París sin fin

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 Foto: Andreaspopp | Flickr Commons
Foto: Andreaspopp | Flickr Commons

La editorial Acantilado ha publicado en febrero de este año La última modelo (Le dernier modèle, 2012), en traducción de Juan Díaz de Atauri. Se trata de un documento a medio camino entre el ensayo y la novela, donde el autor, el historiador del arte Franck Maubert, narra en primera persona el encuentro que tuvo con Yvonne-Marguerite Poiraudeau -conocida como Caroline-, la última modelo y amante del escultor suizo Alberto Giacometti.

Maubert evoca, en primer lugar, su experiencia en el Musée d’Art Moderne a partir de la contemplación de un retrato titulado Caroline, un óleo de 92 x 65 cm del año 1965, firmado por Giacometti:

“Tras la trama de trazos oscuros, la fuerza de sus ojos profundos, como excavados en la materia, me atraía poderosamente. Cuanto más los miraba, más me atraían, como si giraran levemente en sus órbitas para hipnotizarme. Operaban por sí mismos, sin ningún soporte externo […]. Me echo hacia atrás, me acerco, entro en el cuadro.”

Franck Maubert, cuyas lúcidas y reveladoras entrevistas a Francis BaconL’odeur du sang humain ne me quitte pas des yeux (2009)- fueron publicadas en español también por Acantilado (2012), y que acaba de sacar en Francia un ensayo sobre Alberto Giacometti titulado L’Homme qui marche (Fayard, 2016), hace aquí un retrato de Caroline, el último gran amor de Giacometti, al tiempo que nos ofrece valiosos vislumbres y escorzos de los últimos años de la vida del artista. Treinta años después de haberse visto zarandeado por la contemplación del cuadro titulado Caroline y fechado en 1965, Maubert busca la ocasión de citarse con esta mujer en Niza, en el modesto apartamento donde vive ella ahora. El olor de los naranjos y de las lilas, “un sol que templa el aire” y el trajín de los turistas en la Promenade des Anglais se filtran en la evocación de este encuentro con una Caroline ya anciana y enferma de diabetes. Una mujercita menuda, con una complexión estilizada propia de una profesora de baile, y un aire entre fatigado y ausente, se apoya en la barandilla de hierro forjado de una terraza en la que destaca una jaula vacía, con la puerta abierta, mientras los pájaros revolotean o se posan en las ramas de un limonero. Su mirada de ojos húmedos es intensa, como la de aquel cuadro pintado cincuenta años atrás. Caroline declara que no sabe hablar y nunca ha hablado. “Todo en ella es frágil, hasta las sonrisas que puntúan su mutismo”.

En 1958, cuando conoció a Giacometti, Caroline era una fille de bar, una joven procedente de la costa de Vendée que fue a París en busca de dinero rápido y se prodigaba por los bares de Montparnasse. La joven encarnaba la ligereza de la juventud, pero también el misterio y el peligro para ese hombre cuarenta años mayor que ella que andaba siempre cubierto de yeso y pintura, y al que conoció en Chez Adrien, un bar de la rue Bréa. Al escultor le divertía hablar con las prostitutas y observar sus idas y venidas con los clientes. Pero la pasión por Caroline fue otra cosa desde el principio:

“No deja de observarla atentamente: sus ojos verdes, sus pómulos, su boca roja, y cierta elegancia y encanallamiento en su porte, que su voz, ligeramente quebrada, refuerza […]. Se siente atraído por esa desconocida, cuya alma intuye. Es enigmática. Su misterio lo transporta. La sigue hechizado por las calles de París como si fuera un detective, más bien torpe, que acecha a su presa, escondido detrás de un castaño del boulevard Raspail o tras las hojas de un periódico. Caroline le intriga, le inquieta, le vuelve loco. Subir con ella a una habitación para hacer el amor no le basta. Alberto la quiere conocer a fondo, saberlo todo de ella, quiere que ella le cuente sus extravagancias y sus misterios, eso le excita.”

Caroline, que apenas contaba veinte años, era una chica moderna de finales de los cincuenta. Su rostro angelical ocultaba muchas sombras; tenía una expresión alegre y melancólica al mismo tiempo, y un cierto extravío en la mirada. Libre y espontánea, no contaba sus secretos ni hablaba de los demás hombres. Desaparecía durante días y reaparecía de golpe, sin dar explicaciones. Giacometti jamás le hizo un solo reproche; repetía una y otra vez que ella era su diosa, su desmesura. Ella lo llamaba, cariñosamente y con emocionado respeto, “ma Grisaille”. Ambos aspiraban a que su amor fuera sublime.

