Jonathan Franzen | Foto: Greg Martin

Pureza

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Jonathan Franzen | Foto: Greg Martin
Jonathan Franzen | Foto: Greg Martin

-[…] ¿Por qué meter todo eso en mi vida ahora?

-Porque es real.

-Nada es real.

-Yo soy real.

Como la mayor parte de las corrientes estéticas, el realismo literario surge formalmente a mediados del siglo XIX como reacción a la corriente dominante anterior, los excesos y la grandilocuencia del romanticismo, con la intención de recuperar la realidad y decidido a reproducirla en toda su desnudez. Fue Balzac quien pretendió que su obra magna, La Comedia Humana, una de las cumbres del realismo literario, se aferrara tanto a la realidad que pudiera sustituir al registro civil; tal vez esa aspiración caiga en otro exceso tan criticable como los de los románticos, ya que, al fin y al cabo, la realidad que se nos impone es la realidad subjetiva del escritor, que toma el mando para convertir en universal su percepción personal, y que, por tanto, debe contar con la irrenunciable complicidad del lector; pero, en todo caso, posee la suficiente fuerza para constituir un marco de referencia tan válido como cualquier otro: el realismo es un código compartido en el que el lector limita sus expectativas de sorprenderse a todo lo que se halla más acá de las fronteras del modelo; y cuando digo sorpresas me refiero en el código, por supuesto, no en el contenido.

Sin embargo, la relación de la realidad con la fidelidad no se da por descontada. Numerosos textos a lo largo de la historia de la literatura se han apoyado en aquélla -las autobiografías, sin ir más lejos, o las numerosas confesiones, desde San Agustín hasta Rousseau, han pretendido ser relatos reales, igual que los textos bíblicos del Pentateuco o las grandes epopeyas clásicas- pero no han sido, necesariamente, fieles a la realidad objetiva; es en el intersticio entre ambas donde si sitúa el hecho literario.

Otra de las relaciones conflictivas de la realidad es la que mantiene con la verdad. Obviamente, una cosa puede ser real sin necesidad de que sea cierta, y es esta ambivalencia la que posibilita, en este caso y no necesariamente sólo en este caso, el acto creativo: ninguna verdad puede manifestarse a través de una mentira, el arte es una mentira que, por convención, tratamos como si fuera verdad para tener el poder de suplantarla, modificarla e instrumentalizarla. Es posible que fuera precisamente el realismo el que dejara sin contexto esa dicotomía cuando renunció a la identificación realidad con verdad mediante el concepto mucho más relativo de verosimilitud, y cambiando el eje de coordenadas hacia el de realidad -o, en términos modernos, no-ficción– y ficción.

Salamandra
Salamandra

El siglo XX, como es notorio, ha dado al traste con este statu quo. Primero, el modernismo hace saltar por los aires esa distinción, y desplaza de nuevo el marco centrando la atención entre lo que es narrable y lo que no lo es; posteriormente, con la llegada de las nuevas formas expositivas facilitadas por la aparición de nuevos medios expresivos y, tal vez, por un agotamiento del modelo o por un afán de experimentación que pusiera en entredicho cualquier tipo de límite, incluso esa distinción desaparece. Tras ese accidentado recorrido, la concepción de la novela como forma prevalente de narración ha sufrido tantos cambios que lo que actualmente puede considerarse como tal sería irreconocible para Balzac, con lo que los lectores -y no digamos los críticos- hemos salido ganando porque el abanico de opciones se ha ampliado hasta límites inimaginables. Sin embargo, nos equivocaríamos si pensáramos que toda evolución significa necesariamente progreso -incluso en biología se cuestiona este axioma- y que toda nueva corriente, tendencia o experimentación se construye sobre las ruinas de las anteriores.

