Foto: Meritxell Gutiérrez

Londres, diario de viaje

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Foto: Meritxell Gutiérrez
Foto: Meritxell Gutiérrez

Viernes.
19.00 horas.
El vuelo ha sido tranquilo. En poco menos de dos horas hemos aterrizado en Gatwick después de un viaje suave, sin turbulencias. Las amenazas, de momento, no se cumplen. El cielo está despejado y el frío es soportable. Llevamos una mochila a cuesta con poca ropa. La idea es volver el domingo a esta hora, aproximadamente.

Caminamos, cambiamos 200 euros (pronto nos daremos cuenta de que eso es una minucia en esta ciudad…) y subimos en una especie de trasbordador galáctico que nos transporta a la estación de tren. Allí nos decidimos por el express, un ferrocarril que, por el módico precio de 25 euros, nos dejará en Victoria Station en 30 minutos. Eso prometen. Llega tarde. Ni de la puntualidad británica se puede fiar uno ya.

19.50 horas.
En Victoria hay filas de personas mirando las pantallas. Ensimismados. Los letreros anuncian todo tipo de destinos, pero decenas y decenas de hombres y mujeres permanecen allí, inmóviles, impasibles ante el movimiento que proponen las letras rojas. Parece, más que una estación central, una casa de subastas. Una carrera de caballos desbocados.

Los que sí viajan corren arrastrando una maleta de mano. Líneas de colores indican las diferentes direcciones. Estamos a punto de equivocarnos. Una mujer trota, como una atleta, con un café en la mano. El take away, aquí, es más una religión que un servicio. Veremos luego en los supermercados pasillos enteros dedicados a millones de recipientes de plástico que, con un golpe de microondas (algunos, ni eso), se convierten en banquetes improvisados en un parque, en un banco y en el trayecto hacia la oficina. En Londres no hay tiempo que perder. No es raro que un reloj, el Big Ben, sea el tótem de su skyline más representativo. Una panorámica que marca la cuenta atrás.

20.12 horas.

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Foto: Meritxell Gutiérrez

Dicen que el británico no se esfuerza en entender el inglés macarrónico que algunos hablamos. En Londres no siempre es verdad. El tipo de las taquillas de información nos atiende con normalidad. No parece importarle en exceso los tres o cuatro atentados que acabamos de hacer a sus verbos favoritos. Hemos de tomar la línea azul claro, la Victoria , y bajarnos en Warren. Allí pasaremos a la negra (Northern) para llegar a Camden. Ése es nuestro primer destino, nuestro caballo ganador.

El metro en Londres, además de carísimo (un viaje sencillo, seis eurazos), es todo un acontecimiento. Caronte te espera con los brazos abiertos (es cierto que con la tarjeta recargable Oyster los precios bajan a la mitad) para que visites a tu prometida Eurídice. Escaleras mecánicas, como dientes negros, te van bajando a las capas y capas descritas por Dante. Luego, allí, va a depender de qué estación te toque. Hay galerías, estrechas, con cerámica blanquiazul. Uno no sabe si está cambiando de línea o es el túnel del servicio de urgencias de un hospital peliculero. Si tienes suerte, verás corredores con azulejos de un verde intenso, modernista, como el Jujol del Ateneu Barcelonès.

Los viejos vagones, serpientes de larga cola, se mueven con la pesadez del hierro que transportan. Nadie escucha los crujidos de las vías porque se refugian en sus auriculares.

20.43 horas.
Las ciudades, a veces, tienen una forma muy bestia de avisarte de que responden a inercias distintas a las tuyas. Un perro ha cruzado sin mirar. El sonido alargado, infinito, de un capó que se dobla. El aullido del dueño, agarrado a una puerta entreabierta. El coche y los intermitentes. El perro se esconde, presa del golpe y del pánico. Look left. Seguro que ahora no se nos olvida.

21.14 horas.
Los hoteles (a no ser que seas un marajá) no son precisamente el principal encanto de la ciudad. Suelen ser caros e incómodos. Por ello, hemos optado por reservar piso a través de la página Only-apartments. Sí, hoy se puede encontrar un apartamento económico en Londres con un par de clics. Nosotros nos hemos decidido por la zona de Caledonian Road (se puede llegar sin problema caminando desde Camden). Es un lugar tranquilo, residencial, que te permite vivir, aunque sea durante un fin de semana, en las casas unifamiliares de ladrillo rojo. Queda algo de bucólico aquí, justo cuando te alejas del centro más turístico. Una ardilla se asoma entre los arbustos.