De vez en cuando, Giacometti y Caroline hacían excursiones en el coche rojo descapotable que él le había regalado. Subyugados por el vértigo de la velocidad, atravesaban París y se refugiaban en parajes escondidos que hallaban adentrándose en carreteras perdidas. Pero invariablemente volvían a la ciudad, y a menudo se regalaban con ostras y vino blanco en la Brasserie Lorraine de la place de Ternes. Siempre terminaban callejeando en Montparnasse, que era “su centro de gravedad”. En la colección de litografías París sans fin, aparecen visiones fugaces de la ciudad y sus afueras, imágenes captadas al vuelo por Giacometti, lápiz en mano, a bordo del MG rojo, sentado en una terraza o trabajando en su taller. Aparecen en sus páginas, esbozados, los árboles del bosque de Meudon, las terrazas de café-tabac, el restaurante Bleu, el Museo de Historia Natural, las torres de Saint-Sulpice, el quai de Montebello, Notre-Dame, autobuses, fachadas, viandantes… Dice Maubert:

“Todas estas secuencias, presentadas como lo haría un cineasta, transmiten la sensación de un París intemporal; preciso e impreciso a la vez […]. Este Paris sans fin representa probablemente la culminación del arte de Giacometti. Y una especie de revancha del dibujo respecto de la pintura y la escultura”.

La relación entre Giacometti y Caroline no fue tortuosa sino un amour fou sin acritud ni reproches, construido sobre la voluntad de estar -de errar- juntos a toda costa, a pesar de los celos de Annette, la esposa del artista, y de la incomprensión, lindante con el desprecio, de su hermano Diego. Caroline vivía en un pisito, apenas más grande que una habitación de hotel, en la rue Clotet, en el decimoquinto distrito; allí compartía su vida con Giacometti. Es cierto que en París nunca lo acompañó a las comidas y tertulias con Jean-Paul Sartre y Jean Genet, aunque sí viajó con él a Londres, con motivo de la exposición en la Tate Gallery, y hasta compartió una cena con Francis Bacon. Caroline se casó, repentinamente -esto es, tras una desaparición de quince días-, con un rico octogenario, y Giacometti siguió casado con Annette. Con todo, su relación duró hasta la muerte del artista en 1966; en el hospital de Coire, en Suiza, su última modelo y amante le cogió la mano por última vez:

“Cuando Caroline cierra la boca del muerto, piensa en una de sus esculturas. Fuera, la nieve sigue cayendo”.

Más allá de la relación amorosa, La última modelo ofrece el interés de mostrar algunos aspectos poco conocidos de la vida personal de Alberto Giacometti, el artista cansado e insomne que se veía a sí mismo como un perro flaco de espinazo curvado –Le Chien, una de sus esculturas más representativas-, tal como reconoció Marlene Dietrich, en un episodio que recoge también Maubert. Gracias al testimonio de Caroline sabemos, entre otras cosas, que Giacometti consideraba torpe la escultura de piedra en comparación con la cabeza viva. Él buscaba la imperfección, el efecto de lo inacabado. Su última modelo, a quien intimidaban aquellas estatuas erguidas como personas, explica cómo eran las sesiones de posado en el taller de la rue Hippolyte-Maindron:

“El lugar desolado, atestado de cosas, y la uniformidad de la escala de grises la sorprenden […]. En el suelo, en un rincón, un montón de pedazos de yeso; un somier con tapicería de rayas manchado de pegotes blancos y, encima, cuadros vueltos; contra las paredes, marcos y lienzos y más lienzos, unos acabados, otros a medias […]. Tarda en distinguir las paredes cubiertas de dibujos esgrafiados y de grafitos. Y, sobre todo, a la luz de una bombilla desnuda, las cabezas, los personajes de yeso, de todos los tamaños, un bosque de estatuas que examinan a la nueva modelo.”

Samuel Beckett, amigo del escultor, dijo que ser artista es fracasar como nadie se atreve a fracasar. Giacometti fue consecuente hasta el final de sus días. Caroline confirma que era hosco trabajando: echaba pestes, hacía muecas, refunfuñaba. A menudo parecía a punto de aullar de rabia o ansiedad. Empezaba el mismo retrato una y otra vez, arrugaba hojas, pensaba en voz alta. Cruzaba y yuxtaponía líneas y más líneas, hacía y rehacía. Para él, la obra significaba imposibilidad.