Pero todo este preámbulo no pretende ser una discusión académica acerca de conceptos que se escurren de las manos cuando intentamos aprehenderlos, solamente es un planteamiento de uso estrictamente personal para entender por qué, en pleno siglo XXI, el realismo, lejos de ser anacrónico, es una opción tan válida como cualquier otra en el campo de la ficción; y por qué, si leemos con admiración a Balzac, no podemos experimentar el mismo placer al leer a un autor contemporáneo.

Purity

Pip es una muchacha que ha crecido con la idea de que es hija de una madre soltera, hipocondríaca e histérica, y que se dedica, a falta de mejor ocupación, a la venta telefónica, con el fin de poder resarcirse de una deuda importante resultado de un crédito para pagar sus estudios universitarios. El apodo de la protagonista va mucho más allá de la coincidencia con el personaje dickensiano -las referencias a ítems literarios, desde el propio Charles Dickens hasta el contemporáneo Jonathan Safran Foer, son constantes, al tiempo que su madre, Anabel, posee sugerentes rasgos de Miss Havisham-, aunque:

«-Porque no me lo permiten. No está a mi nombre. Mientras sigas [su madre] viva, a mí sólo me toca tener grandes esperanzas.»

Su verdadero nombre es Purity (Pureza) Tyler, un nombre que le provoca una solemne incomodidad pues, a su parecer, debido a la imposibilidad de asumirlo, es la fuente principal del conflicto que mantiene entre sus aspiraciones personales (purity, pureza) y su realidad (reality); es un personaje que avanza, a lo largo de la novela, subiendo todos los escalones que la llevarán, desde un desenfrenado, improductivo y disfuncional idealismo inicial, fruto de su juventud pero también de unas expectativas no cumplidas, hasta la realidad más cruda, la que no tiene ya remedio, pero que significará el final de su queste -y que justificará el carácter del final de la novela-; la búsqueda de su identidad -no conoce quién es su padre, y su madre se niega a facilitarle esa información- es el armazón externo que recubre el edificio narrativo -el anzuelo que tiende Franzen al lector, lo que en narrativa clásica tomaría el papel de «intriga»-; pero es aquel conflicto, en suma, una cuestión moral, la cimentación real que sostiene, realmente, la construcción de la novela. Un pequeño episodio, en el que Pip se somete a un cuestionario para una demanda de empleo, sirve como metáfora perfecta para reflejar ese conflicto y la desubicación consecuente: se trata de un cuestionario acentuadamente ambiguo cuyas respuestas no se computan según el eje correcto/incorrecto sino según verdadero/falso. Pip resulta ser, en definitiva, uno de los personajes más inquietantemente atractivos de la novela realista contemporánea, más humano y más inequívocamente equívoco y evasivo, más perfectamente caracterizado, más maltratado por el autor, pero también más disculpado y más perdonado.

«Se puso la blusa y bajó al vestíbulo. Su decisión parecía irrevocable, como si ni siquiera dependiese de su voluntad, y estaba dispuesta a pasarse el día y la noche enteros allí sentada si era necesario. Pero Pedro regresó con el Land Cruiser cuando no había pasado ni una hora. No se vio con ánimos de ir sentada delante, a su lado; se sentía como si tuviera un cuerpo lleno de espinas, contaminante. Se recostó en el asiento trasero y esperó que la vergüenza, la culpa y las dudas de última hora la abrumaran.

Cuando esos sentimientos llegaron, fueron incluso peores de lo que había previsto. Durante dos días apenas hizo nada más que quedarse acostada, sin reaccionar a las idas y venidas de sus compañeras de habitación. Había volado alto mientras se gustaba a sí misma en la misma medida en que gustaba a Andreas, pero ahora, al haber provocado su desagrado, había caído ella también en el pozo de la autorrepulsión.»