21.45 horas.
Huele a curry. Dejamos los bártulos en el apartamento, y bajamos en seguida. La calle está silenciosa. Nos hemos olvidado el adaptador para recargar la batería. Entramos en un colmado abierto 24 horas. Además del adaptador (aquí tampoco les importa nuestro macarronismo lingüístico), compramos un vino chileno. En la esquina, hay un restaurante indio. No nos servirán alcohol, pero no les va a importar abrirnos la botella. Comenzamos a entender, con un gesto tan sencillo, la tolerancia que reina en Londres. Dos platos de masala, con pollo y gambas, y arroz blanco. El multiculturalismo no es una receta. Pero es buen comienzo.

Foto: Meritxell Gutiérrez
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23.35 horas.
La noche se ha cerrado. Nos sentamos, con la luz apagada, en el comedor del apartamento. Las ventanas típicas, de madera blanca, son el mejor escaparate de la ciudad nocturna. Enfrente, un neón rojo que palpita. Anuncian tatuajes y otros augurios de permanencia. El autobús de doble piso, y una bicicleta que le persigue como si le hubiese robado la iniciativa. Un taxi negro clausura la jornada, como una persiana que se baja.

Sábado.

Meritxell Gutiérrez
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09:40 horas.
La urbe despierta con un ejército de tazas blancas y muffins. Abren temprano las peluquerías de viejo que, como en un acuario humano, muestran al caminante la raya que marca la elegancia. Las casas tienen, impolutas, sus puertas pintadas de un azul costanero. Llueve, pero sin estridencias. Tomamos el metro (somos, ya, unos expertos) y nos dirigimos a St. John’s Wood.

10.20 horas.
Los estudios de Abbey Road siguen allí, con las marcas a rotulador de miles de fans, que son como pinturas rupestres realizadas con tinta barata, ante el paso de cebra más cruzado de la Historia. Aterra pensar cuántas veces tendrán que pintar ese tramo de asfalto al cabo del año. Los conductores, con una sonrisa forzada, esperan a que el turista se haga la foto, imitando la ya mítica portada, de 1969, de los Beatles. El traje blanco que usó John Lennon para pasar a la calzada del éxito se vendió, en 2011, por 46.000 dólares. Cosas del coleccionismo, ya saben. Las dos farolas, coronadas con pelota naranja de cristal, se encienden en cuanto la luz hace honor a la leyenda del día nublado. Hay casas grandes, con porche, y jardines verdes. Esto, para ser una capital europea, no abruma como cuando llegamos. Nosotros también queremos pasar el paso de cebra. Lo hacemos con unos japoneses detrás. Dos señoras, inglesas como pocas, a falta de mascota, han sacado sus hermosos sombreros a pasear.

Foto: Meritxell Gutiérrez
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12.15 horas.
Nos dirigimos al circo de Picadilly, que es como una teletienda non stop. Desde allí, se puede uno perder por el Soho, que ha perdido fuerza, pero que siempre vale la pena. También las calles con sus teatros, los carteles luminosos, y las parejas que son transportadas por cuadrigas que han sustituido los caballos por ruedas de bicicleta. Siempre hay trajín en el barrio chino, con camiones que traen y se llevan cajas de todos los tamaños, y nos preguntamos si, desde allí, nos acercaremos a Hyde Park, que es un pulmón con adictos al footing.

13.05 horas.
Otra vez será. El hambre nos ha ganado la partida. No es la primera vez que venimos a Londres (siempre, viajes-relámpago), y por ello hemos constituido un ritual. Toca Tokyo. Una cacofonía perdonable, sí, al pasar las cañas de bambú y entrar en este acogedor restaurante. Mientras te sirven té japonés de forma gratuita, puedes degustar un auténtico Teriyaki o unos deliciosos Udon. Acompañen el manjar con dos o cuatro piezas de Nigiri. Necesitarán la energía si quieren seguir caminando. Samuel Johnson escribía que “quien está cansado de Londres, está cansado de la vida”. Seguimos, pues.

