La noche del Morava

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 Obrázok 015 |Foto: Vladimir Tóth | WikiMedia Commons
Obrázok 015 |Foto: Vladimir Tóth | WikiMedia Commons

Un escritor que ya no escribe convoca a unos cuantos amigos para pasar la noche en un barco-vivenda amarrado en la orilla del río Morava –La noche del Morava, de Peter Handke, es, aparte del título del texto (Die morawische Nacht, 2008), el nombre de esa embarcación-; con intervenciones sucesivas, que no con diálogo, el autor y los invitados van tejiendo una red de narraciones cuyo objeto es el relato del viaje -en algunas etapas del cual han coincidido alguno de los invitados, que toma la palabra cuando se relata la etapa en cuestión, relevando al narrador oficial, otro invitado, éste sin identificar, que es el que lleva el peso del relato-  realizado por aquél a través de Europa, en búsqueda de sus raíces genealógicas e históricas, un viaje circular, que irremediablemente comienza y finaliza en el mismo punto, en busca de sí mismo, huyendo de un peligro indefinido.

«Â¿Pero, claramente, esto sólo ocurría en la fantasía del narrador? Fue así, le hizo saber al que de entre nosotros le interrumpía con preguntas. ¿Fantasía? Y si lo fuera… ¿Y por qué «sólo»?»

En ese viaje, el esqueleto sobre el que se sustenta el texto, el viajero, que evita grandes aglomeraciones y viaja a pie o en transporte colectivo, se relaciona principalmente con personajes marginales, tal vez porque los únicos seres humanos que le puedan aportar algo de provecho sean las personas que la sociedad, o mejor dicho, el sistema, ha relegado a los márgenes, permitiéndoles así, a su pesar, una inesperada independencia gracias a la cual pueden mirar y juzgar desprejuiciosa y objetivamente, igual que sucede en algunas antiguas culturas que dan a los locos y desviados, los marginales, un valor especial porque se les cree conectados con los dioses.

Alianza Editorial
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Todo viaje es una huida. Una huida de un lugar o de un pasado que se ha convertido en una amenaza, un tiempo en el que ya no nos reconocemos o ya no somos reconocidos, un lugar que el tiempo ha transformado en un no-lugar, en el que ya no somos sino que nos limitamos a estar. O una huida hacia un lugar en el que renovar nuestras esperanzas, enfrentar retos para los que nos creemos capacitados, incluso buscar líneas de horizontes desconocidos, nuevas tierras, nuevas gentes, o una soledad nueva, por estrenar; o hacia un tiempo nuevo, una huida en busca de un futuro sin anclajes, sin condicionantes, rompiendo  la cadena de circunstancias, cambiando el sentido de giro de la rueda sin retroceder.

«Luego ocurrió también que lo que él percibía en cada uno de sus pasos se iba transformando en un  monólogo silencioso, no en una conversación consigo mismo, sino en una que se dirigía siempre a la «persona de referencia», que estaba lejos […]».

Una huida de los viejos fantasmas que uno creía desaparecidos para siempre, pero que han revivido espoleados por la sed de poder y por ese miserable cambalache en que se ha convertido la política: la superioridad de una pretendida raza, la megalomanía colectiva de un pueblo, la superstición de una etnia, la unidad de destino de una nación; en definitiva, el odio hacia el otro.

«Â¡Ah, todos los que agitan de un lado y de otro las raíces de su origen, como si fueran látigos…!»

La pérdida de la independencia, materializada en una relación con una mujer, imprescindible para mantener alerta la pulsión creativa -¿misoginia?- se codifica como el símbolo de una enajenación a la que es imposible hacer frente, una acción que comporta  consecuencias ineluctables, que no puede obviarse voluntariamente. Pero también hace referencia al efecto moral generativo de la renuncia, con claras raíces que el cristianismo ha hecho suyas; en este caso, la preponderancia del arte frente a la vida. La negación por la imposibilidad de convergencia, dos seres que serían siempre dos seres, en una proximidad física que jamás se vería compañada de una proximidad espiritual, una inevitable desincronización incluso ante la coincidencia de intenciones; y la incapacidad de comunicación.

«[…] en aquel momento él pensó que una pureza como ésta era demasiado para él, y que él a esta mujer no la merecía. «No», dijo entonces la extraña, «allí no pensaste en esto para nada, y si lo pensaste fue sólo en un único momento, y luego lo olvidaste enseguida, en tu eterna idea de que ninguna  mujer, absolutamente ninguna, te merece, ninguna mujer es digna de un hombre como el hombre que tú eres […]».

