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El cazador celeste

A partir del mito de la caza, el ensayo de Roberto Calasso traza un recorrido por el origen y el devenir de la cultura europea | Foto: WikiMedia Commons

Roberto Calasso, el erudito italiano especialista en cultura clásica, viaja al mundo de la Grecia antigua para sumergirse en el mito de la caza a través de las distintas perspectivas filosóficas que alumbró esa época y para mostrar que ni siquiera entonces, con el mundo cultural occidental dominado por una gran potencia, se interrumpió el intercambio de las creencias y las visiones del mundo tanto con los vecinos como con viejas culturas lejanas.

La caza fue, probablemente, la primera actividad intencionada de nuestro antepasado de las cavernas que implicó la interacción con otro ser vivo distinto de los humanos; con un animal que difería en muy poco del cazador y con una relación que, además, podía ser biunívoca: dependiendo del animal acosado, los papeles podían intercambiarse y convertir al cazador en presa. Por esta razón, el hombre adjudicó un carácter mágico a la actividad y desarrolló por la presa algo parecido a la reverencia, un respeto que mezcló con la magia en las paredes de la caverna con la participación del Chamán, que no participa en la caza propiamente dicha, sino que convoca al espíritu del animal y le convence para que se deje cazar, es decir, suscribe un pacto con la presa cuya resolución llevará a término el cazador; una forma de disposición incruenta del sacrificio que realizaría con posterioridad que acentuaba la complicidad entre cazador y cazado, una complicidad que desapareció cuando el motivo de la caza no fue ya la alimentación, sino el placer o la venganza.

«Si la constelación es el lugar arbitrario del que se cuelgan las historias, de modo no muy distinto a como los significados se cuelgan de los sueños, no será fácil explicar por qué en el mismo gajo del cielo, no solo en Grecia sino también en Persia, en Mesopotamia, en la India, en China, en Australia y hasta en Surinam, durante milenios se han visto siempre las huellas de un Cazador Celeste [Orión, en el cielo, que parece perseguir a las Pléyades] que no se cansaba de observar».

O tal vez ese dibujo, que aún hoy sorprende por su precisión, es la primera manifestación de la narrativa, una materialización ágrafa; no es anticipación, sino reportaje realizado con la mediación del chamán, el encargado de traducir los hechos en imágenes, a falta de la palabra escrita, con ambición de permanencia, de inspiración, como ejemplo para generaciones sucesivas y de evocación, para estas, de un pasado que es preciso mantener presente.

En todo caso, la conversión de recolector en cazador, imitando la conducta de otros animales, en  un primer paso como depredador que añade la dieta carnívora a la vegetal, representó un cambio fundamental en la protohistoria humana, pero ese cambio fue solo cuantitativo: el hombre añadía la carne a las hierbas integrando lo que distingue a la práctica totalidad de los animales. El cambio cualitativo que le diferencia del resto es que puede matar sin acercarse a su víctima: la transformación que ese hecho produce en la jerarquía animal es inimaginable y el poder sobre el resto de sus congéneres, incalculable. La imitación, una de las primeras vías del aprendizaje, cede ante la creación después de transitar por un paso intermedio, la simulación, un recurso plenamente humano.

Anagrama

Tras los análisis de los restos, es posible que existiera una etapa posterior al homínido granívoro en que este consumía carne a pesar de no haberse convertido aún en cazador. Si esto fuera cierto, existió una época en la que el hombre era carroñero y se aprovechaba de los restos de las presas que habían matado los depredadores carnívoros —no sin riego, porque tenía que competir con otros carroñeros—, y solo mucho tiempo después aprendió a conseguir carne directamente, emulando a los carnívoros —imitación— mediante la caza. La relación entre el homínido y las hienas, en competición directa, tan ambivalente como la voluntad de los dioses, fue recogida en leyendas de varias culturas.

Como fruto, origen y consecuencia de esa estrecha relación entre cazador y cazado, como explicación y materialización de esa dualidad solo aparentemente incompatible, aparece Artemisa, la Soberana de los Animales, la cazadora con pasado de cierva perseguida, el último ser que pudo sobrevivir a las metamorfosis porque, como animal, no se negó a sí misma. Es a partir de Artemisa, una virgen envuelta por un aura erótica, la deidad de los mil nombres, hermana melliza de Apolo, la diosa cuya impiedad la mantiene pura, y de su transformación que se reforzará la idea del parentesco entre el cazador y la presa, que se explicitará, muerta esta, mediante la utilización como vestido de su piel, a la vez signo de victoria y del reconocimiento de un vínculo permanente.