14.10 horas.
Suena español por todos sitios en la ciudad en la que vivió durante tantos años Cabrera Infante. En el McDonald’s, los camareros llevan banderitas. Y, sin duda, España gana aquí otro mundial. Sin necesidad de Waka Waka. Entramos para vampirizar su Wifi.

14.43 horas.
Bajamos por Trafalgar, y en la plaza de la National Gallery, Londres comienza a ser la ciudad viva de la que todo el mundo ha escuchado hablar. Mimos, músicos, danza africana, policías y manifestantes, miran cómo la tarde reclama su sitio. Acudamos a Dickens: “Cuando reflexiono sobre el pasado de esta enorme metrópolis me parece asistir al desarrollo de una espectacular obra de teatro en la que los actores son reyes, reinas, príncipes, nobles, prelados, genios, poetas filósofos, estadistas y soldados”.

Algunos entran en el museo (gratis, ¡gratis!) y otros, como nosotros, prefieren llegar hasta Westminster, cruzar el puente, realizar las postales de rigor, y pasear por uno de los lugares más placenteros de Londres. Encontraremos un mercado de libros de segunda mano, los skaters produciendo su banda sonora, conciertos en la suerte de rambla que bordea el Thames, hasta llegar a la Tate Modern (si caminan un poco más llegaran al Skakespeare’s Globe y al imponente London Bridge). La noria gigante nos recuerda que, si Heráclito tenía razón, acabaremos volviendo siempre a este bulevar.

Meritxell Gutiérrez
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15.35 horas.
En la Tate (gratis, ¡gratis!) encontramos algunas de las pinturas que Rothko colocó en un famoso restaurante de Nueva York (Four Seasons) hasta que un día fue a cenar y, horrorizado, se dio cuenta de que el arte puede convertirse en decoración en décimas de segundo. Se los llevó casi al instante de allí. Un mínimo de mística.

Meritxell Gutiérrez
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Picasso comparte espacio con una obra de Jannis Kounellis en la que dos pájaros negros, atravesados por una flecha como si fueran las mariposas de Nabokov, le dan la tridimensionalidad a un dibujo pegado a la pared. Hay una retrospectiva de Klee y sus geometrías de color. Pero es una pintura de Chirico, de 1913, la que nos llama la atención. En La incertidumbre del poeta un busto femenino, sin rostro ni rastro, posa ante unas bananas. El deseo vive cuando uno se salta el muro de la fábrica de naturalezas muertas. Los arcos de un misterioso y oscuro pasaje que, si nos atrevemos a andar, nos lleva al convoy de los sueños.

19.12 horas.
Hemos vuelto caminado a la otra orilla. En Covent Garden nos reunimos con un grupo de amigos que viven en la ciudad. El pub es un ágora techada. “El hombre que puede dominar una conversación en Londres puede dominar el mundo”, nos advertía Oscar Wilde.

Escena única. Personajes: Guillermo (periodista y filósofo, está a punto de cumplir cuatro años en la ciudad), Merit (psicóloga, acaba de celebrar su primer aniversario en Londres, trabaja en un centro de apoyo a personas con peligro de exclusión social), Cristina (periodista de Santander, especializada en ciencia) y el interrogador (o sea, el menda).

EL MENDA:
El clima no es tan malo. Sóis unos exagerados…

GUILLERMO:
Los londinenses están molestos con que París sea conocida como la ciudad de la luz cuando llueve lo mismo y hay más niebla que aquí.

MERIT:
Lo peor es el nivel frenético de la ciudad.

Foto: Meritxell Gutiérrez
Foto: Meritxell Gutiérrez

EL MENDA:
Sí, pero acabamos de venir de la Tate y hemos pagado igual a cero. ¿Eso dónde lo encuentras?

GUILLERMO:
Puedes entrar cinco minutos a ver momias egipcias si pasas por delante del British y continuar tu camino.

CRISTINA:
Y siempre hay algo nuevo en la calle. La gente que te encuentras te sorprende.

EL MENDA:
¿La interculturalidad no es un mito?

GUILLERMO:
Londres no mira de dónde vienes sino cuánto dinero tienes.