Desde el primer diálogo inicial, una de las coordenadas del texto queda perfectamente definida: la cuidada y precisa caracterización de los personajes. Otro, como quedará de manifiesto a lo largo del texto -excepto en el principio y en el final-, son los saltos que rompen la línea temporal para apoyar la línea narrativa: normalmente, se usan para ampliar la información correspondiente al personaje y relativa a la situación narrativa «principal», pero Franzen, aparte de darles este uso, los emplea para caracterizar al personaje en un sentido más general y para dar consistencia a una situación ante la que se enfrentará en el futuro. Esta línea quebrada -tal vez sería más adecuado hablar de elíptica- es una estrategia narrativa magistral: el orden temporal se deja en manos de la trama, obviando el orden cronológico; es más difícil de seguir pero, lejos de constituir una frivolidad o un ataque de originalidad del autor, dota a la novela de una atmósfera envolvente que es, tal vez, uno de sus mayores logros, junto con las descripciones y los ingeniosos diálogos, en lo que a técnica se refiere.

«Fuera hacía un tiempo desagradablemente perfecto. Estaba tan hecha polvo que recorrió Mandela Parkway sin cambiar de piñón, con la misma lentitud con que discurría, por encima de su cabeza, el atasco en la autovía elevada. Al otro lado de la bahía, el sol lucía aún bien alto sobre San Francisco, ligeramente velado, pero no cubierto, por la bruma que ascendía del océano. Al igual que su madre, Pip empezaba a preferir la llovizna y la niebla densa porque no contenían ningún reproche.»

Excepto en un capítulo intermedio, y sobre cuya justificación ya volveré más tarde, la voz cantante -como en toda novela realista que se precie- la lleva un narrador omniscente pero de ningún modo neutral: sarcástico, crítico, manipulador:

«La partida renuente de Marie supuso otro momento casi insoportable al que no puso fin el sonido de la puerta al cerrarse. Nada podía ponerle fin. Pip no era capaz de salir de la cama, y mucho menos del cuarto, donde el fuerte resol de otro día asquerosamente perfecto podía haberle provocado, con siceridad, la muerte de pura vergüenza».

Sobre cuyas manifestaciones el lector debería mantenerse sobre aviso: por qué cuenta lo que cuenta y calla lo que calla; puestos a hurgar en la conciencia de Pip, por qué lo hace con profundidad en algunos episodios y en otros, en cambio, cuando la acción reduce su ritmo, omite qué hace Pip, qué piensa, hurtando al lector del debate que mantiene consigo misma, a beneficio de inventario, para ir desgranándolo posteriormente, en situaciones temporalmente alejadas de la principal, aunque emocionalmente próximas.

«Había en su rostro [de su madre] una expresión de amor tan transparente que a Pip le pareció casi obscena.»

Así pues, tenemos a un personaje desubicado y con la sensación de que todo le mundo toma las disposiciones que debería tomar ella, que su vida está en manos de los otros, y que su destino es que cualquier persona que se relaciona con ella le traicione; sin embargo, también tiene la sensación de que está pagando por unos errores que, es cierto, son bien suyos, pero que han sido cometidos siguiendo las indicaciones de los otros, y de los que debe redimirse en solitario. Solución: la huida, claro; ¿hacia dónde? No importa, lo esencial es largarse, como si alejamiento físico comportara la desaparición de los conflictos personales.

A partir de este momento, en el que el abanico de personajes se despliega hasta completar el elenco, empezando por Annagret y Wolff, dos personajes de oscuro pasado en la extinta RDA, y acabando por Leila y Tom, directores de una página web de filtraciones, permítanme que vuelva un momento al narrador: aunque es evidente que se trata del mismo, es muy curioso su camuflaje -más que empatía- con los protagonistas, casi diría que su identificación con los mismos; así, es capaz de pasar de la ingenuidad culpable pero rebelde en el capítulo en que se demora con Pip a un expreso y cáustico cinismo cuando habla de Andreas, por más que lo haga en boca de otro personaje.

«Tenía la impresión de que [un personaje secundario] era una de esas personas cuyo amor propio no estaba templado por el pudor y resultaba, por tanto, altamente contagioso.»

