El Mundo Resplandeciente (The Blazing World, 1666) fue editada originariamente en un tomo llamado Observations upon Experimental Philosophy: To which is Added Tha Description of a New Blazing World, que consta de una primera parte «filosófica», un tratado «basado en la Razón», que da entrada y justifica teóricamente a la segunda, la novela propiamente dicha, «guiada por la imaginación», una obra de ficción; se trata de una de las primeras novelas europeas debida a una mujer, Margaret Cavendish, y se la considera precursora del género de la ciencia-ficción.
Contemporánea de la Edad de Oro de los foros de debate filosófico, Cavendish, duquesa consorte de Newcastle, coincide, formando parte de una especie de lobby racionalista -racionalismo inglés del siglo XVII, hay que tener en cuenta-, en algunos de ellos con pensadores de la talla de Thomas Hobbes y René Descartes.
La trama toma la forma de un viaje cuyo trayecto es modificado por una causa externa, llevando a la protagonista a una especie de universo paralelo, El Mundo Resplandeciente, habitado por criaturas hÃbridas de forma animal -hombres-oso, hombres-zorro, hombres-pájaro, aunque posteriormente la protagonista descubre la existencia de otras combinaciones- pero con atributos humanos.
Esos extraños seres, tan sorprendidos como ella por su aparición, la llevan al ParaÃso, residencia del Emperador, quien, creyéndola una diosa, se pone a adorarla; advertido por la dama de su naturaleza humana, la venera con otra forma de adoración: la desposa y le otorga poder absoluto sobre su mundo. Estamos a media novela, ha transcurrido la fase «romántica» -calificación de la propia autora-, y la Emperatriz necesita alguien a su lado -y la novela la identificación de la voz narradora-; asà que en un trasvase de almas del mundo real al Mundo Resplandeciente, acude nada menos que la propia duquesa de Newcastle, reclamada por la Emperatriz para que le sirva de escriba (por qué los «espÃritus inmateriales» no pueden empuñar armas pero el alma de la duquesa sà puede empuñar la pluma es una cuestión que Cavendish no aborda…).
Dispuesta a averiguar el grado de civilización del Mundo Resplandeciente y el estado de sus conocimientos, la Emperatriz se entrevista con representantes de las diferentes ciencias y oficios; las explicaciones que éstos dan a sus preguntas son un resumen de las teorÃas más en boga en el campo de la por entonces denominada filosofÃa natural, y no es extraño percibir en las explicaciones de los aborÃgenes ecos de Hobbes, Boyle, Galileo o Gassendi. Asà procede también con los quÃmicos, los galenos, los matemáticos, los oradores y los lógicos, para acabar instituyendo su propia religión -véase una de las utilizaciones del recurso racional que reivindica constantemente- y convocando a los espÃritus inmateriales a consulta.
Una vez conocida y asimilada la realidad del Mundo Resplandeciente, la propia Emperatriz y su escriba viajan al mundo de ésta -es decir, al nuestro- para observar y juzgar los contrastes entre una sociedad perfecta y la imperfección hecha sociedad; reparos que retira instantáneamente cuando visita la Familia Real, con la que se deshace en elogios; Cavendish, integrante de la Corte, aprovecha la ocasión para halagar al soberano y a su esposa, de quien es dama de compañÃa.
A pesar de tratarse, formalmente, de una obra de ficción, El Mundo Resplandeciente oculta, tras la forma de una utopÃa, dos mensajes principales -obviando el intento de tratado especulativo del prólogo de la editora, cuya osadÃa, por ejemplo, al calificar a la inglesa de «protofeminista» provoca el sonrojo del lector más ideologizado-: en contra de lo que declara la narradora, la superioridad del empirismo utilitarista sobre el propiamente especulativo -es decir, el a la larga productivo-, y la prevalencia de la nobleza de cuna, de la aristocracia sobre cualquier otra consideración, un discurso, a la vez, muy inglés y muy ancien régime.
Si bien es cierto que, en uno de los pasajes más hilarantes, ridiculiza, mediante la administración de su propia medicina, a los sofistas, también lo es que en numerosos pasajes exuda un sospechoso tufo a dogmatismo escolástico, principalmente en su menosprecio a la ciencia -un concepto que no parece tener muy claro, al menos declarativamente- en beneficio de la Razón -otro concepto fundamental que se le hace volátil-; asÃ, se ve capaz de cargar contra el empirismo, tachándolo de inútil e improductivo y, en cambio, reproduce asambleas virtuales con espÃritus inmateriales y la asistencia, discrecionalmente, de las Virtudes, en unos párrafos que recuerdan más a los alucinados textos de los -y, particularmente, de las- mÃsticos medievales que a los filósofos, a ambos lados del Canal, de las Luces.
Firme partidaria del Absolutismo, el discurso polÃtico de Cavendish tiene un sesgo conservador indiscutible; Inglaterra acababa de cerrar su Guerra Civil con la destitución de las instituciones republicanas y la restauración de la monarquÃa en manos de Carlos II, proclamado rey de Inglaterra, Escocia, Irlanda y Francia. El compromiso de Cavendish con la Familia Real le hace declarar, finalmente, ese reinado y esa forma de organización polÃtica y social como paradigma de la sociedad perfecta.
PodrÃa llegar a ser un ejercicio curioso, que sobrepasa las intenciones de estas «Notas de Lectura», investigar las semblanzas y las diferencias entre las utopÃas imaginadas por hombres y las imaginadas por mujeres, sobre todo hasta principios del siglo XX. En todo caso, y a la vista de algunas caracterÃsticas de la sociedad perfecta del Mundo Deslumbrante -religión institucionalizada, monarquÃa, estricta estratificación social-, parece deducirse que algunas de esas utopÃas han padecido un proceso de envejecimiento fatal. No obstante, igual que sucede con infinidad de obras de la literatura universal, una vez asumido ese décalage, El Mundo Resplandeciente, además de un retrato perfecto de las aspiraciones de una determinada clase social, es una obra literariamente notable escrita por una mujer indudablemente adelantada a su época y cuyo último honor fue ser inhumada en la AbadÃa de Westminster, práctica que, curiosamente, se inició en tiempos de Oliver Cromwell, el precursor republicano de Carlos II.