MERIT:
La verdad que es una ciudad bastante más tolerante que Barcelona. Aquí coexiste gente de todo el mundo y por ese motivo son capaces de respetar lo foráneo.

EL MENDA:
Cada vez hay más españoles.

CRISTINA:
Yo todavía no me he sentido rechazada.

Meritxell Gutiérrez
Meritxell Gutiérrez

EL MENDA:
Pero algo echaréis de menos…

GUILLERMO:
La limpieza de las calles. Y el precio de los alquileres. Por una habitación cerca del metro en Londres puedes alquilar un piso de 80 metros cuadrados en Barcelona.

MERIT:
El mar, la comida, los olores, las amistades…

(La conversación sigue su curso entre cervezas, fritangas y hamburguesas XXL).

EL MENDA:
El metro es carísimo, sí, pero habrá algo más barato, además de los museos…

CRISTINA:
Volar a casi cualquier rincón del planeta es mucho más económico desde aquí.

GUILLERMO:
Los ingredientes de la cocina japonesa, asiática, africana. En España son productos delicatessen y aquí están en la estantería del súper junto a los huevos y el porridge.

EL MENDA:
Lo terrible es ese liberalismo del que tanto presumen.

GUILLERMO:
El Reino Unido tiende a la beneficencia más que a un sistema de garantías sociales.

CRISTINA:
Yo lo noto especialmente en la Educación. Las matrículas universitarias se triplicaron hace dos cursos.

(Nos acabamos las cervezas. Son más de las once de la noche. Abrazos y besos. Se baja en telón).

Domingo.
10.10 horas.
Escribe Benjamin Disraeli que “Londres es una moderna Babilonia”. Sin torres de Babel, pero con todos los acentos, hoy es el día para pasear por el mercado de Camden. El café lo pedimos en un restaurante de comida para llevar (cómo no) regentado por una pareja turca. Escuchan nuestro macarronismo, y nos preguntan de dónde venimos. Barcelona. Sonríen. Siempre es así.

Hay un póster de Winehouse en la cocina del local. La estética de la cantante blanca con voz de negra aún inunda estos lares. Mechas descoloridas, rímel descontrolado, pañuelos con topos… Guillermo, la noche pasada, bromeaba: “Parece que no se puede ser adolescente en Londres sin maquillarse como un mapache”.

10.35 horas.
Los canales improvisan una Venecia entre chapas, comida china (qué bien hablan el español los chinos con tanto turista), zapatos baratos, abrigos de piel, y corsés que se convierten en una apología del burlesque. Hay para todos los gustos. Ahora no impresiona tanto, pero uno no puede dejar de preguntarse por las caras de asombro de generaciones anteriores cuando se encontraban por primera vez con los piercings y las camisetas fosforescentes de los cyborgs. Los consoladores son espadas láser.

Foto: Meritxell Gutiérrez
Meritxell Gutiérrez

13. 50 horas.
Nos queda poco tiempo en la ciudad y preferimos cambiar de zona para esquivar el turisteo. Llegamos a Bethnal Green y, entre bollos y panaderías, topamos con otro mercado, esta vez dirigido sobre todo a autóctonos. Los domingos, Brick Lane (se puede llegar también desde la parada de Algate East) es un guateque de olores. Elegimos matar el hambre (qué gran verbo gastronómico) con un interminable hot dog. En esta calle se han ido instalando diseñadores y modernillos de toda índole. Vale la pena. Aquí Banksy es el rey y organizan rutas para seguir sus huellas (también de Jack el Destripador, que hacía delicias con el vecindario). Dos recomendaciones: El Vibe Bar, con música en directo y, al final de la avenida, la White Chapel Gallery.

15.45 horas.
Es enero, y el sol rompe todos los esteriotipos de la urbe gris. Es momento de regresar al aeropuerto. Groucho Marx se despedía mejor que nosotros: “Me voy porque el clima es demasiado bueno. Odio Londres cuando no está lloviendo”.

Foto: Meritxell Gutiérrez
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Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

1 Comentario

  1. Oye! me encanto!! solo quisiera saber el numero de edicion de la revista y el numero de pagina! necesito hacer un ensayo y esto me ayudaria mucho solo que necesito la fuente

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