Andreas Wolff es uno de los personajes principales, probablemente debido a su extremismo, mejor caracterizados; por otra parte, su aparición señala el comienzo de las correspondencias entre personajes, como si cada uno tuviera su némesis -y relaciones conflictivas con sus progenitores y con sus parejas, fijas u ocasionales-, una característica común que gestiona de manera opuesta. Cada personaje tiene su complementario, cada pareja su contrapareja, como en un desfile ante espejos deformantes en los que el parecido entre lo reflejado y la realidad es una ilusión, un perverso efecto espejo que no deja se reflejar lo real. Al mismo tiempo, todos los personajes principales poseen, al menos, una doble faceta, un rostro de Jano, que es sobre la que Franzen fundamenta la trama; todos, menos Purity que, a pesar de tener que cambiarse a menudo de ropajes, sigue, en el fondo, manteniendo una sola personalidad, ahí reside su pureza, ese rasgo inalcanzable que salva a quien puede conseguirlo.

«Ella apareció a la séptima tarde, pálida, hambrienta y vestida con el mismo impermeable feo que llevaba la mitad de los adolescentes de la República [Democrática Alemana]. En la Siegfeldstrasse caía una llovizna fría y desagradable. Annagret ocupó el último banco del fondo, agachó la cabeza y entrelazó las manos, macilentas y mordisqueadas. Al verla de nuevo, tras haberse limitado a imaginarla durante una semana entera, el contraste entre el amor y la lujuria lo abrumó. Resultó que el amor era extrañamente claustrofóbico, capaz de mutilarle el alma y revolverle el estómago: una sensación de infinitud embotellada en su interior, un peso infinito, un potencial infinito que sólo podía salir por la única y pequeña válvula de escape que era aquella temblorosa chica pálida cubierta con un impermeable de baja calidad. Nada más lejos de su mente que la posibilidad de tocarla. Más bien sentía el impulso de arrojarse a sus pies.»

sin embargo, el vaivén -y la ocultación- a que somete el autor a los lectores no parece justificar alguna de las escenas… ¿Es necesario en pureza el episodio de la iglesia con Annagret? La respuesta fácil es «no», por supuesto, al menos llegado este punto de la acción, aunque: a) se supone que Wolff tendrá un papel principal en la trama -a menos que se trate de alguno de los McGuffin que Franzen va dejando gotear-; y, b) esta cuestión sólo tendrá respuesta, y justificación la inclusión del episodio, más adelante. Franzen manipula al lector imponiéndole «su» realidad, y lo hace, además, con la posología que impone. ¿Se tratará, acaso, de un anzuelo para seguir leyendo? Por supuesto; y renunciando a la intriga -la principal, si puede hablarse de ello, queda desvelada antes de la mitad del libro-: recordemos, Franzen no tiene tratos con la verdad sino con la realidad.

«Antes de salir de la iglesia a los dos les pareció necesario darse un abrazo y qué extraño abrazo que se dieron, qué transacción más enfermiza. Ella, incapacitada para el amor verdadero, fingía quererlo mientras él, que sí la quería de verdad, explotaba su amor fingido.»

La estructura de la novela remite a la novela tradicional del siglo XIX: tres historias distintas de tres personajes que comparten relación con el protagonista, historias que fundamentarán la trama principal pero que no forman parte de ella, por distancia física o por distancia temporal; sin embargo, sí que se utilizan para caracterizar a la perfección a esos mismos personajes. Algunas de esas historias, como la de Leila y Tom, desbordan verosimilitud; naturalmente, también desbordan realidad. Sin embargo, Franzen es antes, y mejor, un creador de personajes -seductores en su imperfección- que un tejedor de tramas; mediado el primer tercio de Pureza, el lector seguirá buscando en vano el conflicto que da el aliento a toda trama novelesca -lo encontrará, más adelante, diluido, casi como una concesión por parte del autor-; por supuesto que el conflicto existe, pero su resolución no llegará gracias al poder deductivo del lector ni a la información que le procurará el narrador sino siguiendo minuciosamente los pasos de los personajes.