«Si en el mito acontece todo lo que después, se repite en la historia, el nacimiento del individuo sucede en una selva cuando aparece el cazador. Este fue el primer ser autosuficiente, que no tiene necesidad de dialogar excepto con su arte. Es el primer perfil solitario, separado de toda tribu, que nos sale al encuentro en la naturaleza. Al fondo: animales y plantas».

Tal vez el hecho de la virginidad de Artemisa —aunque la relación ambivalente con su hermano Apolo deje lugar a equívocos— tenga que ver con la correspondencia entre caza y sexo, opuestos y excluyentes —falta ver hasta qué punto uno puede sustituir al otro, en ambas direcciones—,  aunque puedan compartir escenarios, disposiciones anímicas e, incluso, vocabulario. Orión, el Cazador Celeste, compañero de caza de la diosa, de origen incierto pero nada halagüeño, es una especie de némesis imperfecta: bello en extremo, como ella, se desentiende de los asuntos de este mundo para dedicarse exclusivamente a la caza y al amor —dos ocupaciones reputadas como incompatibles cuya simultaneidad ofrece un avance del destino final de Orión—. De hecho, a partir del deseo mutuo que sienten, ella le mata involuntariamente al seguir una indicación malintencionada de Apolo, tal vez a causa de los celos. Tras ese incidente, Artemisa lo transfiere a los cielos.

«Fue Artemisa quien transfirió a Orión al cielo, junto a su perro, que se convirtió en Sirio y fue llamado Canis Major, «astro más brillante pero siniestro, porque a los pobres mortales les trae la fiebre», se lee en Homero. El catasterismo señala el final de la era de las metamorfosis. Cuando alguien no puede ser transformado, pero es salvado, se vuelve un astro. Son los  casos que no tienen otro modo de resolverse en el mundo de Zeus. Por eso se podía decir que la vida en la tierra estaba constelada de historias suspendidas, fijadas en la bóveda del cielo».

Las tres únicas ocasiones en las que se produjo una alianza de héroes tienen que ver con la sangre y la muerte: las de un monstruo para recuperar los despojos de un animal, en la búsqueda del Vellocino de Oro; en la caza de un animal poderoso, en la persecución y muerte del Jabalí de Calidón; y en la búsqueda de una mujer que costará la vida de muchos de ellos, en el sitio y la conquista de Troya. La participación de los héroes es siempre voluntaria, pero se ven obligados a participar debido a su propio estatus, aunque no puedan evitar cierto hastío por tantas hazañas y tanto protagonismo, sometidos a una situación injusta únicamente para solaz de los dioses.

En la primera de estas questes, Jasón debe superar varias pruebas a la medida de un héroe, pero el episodio que tiene más repercusión no es la posesión de la zalea de Crisómalo, sino el encuentro con Medea, que le auxiliará en el viaje de regreso porque, segun las versiones, será la causa de que se cumpla su destino trágico.

«Las empresas de los héroes eran ejercicios de astucia y de fuerza. Pero podían ser astucia y fuerza vanas si no intervenía la ayuda femenina. Teseo fue el primero en comprenderlo. Heracles era aún demasiado rudimentario, era un instrumento de las mujeres, no al revés. Teseo sabía, en cambio, desde un principio, desde cuando viajó a Atenas a través del istmo, que los encuentros femeninos están en el umbral de las dificultades últimas, aquellas en las que la astucia y la fuerza no son suficientes. La mujer pertenece al enemigo, pero si el héroe consigue hacer que traicione a su bando, a su patria, el enemigo se desploma, como el cuerpo del Minotauro desgarrado por la espada».