Todo viaje es también un  regreso a los orígenes, por más que el presente, con fría insistencia, reclame su cuota de existencia: los orígenes propios o los familiares, los orígenes físicos, hasta el límite más allá del cual la identidad se desvanece; pero también los orígenes intelectuales, el camino hacia atrás en busca de la fragua donde se forjó la otra identidad, la verdadera, la única que distingue.

A medida en que uno se acerca a ese territorio primordial, siente el peso del sentimiento ambivalente de atracción -la búsqueda de respuesta a la pregunta «Â¿de dónde vengo?»- y repulsión -«no me une ninguna circunstancia con la gente con la que lo comparto»- con respecto al origen. La fuerza centrípeta y la centrífuga en busca de un equilibrio inalcanzable, y la imposibilidad de permanecer quieto en un lugar que puede considerarse como propio: es decir, el exilio permanente como único destino.

«Â¿Por qué, desde que he llegado aquí, al país de nosotros dos, me asusta tanto emprender el camino que lleva directamente a casa, al pueblo de donde provengo, o a lo que queda de él? ¿Por qué estoy dando un rodeo tras otro, emprendiendo una excursión tras otra para ir posponiendo la entrada en la casa en la que nací¿ ¿Por qué se me antoja que allí me iba a acercar a una zona prohibida? ¿A una zona de «peligro de muerte?»

El regreso al origen es también un reencuentro con individuos con los que un día se tuvo algo en común y que no sólo el tiempo ha alejado, un reencuentro artificial porque nadie es ya aquél que fue -sólo conserva el nombre; a menudo, sólo es reconocible por el nombre- por más que guardemos su recuerdo inalterado, pero tampoco en el caso de personajes públicos cuya estela hayamos podido seguir. Nuestra visión siempre estará contaminada por el prejuicio del recuerdo; así que estos reencuentros deben limitarse lo más posible tanto en cantidad como en duración.

«Era agradable encontrarse entre los suyos -así es como lo sentía aún, cosa rara, aunque estuviera fuera de juego-, pero durante el menor tiempo posible, es decir, sólo de paso. Antes habían sido tres los que, en la región por la que se estaba moviendo en aquel momento, se habían granjeado un nombre como autores, como se decía. ¡Ah, un nombre! ¡Ah, sí, los nombres! Cuánto bien se hacía también, andar sin ser nadie, a través de la noche, en medio de la oscuridad […]».

A medida en que el personaje se acerca al centro, pues su viaje ha parecido más una espiral centrípeta que un círculo, aumenta la sensación de amenaza, el peligro parece más cerca, en contra de lo supuesto: serenidad ante lo desconocido, peligro ante lo conocido.

«Â¿Entonces, todo se le ponía en contra? ¿Todas las cosas y todos los seres vivos estaban en contra entonces de que entrara en lo que en una ocasión, en silencio, había llamado su «centro» y en otra ocasión su «arca»?

El extrañamiento se acentúa cuando se toma el camino hacia «el hogar», cuando este concepto lleva aparejadas consecuencias indeseables como la posibilidad de ser identificado -de nuevo, problemas con la identidad- de acuerdo con unas coordenadas que no se está dispuesto a asumir. Por esa razón se manifiesta a menudo ese molesto extrañamiento, la sensación de ser distinto-entre-iguales cuando todo presupone que es el lugar el que dota de identidad a sus miembros, que renuncian a su individualidad. Así, la sensación de aislamiento se acentúa en aquellos lugares y situaciones especialmente diseñados para evitarla.

Sin embargo, el viaje debe acabar, del mismo modo que debe cumplirse el destino: entrada en el pueblo de sus orígenes y visitas a los muertos, sus antepasados; su casa, donde pasó la niñez y donde encuentra a su hermano, el único familiar vivo: un regreso al pasado, filtrado por el tamiz del presente, que acaba decepcionando siempre porque, a pesar de cerrar  ciertas heridas, siempre permanece la cicatriz de no poder subsanar los errores en su origen.

Y finalmente, ahora sí, el regreso al Morava, el definitivo cierre del círculo, con una visión inédita facilitada por el contraste con los lugares visitados, y nuevo -y definitivo- cierre sobre sí mismo.

«Nunca mostraba afecto alguno por sus contemporáneos. En cambio, se entusiasmaba viendo una luciérnaga, un erizo, un  riachuelo con trozos de mica en el fondo, una calle antigua, una boñiga de vaca, el remolino en el cabello de un niño, el color rojo de la marga, el blanco de una flor de membrillo.»