Afirma Franck Maubert que en el arte de Giacometti, que distorsiona e interroga el cuerpo humano, tratando de expresar una tensión sin aferrarse al sentimiento -tratando de aprehender lo inaprehensible-, todo converge en la cabeza, un laberinto de líneas del que tiene que surgir un rostro: “se obstina en enmarcar y en volver a enmarcar, en dejar amplios márgenes y reducir la cabeza una y otra vez”. La cabeza es un núcleo de violencia para Giacometti; y los ojos, el reflejo del ser.

Acantilado
Acantilado

La última modelo de Franck Maubert restituye la palabra, el recuerdo de una mujer mayor que declara que no sabe hablar. El libro trata de este solo día en Niza, pero también de la creación artística y de la pasión; de la vía secreta y de la escucha. El encuentro mismo, la larga entrevista, deviene motor de creación, un enigma que no se agota. Maubert apresta sus dotes de oidor y de narrador, captura la verdad y sus matices soterrados, apenas susurrados o entrevistos, con paciencia y talento recreador. El resultado es un relato lleno de sensibilidad y de una languidez confortable: se adentra con pudor y delicadeza en la intimidad de una mujer que cuenta solo lo que quiere contar pero que sugiere mucho y tiene un gran poder evocador. El escultor suizo es presentado como el contendiente del fracaso; la duda constante y la frustración lo atenazan. Por su parte, Maubert se propone, como narrador, no traicionar la memoria y la intimidad de los protagonistas, y para ello renuncia a la aspiración grandilocuente de desvelar toda la verdad. Traza unas líneas, esboza un sentido, como el propio Giacometti hacía en sus retratos. Busca llegar al otro lado de los silencios de Caroline, sabiendo que no será jamás capaz de restituir el enigma, y consigue dar cuenta de esa paradójica suma de fuerza y desamparo que se aloja en esa mujer ya anciana. El autor le sonsaca dulcemente recuerdos e imágenes. Retazos de la vida pasada. Fotos en blanco y negro con los bordes dentados. Caroline coloca lo vivido por encima del arte, como si solo creyera en el momento presente. Se estremece, se atropella, se contradice; en un momento dado, murmura que la vida no merece la pena. Su manera de fumar -Kool mentolados-, de beber -Campari- y de moverse evoca otros días y noches, los de los bares de Montparnasse, cuando ella era libre como “uno de estos pájaros que revolotean alrededor de su jaula con un ala dentro y otra fuera”.

Por momentos, Caroline se queda quieta, inmóvil. Tiene esa extraña forma de evadirse, de no estar ahí de golpe. Tal vez se trate de una estrategia para evitar escarbar en la memoria; de un gesto reflejo de autodefensa. “Tengo ganas de saber más -escribe Maubert-, pero temo que en cualquier momento se rompa el delgado hilo que nos une”. El autor reconstruye el rompecabezas con trozos sueltos y va descubriendo un dibujo con fondos lejanos y difusos, en los que destacan elementos más vivos o reales:

“Una línea de sombra libera su rostro y, por momentos, no sé si es la Caroline de las fotografías, la de los dibujos y los cuadros o la actual. Seguramente es un poco las tres. Sus ojos confirman que no es más que una”.

Franck Maubert se comporta como un pintor ante un lienzo: aplica luces y sombras al retrato de esta mujer fascinante y misteriosa. El crítico ensalza “la luz que perfila la encarnadura del rostro”; en su sonrisa de ahora adivina los rasgos de antaño “como la línea de un dibujo con sus pentimenti”. También utiliza una metáfora pictórica para hablar de los recuerdos, que se diluyen “en una confusa veladura”. De este modo, Maubert libra -como Giacometti con sus cuadros y esculturas- su particular “combate con lo indecible”.

“La luz empieza a debilitarse. Caroline enciende una lámpara que hay en la mesa cerca de la entrada. Me fijo en las marcas de cansancio de su rostro y decido dejarla. Me mira una última vez y yo sé que hoy, hoy o cualquier otro día, ya no me va a contar nada más. Estoy seguro de que prefiere guardarse algunos secretos para ella sola. A los misterios de Caroline corresponden los enigmas de Alberto”.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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