«Hago este registro en memoria del abuelo: al sol y a las lluvias y a los vientos, asà como a otras manifestaciones de la naturaleza que hacÃan prosperar o arruinar nuestra labranza, el abuelo, al contrario que los discernimientos promiscuos de nuestro padre -en los que aparecÃan injertos de varias geografÃas-, respondÃa siempre con un eructo tosco que valÃa por todas las ciencias, por todas las iglesias y por todos los sermones de nuestro padre: Maktub.«
Humedad, pesadez del aire, calor pegajoso, ambiente turbio que difumina los contornos de las cosas y hace que los seres vivos se muevan con desplazamientos lentos y morosos; el sol no ilumina, cae. Cierto sentimiento de laxitud se apodera del aire y los lÃmites morales se relajan y tienden a desaparecer como si la llamada de lo salvaje ensordeciera la contención y los reparos.
«… toda palabra es una semilla: trae vida, energÃa, puede traer incluso una carga explosiva en su interior; corremos graves riesgos cuando hablamos.»
Lo peor de ser derrotado en campo ajeno es tener que iniciar la huida sin tiempo para planearla, aunque siempre cabe la posibilidad de regreso cargando con el peso de la pérdida al lugar de origen. Cuando la derrota es en campo propio, en cambio, no queda sino el exilio. Labranza arcaica de Raduan Nassar es la historia de un exilio.
Las sociedades cerradas se rigen por rituales: el aislamiento, fÃsico, moral, provoca que determinados roles que destinados a desempeñarse fuera del ámbito del grupo se vean obligados a desarrollarse de forma endogámica, traspasando de este modo las fronteras morales convencionales y creando, para los individuos ajenos al grupo pero también para los propios -la impronta social es persistente-, el estigma del transgresor.
No todas las huidas tienen el mismo carácter; la huida de es siempre un regreso; la huida hacia, en cambio, es una partida sin retorno.
«Desde mi fuga, callando mi revuelta (¡tenÃa contundencia mi silencio!, ¡tenÃa textura mi rabia!), yo, a cada paso, me distanciaba de la hacienda, y si acaso distraÃdo me preguntaba: «Â¿Adónde estamos yendo?», no importaba que yo, alzando los ojos, alcanzara paisajes muy nuevos, quizás menos ásperos, no importaba que yo, caminando, me condujera a regiones cada vez más alejadas, puesto que habrÃa de oÃr, claramente, de mis anhelos, un juicio rÃgido; era un cascajo, un hueso riguroso, desprovisto de cualquier duda: «Siempre estamos de camino a casa».»
Cuando, en un grupo sometido a tiranÃa que se rinde a la situación de sumisión y asume su capitulación, un elemento se rebela, antes que tomarlo como un ejemplo a seguir, se le considera un traidor, la liberación es imposible. La frustración de los que siguen sometidos se convierte en anhelo de venganza, de tal forma que si el fugitivo regresa, en lugar de aprovechar su experiencia, será delatado y castigado por sus propios semejantes, que sustituirán al tirano en el papel represor.
«»Pedro, hermano mÃo, eran inconsistentes los sermones de nuestro padre», dije de pronto con la frivolidad de quien se rebela, sintiendo por un instante, aunque fugaz, que su mano ensayaba con aspereza el gesto de reprimenda, pero enseguida retrayéndose callada y presurosa, era la mano asustada de la familia salida de la mesa de los sermones; qué rostros más saciados, nuestros rostros adolescentes alrededor de aquella mesa: nuestro padre en la cabecera, el reloj de pared a sus espaldas, cada palabra suya ponderada por el péndulo, y nada en aquellos tiempos nos distraÃa tanto como las campanadas graves que marcaban las horas.»
El lastre es el ancla que nos encadena a lo firme, que permite que el movimiento tenga un punto de referencia fijo pero que, a menudo, impide avanzar. La vida está llena de lastres; algunos, como la edad, los suelta el simple transcurso del tiempo; otros, como la familia, deben ser liberados a fuerza de voluntad pues su propósito de permanencia es firme; pero existen algunos, como el pasado, que a pesar de poseer una cuerda que parece extensible hasta el infinito, jamás pueden liberarse del todo, su importancia les confiere vida propia e incluso pueden disfrutar de existencia independiente. Un lastre que ofrece la ilusión de liberación, el espejismo de la superación, el engaño de la desaparición, para ir soltando cabo hasta que permite vislumbrar, en un inaccesible arriba, algo que parece la boca del pozo pero no es más que la inaccesible piedra que corona el encierro.
«Yo, el hijo indómito, el eterno convaleciente, el hijo sobre el que pesa en la familia la sospecha de ser un fruto diferente; tienes que saber, querida hermana, que no me rebelo siguiendo principio alguno, ni cargo siempre con esta cara agria por gusto, ni con la rabia que vuelve ásperas las facciones, ni tampoco he elegido esconderme  o vivir en una pesadilla, como dicen; quiero reivindicar, querida hermana, el barro turbio de esta máscara, eliminando de los ojos la chispa de demencia que los incendia, removiendo las ojeras torvas de mi rostro adolescente, limpiando para siempre la marca que traigo en la frente, esa cicatriz sombrÃa que no existe pero que todos presienten.»
El regreso es una ilusión, nunca se vuelve al lugar del que se ha huido. Las ruinas que ha provocado la ausencia se imponen sobre el deseo de ocultarlas, e igual que el tiempo no puede recuperarse es imposible volver al lugar que ni fue y ni puede volver a ser.
El hijo pródigo regresa al lugar fÃsico que abandonó, pero la herida que dejó a las personas que descuidó no puede borrarla ni el tiempo ni el mismo hecho de su regreso; si acaso, reabrirá las viejas afrentas y reactivará los reproches, suscitando nuevas venganzas para las antiguas rencilla.
«… ya no reconozco los valores que me aplastan, me parece una triste simulación vivir en la carne de terceros, y no entiendo cómo se puede ver nobleza en el remedo de los despojados; la vÃctima ruidosa que aprueba a su opresor se vuelve dos veces prisionera, salvo que se entregue a esa pantomima movida por su cinismo.»
No hay que rastrear las huellas del perdón en la actitud del padre del pródigo; la reacción humana natural es la de su hermano; el fugado es aceptado de nuevo porque su vuelta significa que acepta la autoridad del padre. Todo regreso significa una renuncia a los principios que provocaron la huida y la aceptación de la jerarquÃa. Todo regreso es, finalmente, una sumisión.
«El tiempo, el tiempo y sus aguas inflamables, ese rÃo largo que no se cansa de correr, lento y sinuoso, él mismo descubriendo sus caminos, recogiendo y filtrando de diversa dirección el caldo turbio de los afluentes y la sangre rojiza de otros canales para construir con ellos la razón mÃstica de la historia, siempre tolerante, pobres y confusos instrumentos, con la vanidad de los que reclaman el mérito de darle el curso, no cabiendo a pesar de todo disputarle el cauce en el que ha de fluir, cabiendo menos aun a cada cual remontarlo a contracorriente.»