El escritor debe mantenerse ajeno a lo que escribe: sólo de este modo su observación puede ser objetiva y mantenerse incontaminada. La no-pertenencia es la clave para conseguir una perspectiva válida y para acercar el objeto al lector: no tanto independencia, que también, sino asepsia, higiene:

«Si quería ser alguien que escribe, pensaba o soñaba despierto, aquél cuya huella lleva grabada, por lo menos de un modo esporádico -le gustaba emplear esta palabra, tomándola del archipiélago del mar Egeo-, tenía que mantenerse la margen de todo.»

Handke, que arrastra una funesta reputación debido a la mala comprensión de su postura, políticamente incorrecta por ir en contra de lo establecido y por hacerse preguntas incómodas, con respecto al conflicto de los Balcanes (Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina, o justicia para Serbia, Preguntando entre lágrimas. Apuntes sobre Yugoslavia), tiene al nacionalismo como una de sus bestias negras, carga sin piedad contra cualquiera de los disfraces con los que éste se puede ataviar; particularmente, el del odio hacia el extranjero, no tanto el que se halla más allá de las fronteras, sino sobretodo el extranjero interior, los pertenecientes al segundo pueblo, un odio cerval que se ha independizado de cualquier motivo y que se ha convertido en un elemento vital que se transmite de padres a hijos como se transmiten las formas de supervivencia:

«Ah, nunca jamás, los padres y los abuelos, los jefes de estirpe y los dirigentes del clan, los políticos y los maestros, las estrellas del deporte y los poetas que, con la energía más concentrada, más unida, a los niños que acaban de aprender a andar y a coger cosas no les han quitado el gen de la pedrada, no han fumigado de su carne y de su sangre el automatismo de la pedrada, y que, al oído, a su oído de niños pequeños, hasta las más profundas cincunvoluciones del cerebro, hablándoles en voz baja con lenguas de ángel, sí, con lenguas de ángel, no les han quitado la cantinela machacona del oído, nunca […]»

Con mucha dificultad pueden encontrarse en la literatura del austríaco trazos de narraciones de hechos -características de la novela en sentido tradicional, ya desde su fundación, incluso en su antecedente clásico, la poesía épica-, conflictos convencionales o caracterizaciones usuales de los personajes. Generalmente, sus libros más narrativos son protagonizados por  un solo sujeto que acostumbra a emprender un viaje en el que sí es cierto que le suceden cosas pero cuyo objetivo principal es observar, informar de lo observado y reflexionar sobre ello. No existe tensión narrativa en sentido estricto, y lo que sustituye a la trama se volatiliza y se expande bajo la mirada del protagonista, con una preocupación principal: que el lenguaje refleje con escrupulosa exactitud aquello que describe:

«Al hablarnos de él, a nosotros, los otros, evitaba la expresión «pueblo de pescadores»; hablaba de un «pueblo en el que aun vivían unos pocos pescadores», y también el cuarto donde él vivía allí n aquel año no era, digamos, alquilado en una «casa de pescadores» sino, y aquí siguió una complicada paráfrasis: «una cabaña de piedra sin luz eléctrica, donde por la noche uno se enredaba con las redes».

El lector tiene la sensación de perderse entre símbolos, de leer un texto en clave cuyas metáforas le rehúyen; intenta leer entre líneas y descodificar el mensaje que Handke oculta, y tampoco lo consigue. Es posible que La noche del Moravia sea un gran enigma, pero el lector perderá el tiempo si busca encontrarle una respuesta, si rastrea en la narración del autor coincidencias con la biografía del propio Handke; su prosa, tan rica en sintaxis como en evocaciones, enmarca justamente una búsqueda y, como una recherche du temps perdu, bucea en los prejuicios, los defectos y las carencias que los seres humanos arrastramos desde la expulsión del paraíso, sea éste lo que sea y caso de que haya existido alguna vez. Yerra quien busque en la profundidad de la prosa de Handke alguna respuesta: la habilidad del austríaco no está ahí sino en plantear, siempre, las preguntas pertinentes:

«Puedo poner nombres a las cosas, una y otra vez. Pero lo que puedo nombrar y lo que puedo decir es esto: no soy capaz de actuar. Pero tampoco quiero actuar. Lo mío es nombrar, no actuar según lo nombrado. Actuar no es mi ministerio. Soy un poeta y mi ministerio es no actuar.»

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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