«Los mejores argumentos del mundo no van a cambiar la mente de una persona. Lo único que puede hacerlo es una buena historia.»
Que los ciclos temporales, a pesar de su justificación astronómica, constituyen una medida a escala humana es incuestionable; hay quien sostiene, de hecho, que el propio tiempo no existirÃa sin un ser que lo midiera, pero esta es una cuestión que se escapa de las intenciones de este artÃculo y también del libro de Richard Powers —autor, entre otros, del extraordinario El eco de la memoria, ganador del National Book Award for Fiction en 2006— El clamor de los bosques (The Overstory, 2018). En todo caso, es manifiesta la diferente velocidad que representa cada vuelta de la Tierra alrededor del sol y el modo en que los seres vivos —e, incluso, la propia Tierra como elemento sujeto a ese ciclo— responden a esos ciclos; los árboles, en este sentido, se erigen como testigos que el hombre no suele tener en cuenta porque su sistema de comunicación, de haberlo, no está a nuestro alcance y porque la cadencia temporal en términos humanos no puede emparejarse, por cuestiones de duración, con su ciclo vital: en el calendario arbóreo, cada hoja es una generación.
Si el futuro está escrito en alguna parte, deberÃa ser en algo anterior al comienzo de nuestra existencia —en cuyo caso nosotros no serÃamos más que una hoja de ese calendario— y que siga presente cuando ya hayamos desaparecido; además, habida cuenta de que el futuro se supone como algo vivo, sujeto a variación, habrÃa de tratarse de un ser vivo que nos trascienda, que pueda acompañarnos en nuestras vicisitudes y ofrecernos, si somos capaces de interpretarlos, vislumbres de lo que está por venir. Una roca no darÃa oportunidad a las rectificaciones; un árbol, en cambio, es capaz de acompañarnos adaptando el ciclo de su existencia al nuestro.
Si bien es cierto que no podemos aspirar a convertirnos en el modelo con el que conjeturamos, no lo es menos que, en nuestro afán por emularlo, vamos construyendo una identidad que parece seguir pautas fijas que conducen a un destino determinado. La mayor muestra de madurez consiste, precisamente, en prestar atención a esos indicios y en modificar, de forma gradual pero decidida, las antiguas aspiraciones en función de las nuevas expectativas.
Powers, un maestro en el difÃcil arte de contar historias, teje un entramado de relatos con el denominador común de las relaciones entre el ser humano y el bosque, narraciones agrupadas bajo los epÃgrafes de RaÃces, Tronco, Copa y Semillas. Sus protagonistas, aislados en un principio, pero que van convergiendo a medida que avanza la obra, son personajes peculiares, marginales, con dificultades de socialización, ensimismados, esparcidos por el territorio de los EE. UU. y dedicados a diferentes tareas, que se hallan en momentos cruciales de su vida y viven experiencias en las que los árboles adquieren un papel relevante: movidos por intereses diversos, algo ilocalizable, intangible, los conduce a una pequeña población en la que se han reunido activistas de diferentes procedencias para manifestarse en favor de la preservación de un bosque primario.
La hipótesis que parece sostenerse es que la vida vegetal es el verdadero señor de la evolución. Mucho más antigua que cualquier forma de vida animada, desde su aparición en la Tierra está llevando a cabo un plan de supervivencia en el que el hecho más fortuito en apariencia, incluso cualquiera que parezca enfrentado a su propia conservación o destinados a su extinción, responde a una intencionalidad no siempre evidente, su propia supervivencia: la vida empezó siendo vegetal y terminará siendo solo vegetal.
«Han caÃdo tronos y se han alzado nuevos imperios; han nacido grandes ideas y se han pintado cuadros geniales, la ciencia y la invención han revolucionado el mundo: aun asÃ, ningún hombre sabe cuántos siglos durará este roble ni a cuántas naciones y credos sobrevivirá…»
Todo ser vivo cuyo ciclo vital es mayor que el del ser humano es capaz de recordar lo que la gente olvida, y esa capacidad le proporciona una experiencia que, aunque proveniente de fuente ajena, sirve a sus designios.
La causa de la preservación de la naturaleza no tiene edad, ni color, ni clase social; su ámbito es tan universal que, del mismo modo que puede atacarse desde una gran variedad de entornos, su presencia precisa de la colaboración de las entidades más dispares y desde los puntos de vista más diversos. Es una lucha global que implica a los individuos más diferentes.
Como en todo asunto complejo, no existe una mirada única, aun con independencia de los intereses que cada elemento arriesgue en el juego. Powers investiga en esa dualidad y llega a una doble, y tal vez excluyente, perspectiva. Desde el punto de vista pesimista, el adversario es imbatible: posee el dinero, cuenta con la ley a su favor y dispone de todo el tiempo que haga falta. En la oposición activa, los defensores de los bosques llevan las de perder; en la pasiva, su resistencia acabará cediendo antes. El ataque del conservacionismo a gran escala es improductivo. Las fuerzas económicas son demasiado poderosas y, por muchos efectivos que puedan reunirse, por mucho que se multipliquen los escenarios de la batalla, por muy combativos que sean los grupos, los intereses de las élites siempre acabarán venciendo porque su visión solo contempla el presente. La embestida frontal es un fracaso. Desde una perspectiva optimista, la solución se encuentra en la participación individual, en los pequeños actos personales que pasarán desapercibidos o serán infravalorados como inútiles, pero que conseguirán que la población cambie el paradigma y que el conservacionismo avance a pasos minúsculos con la vista puesta en el futuro lejano. El cambio debe ser tan lento como el avance de las agujas del reloj, invisible a simple vista, pero inexorable.
El clamor de los bosques es, con independencia de su mensaje, una gran novela.