Si Robinson Crusoe es el hombre moderno, Mr. Ripley es el contemporáneo. No tiene identidad, por eso la finge o la suplanta constantemente. Está incluso dispuesto a matar a su amigo con tal de creerse o crearse durante un tiempo esa identidad que sabe que no tiene. No se soporta a sà mismo. No se distingue ni sobresale por nada en particular; solo destaca por su destreza de contable y por su habilidad para emular cómicamente a otras personas (igual que la delincuente y la experta imitadora Becky Sharp de Thackeray; pero Ripley es sharp sin el encanto irresistible de la Sharp).
Simulación, manÃa, patologÃa. Pero la pizca de verdad emerge a la superficie de manera inevitable. Los sudores frÃos, los mareos y los desmayos que en cualquier momento podrÃan traicionarlo son la verdad que se esconde bajo las múltiples máscaras, pues le nacen de su maldito deseo de tener siempre que ser otro.
No es paradójico. El Tom Ripley que reaparece al final de la novela es otro Ripley más. Es el asesino de Robert Greenleaf, el legÃtimo dueño del anillo y los zapatos. No nos sorprende. Tom no soportaba tener que calzarse sus propios zapatos porque, sencillamente, no los tenÃa. Un don nadie, pensaba, un don nadie como yo no puede permitirse un viaje a Italia. Un cualquiera de Boston solo podrÃa arruinar el viaje más bello de todos, el errar por los mares salpicados de islas y los miles de archipiélagos. Pues allà solo llegan los héroes resoplantes cuyos gritos de trueno alcanzan y hacen temblar las cimas del mismÃsimo Olimpo. Allà solo consiguen llegar quienes soportan con sus cuerpos las armaduras doradas (Grecia es dorada, Grecia es el Sol). Allà solo merecen descansar los que han podido sostener hasta el final los más resonantes, los más densos; las lanzas y los escudos más pesados de todos.
El héroe ha sido siempre un asesino (estaba lo suficientemente vivo como para luchar y defenderse). El contemporáneo solo mata porque ya está muerto. Esta es la situación. Esta es la condición. Asà que el héroe muerto desembarca en El Pireo como si nada. Pisa las calles de la sagrada Atenas («allà estaba Hefesto, estaba Atena; allà estaba el Kerameikos, estaba el Ãgora; allÃ, muy cerca, estaba el cabo Sunio y el dios de todas las olas, los delfines, los tritones, las nereides, todas las criaturas sumergidas en las profundidades del mar; y allà estaba también el rojÃsimo sol del último Crepúsculo»).
No pasa nada. La enorme fortuna que ha labrado matando a su amigo le abre las puertas de Grecia, que son las puertas del mundo: Japón, la India, Java, Todo. Un mundo en el que estará solo, naturalmente, pero ni eso le importa demasiado. Al fin y al cabo, Ripley no es capaz de tener a nadie demasiado cerca.
Asà que aceptémoslo una vez más. Asà es nuestro contemporáneo. Asà somos nosotros. Los que no nos soportamos ni a nosotros mismos ni soportamos tampoco a los demás. Los que buscamos desesperadamente las voces más vacÃas y más superficiales para que parezca que lo soportamos. El Martini en compañÃa, los cócteles de moda. Asà somos: Ripley nos pone en el espejo. Le repugna la gente pero no puede vivir sin ella. Le repugnan más aún las mujeres y sus escandalosas curvas –le entran náuseas con solo pensar en la ropa interior de Marge esparcida por el suelo de su dormitorio–. Quizá amaba un poco a Dickie. Quiso besarlo en la soledad de esa lacha alquilada (lugar del crimen) que desde el puerto de Niza corrÃa veloz hacia la inmensidad. Pero no se permitió ese amor. O no supo permitÃrselo.
Al final de la novela solo queda la pulsión adquisitiva. Al final solo permanece el permanente deseo insatisfecho, lo imperioso insoportable, el ansia infinita de la posesión. A su amigo le hizo el amor al matarlo.
Esta es la coda de El talento de Mr. Ripley: los anillos, los relojes, el dinero escondido en Sicilia. Asà somos. Ripley ama su maleta de piel de antÃlope porque es de Gucci y está muerta. Adora tener que hacer de nuevo su maleta para marcharse siempre a otra parte. La incurable inquietud del hombre moderno permanece, pero se ha vuelto obscena y sórdida. La economÃa de Crusoe sigue adelante, pero ya no como el medio necesario para vivir en una isla desierta, sino como la llave para entrar en los hoteles más lujosos de Europa. La condición desamparada permanece. El niño sigue siendo un huérfano que ha crecido sin la dulzura ni el cariño de un afecto verdadero. El viaje que rompe con el mundo conocido; la larga travesÃa hacia la vieja Europa.
Pero notamos algo raro, algo distinto. El empuje ya no lanza hacia las grandes empresas condenables (el tráfico de esclavos, las plantaciones de negros, los sucios negocios de Crusoe). La atmósfera ha cambiado. Tom Ripley se replegado en una cáscara tan lujosa como vacÃa, y es ahà donde puede y quiere vivir.
Esta vez el embajador tan solo ha fingido tomarse la molestia. Navega hacia Italia en primera clase. Asciende a los pueblos de Amalfi. Se pone de cara al sol y hace como quien transmite un mensaje muy importante (el «vuelve ya» paterno, la madre enferma y moribunda). El padre preocupado ha volado en vano hasta Venecia.
El embajador que ha concebido Patricia Highsmith nunca quiso serlo. Y mató y robó y no medió en absoluto. Y no vio y no comprendió como sà pudo comprender el theorós lúcido de Henry James.
Conquistar el espacio más distante. Rasgar de una vez todas las amarras. Borrar el origen. Cuenta nueva. Vida nueva. Ella lo pensó bien: un embajador lo es cuando pertenece a algo, lo que sea; sin puntos de referencia y sin nombre al que volver, Tom no podrÃa ser jamás un embajador. Ripley, quien nada tenÃa, quien nada recordaba, quien nada conservaba, no pudo ser más que un usurpador. Y supo serlo. Tan mÃo es esto como aquello. Tanto soy tú como soy yo. «Al mejor hotel de Atenas, al mejor, al más caro de todos».