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(Des)apariciones

Viajar al pasado, las ilusiones perdidas y el paso del tiempo son los temas que envuelven la última novela de Miguel Serrano Larraz | Foto: Oriette Angelo

Somos la última generación que ha enviado mensajes al futuro. La última, dice Miguel Serrano, que ha escrito cartas a mano. Ahora, en un tiempo en el que impera la inmediatez, los mensajes se envían, dice, tan sólo al presente. Sin pausa, sin tiempo. Algunos de los personajes de Peter Handke han hablado de la necesidad de las cartas, de las cartas ordinarias, ésas que llegan por los caminos de tierra y que a cada tramo de ese camino ganan veracidad, validez, credibilidad, cartas que necesitan tiempo, que no pueden estar demasiado pronto en las manos del destinatario. La carta debe recorrer un trayecto en el espacio pero, sobre todo, como dice el Actor de La Gran Caída, en el tiempo. Para ello, y tal vez con el fin de evitar la contemporánea necesidad de inmediatez, inventa Serrano para Cuántas cosas hemos visto desaparecer, o al menos así lo pretenden sus personajes, un sistema de mensajería digital e instantánea que, sin embargo, respeta la demora natural, el retardo que requiere el mensaje para ganar esa veracidad de la que hablaba el personaje de Handke. El sistema calcula el tiempo que necesitaría el envío para llegar si se tratase de un correo postal ordinario, e impide que el receptor lo reciba al instante. El remitente sabe que lo envía pero ignora cuándo lo tendrá el destinatario en su dispositivo digital. Pero aún más, el invento de Serrano permite, por un módico suplemento en el precio, que el mensaje adquiera la forma de una carta tradicional, escrita a mano y sobre papel. Una carta con tiempo. Un mensaje lanzado al presente pero que llega, como debe ser, en el futuro. ¿Y por qué no, se pregunta Serrano, enviarlos a un tiempo anterior? ¿Por qué no revisitar el pasado para conocer cómo aquel tiempo pudo o puede haber modificado nuestro presente? Sin nostalgia, sin un exceso de innecesaria melancolía.

Candaya

Hay un momento en el que se enciende el interruptor de la conciencia. Puede ser un momento cualquiera, insignificante incluso. Pero es un instante vital capaz de convertirse, se convierte de hecho, en un mito fundacional, o acaso tan sólo en una mera anécdota no menos fundacional, mito o anécdota que se transforman a su vez en símbolos, profecías, confirmaciones. Tan sólo la muerte podría colapsar la posibilidad de alguno de esos instantes fundacionales. Y ni aún así. El pasado en el presente. Sus modificaciones inducidas. Rememorar así, por ejemplo, un día de la infancia en el que en apenas tres cuartos de hora se tiene la sensación de haber vivido una jornada completa, un día logrado. Y saber que a partir de aquella sensación, o a partir de esta toma de conciencia, nada volverá a ser lo mismo. Escribir para comprenderse, para reinterpretarse. El interruptor ha sido accionado, pero Serrano tiene la certeza de que antes de ese pequeño gesto ha habido algo, e intenta él mismo averiguar qué es lo que sucede con lo que estaba allí justo antes de ese momento. Lo intenta él, el autor, o lo intentan esas mujeres que son quienes tejen la historia de esta novela, quienes accionan el interruptor de la conciencia.

Algunas cosas se reconstruyen, pero no otras. Tal vez sí lo de antes, pero no lo de después, o viceversa. Sea como fuere ahí está la memoria. La memoria del cuerpo o una simple agenda anual comprada como si de un ritual se tratase. O rememorar en presencia de un extraño, de alguien ajeno al grupo del que se forma parte y al que hay que explicarle qué es lo que se está rememorando, porque esa explicación, dice Serrano, forma parte del goce de recordar. Explicar, narrar, escribir, gozar con cualquier enumeración o listado de recuerdos. Si en algún momento fue jugar al ping-pong, a la rayuela, al Trivial o al parchís, ahora la gracia es rememorar la retahíla de aquellos juegos, escribirlos, evocarlos, decirlos. De la mano de esos juegos ya vendrá lo que tenga que llegar, como de la mano del recuento de los productos que se acumulaban en los estantes de una tienda, zapatos, sonajeros, alubias, almíbar, enchufes, picaportes. Recordar y, sin embargo, no acordarse de nada, confundirlo todo, mezclar fechas, detalles y personajes. Recordar lo accesorio y olvidar que en aquella tienda también había veneno para ratas, latas de especias para la matacía o tinte negro para los lutos. La memoria es una orquesta, dice Serrano, y la experiencia, un sistema defectuoso.