Otra de las características que comparten varios de los protagonistas es que permanecen en continuo e irresuelto conflicto con el pasado que no tuvieron y con las consecuencias imprevisibles del que sí poseyeron -y quien quiera ver en este conflicto un reflejo del espíritu de la historia norteamericana haría bien en hacerlo-: existen en aquellas personas con las que se relacionan unas zonas oscuras a las que no tienen acceso, para bien o para mal, pero que condicionan la percepción que tienen del otro: no haber vivido junto a él esa experiencia que el otro sí vivió, no haber conocido, entonces, a aquella persona; el dolor, para quien comparte la totalidad del presente, de no haber intervenido en su pasado, pues puede volver y, en ese preciso instante en que materializa de nuevo, se produce tu desaparición. Incluso los personajes inequívocamente malvados son asediados por un fatum -que los acerca, conceptualmente, a los personajes de la tragedia clásica- del que, por momentos, intentan escapar; pero la magnitud de su pecado original no se lo permite, la posibilidad de redención o muerte -en sentido figurado, pues son sus almas las que sufren y pagan la penitencia en pureza, no sus actos- ya no está disponible: la condenación, materializada en el eterno regreso al lugar del crimen, es inevitable.

La multiplicidad de escenarios -físicos, pero también mentales- es una de las conquistas de Pureza; tal vez el extremo sea el que provoca el cambio momentáneo de narrador -cuya justificación, también, sabremos con posterioridad-, pero incluso en los que no son tan evidentes, Franzen despliega una magistral diversidad de tratamientos estilísticos claramente diferenciados y particularizados y con el tono adecuado a cada situación de la mano de un solo narrador. Incluso la excepción -creo recordar que, estrictamente hablando, es el único fragmento narrado en primera persona de sus tres últimas novelas- es un acierto ya que la historia que narra sólo puede ser tratada en primera persona porque la intensidad de la situación y la implicación emocional del protagonista no puede dejarse en manos de un narrador que, por más que omniscente, vería pervertida su función.

«Â¿Es necesario que aclare que nuestra vida sexual se fue directamente a pique? Nuestro problema no era el típico aburrimiento de los matrimonios. En parte era que ella dedicaba el día entero a la contemplación profunda de su cuerpo y en sus ratos libres sólo quería leer algún libro o ver la tele, pero sobre todo que nuestras almas se habían fundido. Es difícil sentir que «eres» alguien, y al mismo tiempo desear ser ese alguien.»

Franzen, un autor elogiado y vilipendiado a partes iguales -sus intervenciones en las redes sociales son a menudo conflictivas y generadoras de interminables ataques, más personales que literarios-, es un declarado combatiente contra el idealismo como postura estética -sus novelas así lo testifican, igual que algunos de sus ensayos- en contraposición -aunque esta contraposición merecía un largo debate- con el realismo; sin embargo, Pureza es la demostración de que también desde esa postura, tomada además con toda la radicalidad posible, puede escribirse una novela sobre el idealismo: el idealismo de la juventud, inocente y sin contaminar, y el manoseado y desechado idealismo de la madurez, que encarna un abanico con muchas más opciones que su versión juvenil, pero que acaba siendo apenas una huella que ha sobrevivido en una memoria que se debate entre la penitencia y el deseo de desaparición.

