no hay gasolina, no hay comunicaciones. El miedo, el hambre y la furia campan a sus anchas, igual que los virus, con el consiguiente temor al contagio y la desconfianza hacia el prójimo.

Tras un planteamiento tan desusado, tal y como sucede por caso en La metamorfosis, lo verdaderamente difícil, y Hegland lo consigue con creces, es mantener la intensidad y que no decaiga el hechizo provocado por un punto de partida que fascina al lector. Las dos hermanas sobreviven en la situación límite a la que ha llegado la sociedad de la abundancia y el despilfarro, aisladas, prácticamente confinadas, con provisiones escasas. Para colmo han muerto en poco tiempo sus padres, la madre de cáncer, antes del derrumbe, el padre en un accidente posterior en plena naturaleza, un episodio desgarrador que se cuenta con un verismo portentoso. La narradora, que aspira a ingresar en Harvard, se aferra a las entradas de una enciclopedia, su hermana sigue empeñada en practicar el baile, lo que facilita descripciones de gran plasticidad de los movimientos corporales. Ante la destrucción del mundo conocido primero reaccionan con pasividad, vegetando, jugando, haciendo puzles y apurando las nutridas provisiones pero luego adoptan una actitud espartana por miedo a ser atacadas, hasta que se despierta en ellas el instinto primitivo de la especie, recolector y cazador

Hegland gradúa con mucho tacto el avance lineal de la trama gracias a frecuentes flashbacks de la vida anterior al colapso, que recrean la vida de sus excéntricos padres: el tiempo en que la hermana se dedicó en cuerpo y alma a la danza; la época en la que les gustaba, en la niñez, la fábula de fuentes guilleniana, echarse al bosque circundante, hasta metamorfosearse, según su madre, en ninfas; el momento de la iniciación alcohólica y amorosa en un café de la ciudad, tan ajena para unas chicas educadas al margen de la enseñanza reglada y formal; los desplazamientos para visitar a su madre, ya muy enferma en el hospital; la escena en el hipermercado de la ciudad, casi vacío, que “parecía una catedral gótica”,… No menos atractivo tienen los meandros del argumento, las digresiones sobre el arte de la danza, la naturaleza culinaria o medicinal de las hierbas y plantas de la zona o las poéticas descripciones del bosque vivificador.

En estas condiciones, adquiere una importancia capital el espacio en el que se desarrolla la novela: una finca de unas treinta hectáreas de bosque en las afueras de Redwood, apartada del mundo, que los padres de las hermanas habían comprado tras romperse el tobillo la madre, como una de sus hijas, bailarina en ciernes, que aun no siendo mujer de campo acaba haciéndose a la vida silenciosa y artesanal, con una destartalada cabaña de dos pisos que acondicionaron poco a poco los cuatro, bajo el impulso del padre manitas, oriundo del Medio Oeste. Y dentro del terreno, se alza simbólicamente, como clave significativa del texto, un tocón de secuoya, hueco, enorme, escondrijo y refugio seguro, testigo de los felices retozos de la niñez, cuando era, desde la imaginación compartida, “fuerte, castillo y casa de campo”, de la iniciación amorosa y hasta del desenlace, tan inesperado como turbador.

No sé si esta novela es la más adecuada para un tiempo como éste en el que un virus hasta ahora desconocido amenaza con liquidar parte de la humanidad. El caso es que la he leído durante el confinamiento, muchos días, como sucede en algunas ideaciones distópicas, oscuros, llueve que te llueve (“lluvia gris y luz verdosa”, se sintetiza la atmósfera imperante hacia el final de la novela), con el corazón en un puño y el alma en vilo, porque Hegland alerta sobre la inexorabilidad del desastre toda vez que el sistema, una vez engrasado y acelerado, lo que parece evidente con la globalización desaforada a lomos de la tecnología, sin otro horizonte que el lucro, no puede detenerse. Y no sólo eso, sino que piensa que cuando se empiece a producir, como ahora en la crisis del coronavirus, “es asombroso lo rápido que todo el mundo se adaptó a los cambios” e incluso haya una mayoría a la que le resulte atractivo: “junto con la preocupación y la confusión brotó un sentimiento enérgico, liberador. Las viejas reglas habían quedado temporalmente suspendidas, y resultaba excitante imaginar los cambios que sin más remedio surgirían de aquel caos”.

Esperemos que esta reclusión obligatoria por la pandemia nos permita reflexionar sobre el sinsentido de la aceleración exponencial creciente de nuestra sociedad, expuesta a llegar, de seguir por este camino, a una situación límite en la que todo se venga abajo. Puede que el aislamiento nos haga vislumbrar el riesgo que comporta llevar a sus extremos de abundancia caprichosa y despilfarro insensato la lógica materialista del placer inmediato, del hedonismo a ultranza, sin contención alguna, a costa de lo que sea, sin calibrar ni tener en cuenta sus consecuencias.

Da la sensación, aunque de momento el colapso sea sanitario y la tragedia sólo roce a quienes no han sido afectados ni han tenido infectados cercanos, de que nuestro comportamiento social globalizado, hiperespecializado, hipercompetitivo, hiperexplotador e hiperdestructivo, que no puede de ninguna manera pararse en la carrera exasperada que ha emprendido desde un determinismo tecnológico, ha despertado la hibris, y una vez desatada nos acechan amenazas varias (en la novela, al margen del crack energético, cepas virulentas como el covid-19, disturbios, saqueos o guerras planetarias) que nos llevarán a distopías cada vez más aterradoras, salvo que el retiro ayude a intentar cambiar las cosas y, para empezar, consideremos nuestra triste condición mortal en vez de empecinarnos en emular a los dioses.

Fermín Herrero

Fermín Herrero (1963, Soria). Autor de 'La gratitud' (Premio de las Letras y la Crítica de Castilla y León 2014 y Premio ‘Gil de Biedma’). Ha publicado los poemarios: 'El tiempo de los usureros', 'Un lugar habitable', 'Tierras altas', 'Echarse al monte', 'Tempero' y 'Sin ir más lejos'. Actualmente colabora en el suplemento de cultura de 'El Norte de Castilla'.

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