Tal vez no nos queda sino, como se dice en la novela, idear modos satisfactorios de dejar pasar el tiempo, «lodazal, calma, juego tranquilo». Tener la sensación de que ya falta menos. Pero no limitarse a morir, no, sino borrar la conciencia poco a poco, dejarse fundir con el entorno, como hace la Toña, la abuela de Sonia, la amiga de Berta, una de esas mujeres de esta historia de mujeres y generaciones, fundirse, sí, disolverse en el tiempo. Y ello aunque siempre continúe siendo verano, uno de esos veranos interminables del pasado que ni se dispersan ni se deshacen, siempre el mismo verano, siempre el mismo cuerpo o la misma agenda, pero nunca la misma agenda ni el mismo cuerpo ni el mismo verano. Porque como en la leyenda del barco de Teseo, esa leyenda que no es tal sino paradoja, un texto que ha tenido Sonia que traducir en un examen, o en una vida, todo cambia. En esa leyenda o paradoja se dice que una tabla podrida del barco debe sustituirse por una nueva, y que como todas sus tablas se habrán ido deteriorando con el tiempo, llegará un momento en el que el barco, reemplazado pieza a pieza, ya no sea el mismo barco, la misma agenda, el mismo cuerpo.

«Dice la voz de Berta», dice Serrano. Y aunque Berta sea una presencia, su voz serpentea por toda la novela, su voz más que la propia Berta, que su presencia, su mensaje llegado desde el pasado o desde el futuro, tanto da, una voz que serpentea como lo hace la novela. Alguien, en la narración, rememora un túnel. Un pasadizo que une dos lugares, pero que no ha sido trazado en línea recta. Es necesario, dice quien lo rememora, rodear las cosas. Como si la tierra estuviese esponjada, sembrada de agujeros por entre los que el túnel deba serpentear. Hay varios agujeros a lo largo de la novela, varias oquedades repletas de sentido, sustanciales, que obligan al texto a ese ritmo de las idas y las venidas. Está, en el texto, la muerte como vacío, como agujero repleto sin embargo. Está el agujero en el pecho de Sonia, como un vórtice que todo lo arrastra y que es memoria del cuerpo. Hay un agujero en el espacio, en el lugar de ese pueblo tangible y vaciado en el que las casas crujen para reacomodarse cada día. Hay un agujero en cada una de las historias ajenas que en esas casas se suceden. Hay el agujero del vértigo, del dejarse caer, del profundizar en el descenso. Hay un virus del lenguaje que corroe, serpentea, excava túneles que nunca van en línea recta.

Con el simple subirse a una silla, con esa extrañeza que genera el cambiar de punto de vista, todo se modifica. También la percepción del tiempo. Alejarse de sí, tomar prestadas las voces de Berta y Sonia, alejarse de lo propio, perderse en un Pirineo o en una Iowa más o menos imaginarios, confiar siempre en la ficción como máquina del tiempo y tener la certeza de que sí que lo es, y ser consciente, o no, de todo lo que se ha visto desaparecer, todo ello es lo que Miguel Serrano hace para construir ese mensaje que, con la demora natural y necesaria que requiere la verdad, modificará sin nostalgia el tiempo y nos llegará más tarde o más temprano.

Miguel Ángel Ortiz Albero

Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968) es escritor y artista plástico. Ha escrito varios libros de poesía, el último, publicado en 2020 'El gran guiñol'. Es también autor de varias novelas y de los ensayos 'La danza de la muerte. Bailar lo macabro en la escena, la literatura y el arte contemporáneos' (2015), 'Variaciones sobre el naufragio. Acerca de lo imposible del concluir' (2017) y 'Un andar sosegado. Paseos con Peter Handke' (2020).

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