Pureza rebosa talento y es la obra cumbre de uno de los mejores autores norteamericanos de su generación -que incluye a «los otros» Jonathans, Safran Foer y Lethem (atención a la cita de los «demasiados Jonathans» en el texto), y podría hacerse extensiva, entre otros, a David Eggers y a Jeffrey Eugenides-, la gran obra de madurez de un novelista que, apoyado en la Tradición de la Gran Novela Clásica -varias generaciones en el rol protagonista, multiplicidad de espacios; en suma, los mimbres sobre los que se ha edificado la Gran Epopeya Americana- y en sus dos grandes libros anteriores, Las correcciones (The Corrections, 2001), Pureza es más ligera en la forma pero más contundente en el fondo, y Libertad (Freedom, 2010), con respecto a la cual ha omitido ese cierto carácter panfletario que poseía-, ha sabido explotar unos recursos que la crítica y los lectores de «historietas» inanes e intrigas absorbentes escritas bajo los modelos irrelevantes de la literatura para las masas habían finiquitado por arcaicos y anacrónicos. Pureza, una novela inequívocamente contemporánea que pone en primer plano la distopía que dibujan las lacras de la hiperconexión tecnológica -la violación de los secretos-, de la desconexión humana -la pérdida del cuestionamiento moral-, la corrupción de las ideas cuando se convierten en creencias y de la supervivencia gracias a la mentira, contiene toda la potencia de un notable virtuosismo narrativo, desplegada con la facilidad que sólo otorga el talento, en la construcción de tramas encadenadas que buscan su ligazón con la insistencia de un reloj pero sucumbiendo con el fracaso del neófito; de personajes en la búsqueda constante de su identidad y de las conexiones que les permitirán recuperarla -o, en algunos casos, adquirirla-, en definitiva, de su ubicación en un marco -la mentira- al que sienten que no pertenecen pero al que se ven inevitablemente abocados hasta que no puedan redimir su culpa. Pureza es, finalmente, con su retrato fiel aunque vergonzante del turbulento siglo XXI, el último y decisivo ataque al totalitarismo de la Verdad, de la Perfección, por parte de la triunfante y democrática Realidad, encarnada en la Debilidad, la Fragilidad, la Imperfección, la Contradicción y, por encima de todo, la Compasión.

Found in translation

Para terminar, quisiera hacer tres consideraciones, exclusivamente desde mi punto de vista como lector, relativas a la traducción de Pureza, y tal vez deseables para toda traducción.

Más allá de la corrección lingüística de la traducción, es tanto más importante, y más en las obras de ficción, hallar el tono del original y saber recrearlo -ya que puede que el idioma de llegada haga imposible o indeseable la mera reproducción- en el texto traducido, y no sólo en el caso de estilos extremos, como la novela de humor; lo es, y más todavía, si cabe, en el caso de la novela realista o naturalista, en la que la diversidad de registros precisa necesariamente un entorno «tonal» común. Por supuesto, los excesos siempre acaban pasando factura, la contención es imprescindible, un meta que Enrique de Hériz alcanza con una hábil sobriedad.

Es indispensable que el traductor sepa trasladar el texto con la misma homogeneidad con que está escrito el original, y que su versión -toda buena traducción es una versión- se sostenga literariamente sin que sea necesario acceder al texto original. Aunque parezca una perogrullada, si el original es una novela, la traducción no debería ser «la traducción de una novela» sino una novela en sí misma. Es más que previsible que el traductor no haya mejorado el original -si es que cabe hablar en estos términos-, pero sí que es cierto que ha reescrito una novela en inglés en castellano, que es de lo que se trata.

Algunos escritores «metidos» a traductores tienen la indeseable tendencia a imprimir su sello en la traducción, desvirtuando hasta tal punto el original que acaban sucumbiendo al oxímoron «traducción de autor» -los casos son numerosos, y si bien en alguno de ellos el resultado es admirable, por lo general son ejercicios vacuos y sin ningún fundamento-. Sin embargo, también es cierto que entre las mejores traducciones, también de obras de largo aliento, se hallan aquellas redactadas por escritores. En este caso, dada la orientación estilística de algunas de las novelas del traductor -y los parecidos más que relevantes con una de ellas-, es difícil imaginar una mejor elección.

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Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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