En el planeta en el que se mueve el protagonista de El refutador, existen los ególogos y los gestores de incertidumbres.
“Estamos hablando de los maestros de la manipulación, en todos sus niveles. La creación de apariencia. La verdad no existe. No existe la realidad. La identidad no existe. Eso son supersticiones de los clientes. Solo existe una mercancÃa: las apariencias. Y solo existe una esencia.â€
Y esa esencia es el dinero. O al menos es el dinero mientras el mundo sea mera apariencia. Porque cuando se le despoja del disfraz de farsa, lo que Santiago Cobo Quevedo (Tomelloso, 1972) nos muestras es un lugar, el campo después de la batalla de su personaje, de su narrador, en el que campa a sus anchas ese sentimiento negro al que llegamos con frecuencia, la versión oscura de la dignidad: la humillación. Cuestionarse si ha sido humillado, si vive en ese fango, es el tema sobre el que orbita una narración que tiene mucho de teatro del esperpento y mucho de surrealismo.
El refutador es el sobrenombre, o el oficio, que adoptará el personaje un arquitecto al que han despedido de un trabajo que, como los sucesos en las novelas de Kafka, jamás se ha llevado a término. Refutador es una palabra que hace referencia a una labor como sicario, con lo cual, podemos imaginar, tras doscientas páginas de una puesta en escena un tanto surrealista, como si no existiera un plan previo, como si el texto se fuera descubriendo a sà mismo a medida que se va desplegando, el tono adquiere un matiz de novela negra. Pero no de una novela negra al uso, porque las referencias son inevitables, pero volátiles: de vez en cuando aparece alguna acción propia de matones de medio pelo para ambientarnos y, dándole a la novela un toque de género, ayudar al lector a quedarse anclado a la obra.
Cobo Quevedo se vale de frases cortas y con un tipo de glosa que no busca la exquisitez, ni el deslumbramiento, sino el contraste con esas frases contrarias a la glosa: su Ãmpetu está en desquiciar, en hallar asociaciones libérrimas, a veces geniales, a veces un tanto grotescas, teniendo en cuenta que el genio y lo grotesco no están reñidos. De hecho, cada vez que sentimos que el relato tiende hacia un humor absurdo, algo trasnochado en la lÃnea nacional, pero que triunfó hace cincuenta años, se imprime a la narración una nueva tendencia hacia lo siniestro. Porque siniestro es, a fin de cuentas, recordarnos que todos somos hombres sin atributos, que la egologÃa es una ciencia que deberÃa existir, dado los problemas que mantenemos a la hora de conversar con nuestro narcisismo, es decir, con nuestra humillación. Ahà aparecen, de vez en cuando, referencias a un tutor castrante, a trabajos de poca monta, al nulo valor de la vida, a la delación sin culpa, al teatro de la vida, al humor vulgar pero cáustico del fanfarrón.
El mundo de El refutador es un lugar donde es inútil echar a correr, pero no es menos inútil quedarse quieto. En realidad, aunque la realidad no exista, es un lugar donde uno acelera sin moverse del sitio. De ahà esos diálogos que dejan la acción en el mismo lugar donde se iniciaron. De ahà esas digresiones sobre las experiencias que uno padece, sobre la experiencia que uno coge, y que no termina de aterrizar en nada. No hay conclusiones. Hay una suerte de reflexión, eso sÃ, sobre lo que en psicologÃa se conoce como disonancia cognitiva, ese autoengaño por el cual torcemos la interpretación de lo que sucede, porque no existirá la verdad pero sà existen los sucesos, de modo que cuadre sobre nuestros prejuicios o, si ya llevamos suficiente carga de humillación a nuestras espaldas, sobre nuestra supervivencia, sobre el pilar de nuestra supervivencia que es un ego fraguado, aunque sea fraguado en el teatro.