Los héroes griegos —hijos de los dioses, nacidos de la unión entre un dios y un humano—, de Cadmo a Ulises, configuran una era concreta ubicada entre la de los dioses y las de los hombres, pero no pertenecen a ninguna de ambas especies. El fin de esa era coincidió con el paso del centro de gravedad de la historia de Grecia a Italia. El destino del Vellocino de Oro es desconocido; la piel del Jabalí Caledonio se ha descompuesto y ha perdido el pelo; la saga de Ulises se ha extinguido consumida por sus propios componentes; los perdedores de la guerra de Troya han relevado a sus conquistadores en la capitalidad del mundo. El tiempo de los héroes ha terminado.

Las buenas relaciones con los dioses están sujetas a una contradicción moral: a un ser originariamente frugívoro no debería permitírsele el asesinato de animales. El primer uso de esas muertes es la alimentación: el fin justificaría los medios, aun con cierta reserva (algunas religiones lo prohíben); pero, ¿qué justificación pueden aducir los dioses para exigir sacrificios cuando deberían ser los garantes del mantenimiento de la vida? ¿Se trata acaso de algo más que de una demostración de poder? ¿Como se hace compatible que el vehículo de homenaje y purificación provoque la muerte de un ser vivo que recibe el equívoco nombre de víctima propiciatoria?

«»Helos aquí, ya veo a los extranjeros que salen del templo, ya veo los adornos de la diosa y los corderos recentales con cuya sangre lavaré su sangre impura»; «es verdad que la ley manda que el asesino permanezca mudo, pero solo hasta el momento en que la sangre de un joven animal degollado sea vertida sobre él por la mano de un purificador de la sangre vertida»; «la sangre sobre mi mano se adormece y se borra; la mancha del matricidio está lavada. Estaba fresca aún cuando, frente al altar del dios Febo, la matanza purificadora de un cerdo la ha borrado». Son palabras que se encuentran en Eurípides y en Esquilo. La tragedia mostraba no solo la matanza sino también el katharmós que seguía a la matanza, la sangre que lavaba la sangre. La kátharsis de la tragedia misma era una purificación de segundo grado».

Ovidio es, probablemente, el primer escritor moderno, pues, para él, todo puede ser materia de literatura —incluso él mismo—: no solo la épica, sino también el amor, divino o humano, los dioses y la teodicea, los sueños y los recuerdos, la propia religión y lo sagrado. Su idea de la muerte ritual, del sacrificio, insinúa la hipótesis de ese acto como sustitución de la guerra, como desviación incruenta, excepto para el animal sacrificado, del instinto guerrero del hombre —una hipótesis, por cierto, que ridiculiza a los vegetarianos en general y a los pitagóricos en particular—; incluso la poesía es bajada de su pedestal y expuesta en la alacena en el lugar antiguamente reservado a los lares.

«Ovidio llegó a insinuar que, si los escritores tienen necesidad de los dioses, puesto que constituyen su prima materia, también los dioses tienen necesidad de los escritores: «también los dioses, si se me permite decirlo, existen a través del canto». Palabras que nombran un nuevo riesgo extremo —la literatura absoluta— y Ovidio es consciente de ello, con un cierto temblor. Por eso intercala ese «si se me permite decirlo». Escribe estas palabras en Ponto, donde había sido confinado por haber cometido o por haber presenciado algo «nefando»Â».

Su insolencia con los dioses supera el respeto de Homero y el temor reverencial de Virgilio, y ni siquiera el exilio lo volvió más prudente. El tratamiento del sexo en su obra El arte de amar no es menos descarado si se tiene en cuenta la ironía con que lo considera y el hecho de que lo juzgue como una forma de caza —en la que los papeles de cazador y presa se intercambian constantemente—, cuidadosa y paciente, pero no exenta de crueldad.

La sociedad perfecta de Platón —que él circunscribía a la polis— también debe tener en cuenta a la caza en sus múltiples variantes: la caza de animales, en función del medio en que vivan, y la caza del propio hombre, que tiene distintas opciones: la guerra, la más cruenta, y la «búsqueda de amistad, que puede ser loable o reprobable»; es decir, la guerra, la caza del jabalí, «los robos, el bandidaje y los ataques en grupo», por una parte, y el cortejo amoroso por la otra.

Pero la caza es una categoría vinculada también al conocimiento, un nexo que, según Platón, difiere de la observación y de la contemplación porque aquello conocido es modificado por el acto de conocerlo, un proceso que «hiere» al objeto. En este sentido, una caza especialmente gratificante es la caza del sofista —un remedo de cazador: no existe mayor recompensa que convertir un cazador en presa; «pescador con anzuelo» lo llama, de forma despectiva, Platón— mediante el método de acorralarle concienzudamente en su propio territorio hasta dejarle sin recursos para escapar —convertido en presa, el sofista, el que tiene respuesta para todo, es extremadamente escurridizo.

Seiscientos años después, Plotino reformuló y adaptó la doctrina platónica, pero renunció explícitamente, influenciado por otras tradiciones disponibles, a la intervención política que reclamaba el Platón de Las leyes.

Grecia supo distinguir entre los dioses, inconstantes, metamórficos, necesarios pero no imprescindibles, que se limitaban a existir, de lo divino, fundacional, contingente, inabarcable, de lo cual los dioses serían una manifestación antropomórfica e inteligible.

Bajo esta consideración, el pecado no residía en desobedecer a los dioses, sino en ignorar lo divino. Los dioses necesitan de los humanos para disfrutar de existencia, mientras que lo divino no precisa de testigos para extender su soberanía sobre todo lo existente.

A menudo, las disputas entre los dioses se resuelven mediante el enfrentamiento de sus partidarios en el territorio del hombre: la enemistad entre Atenea y Poseidón provocó la guerra entre Atenas y Eleusis, en la que la primera resultó vencedora; Eleusis tuvo que resarcirla pero se le permitió mantener sus Misterios. Esa circunstancia propició que algunas de las liturgias y las doctrinas de esos Misterios fueran incorporándose paulatinamente a la religión ateniense, de forma parecida a lo sucedió con ciertas creencias egipcias, añadiendo a la teogonía episodios herméticos, cómicos o de contenido sexual y pornográfico, como si se tratara de ofrecer una versión más irreverente de la sobradamente conocida teodicea clásica, una versión que abriría  nuevas puertas a un panteón que, desde su instauración, vivía entre el aburrimiento y la molicie.

«La vida griega gira en torno de un eje: el reconocimiento de los dioses. En el doble sentido de reconocer a los dioses y de ser reconocido por ellos. En este segundo caso, el reconocimiento es a la vez un don, el origen de la gracia. «Difíciles de ver son los dioses para los mortales», advierte el Himno a Deméter, mostrando las consecuencias de esa situación. Reconocer a una vieja desconocida, errante, desesperada, descubrir que es una diosa poderosa: este será el fundamento de los Misterior de Eleusis y de un nuevo régimen de vida. El equívoco, el enredo, la epifanía: son el territorio de todo reconocimiento».

Los Misterios responderían, pues, a la vida oculta de los dioses, aquella que puede avergonzarles ante la mirada de los humanos o que, por razones diversas, conviene encubrir; o a aquellas circunstancias que, a pesar de mostrarse a la mirada pública, no son percibidas. Debido a esa ocultación, se prescriben la ebriedad, el sexo y la adormidera como sistemas de acceso a sus  secretos, la epopteía, la visión. En definitiva, eran el regreso a la era de las metamorfosis divinas, anterior a la existencia de los humanos, la Edad de Oro de los dioses.

«Eleusis no era un pasaje ritual de un estadio al otro en la vida de la sociedad. Era la salida de la sociedad hacia lo que está antes y lo que está después de la sociedad misma. Ni siquiera en su completa decadencia los Misterios de Eleusis se convirtieron en parte de una religión de Estado. Esta es la diferencia decisiva. Los Misterios nunca han estado al servicio de una sociedad sino que eran la vía para ir más allá de la sociedad. Entre las últimas notas de Simone Weil en Londres: «Bajo Augusto, en efecto, los Misterios eleusinos, si bien reducidos a una caricatura miserable, no se dejaron transformar en religión oficial de Roma». Cosa que sí pasaría, y rápidamente, con la liturgia cristiana».

Completan el volumen un ensayo sobre el fenómeno de las korai como síntesis del papel del mestizaje en una cultura abierta y de la débil consideración en que tenían los griegos a sus dioses; y otro breve escrito sobre la civilización egipcia como proveedora de recursos religiosos y filosóficos a las culturas contemporáneas y sucesivas.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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