Se le mete a uno el paisaje por los poros, las orejas, los ojos, la nariz cuando se sumerge en la frondosa Los soles de Amalfi, primera novela del colombiano Dasso SaldÃvar. Los rosales en flor, los sietecueros, los búcaros, el gritar de petirrojos y sirirÃes, el caer del rÃo Guadalupe, el olor a café y, principalmente, el molestar del viento, enfundan una historia que es más bien una reivindicación a la esperanza. A la esperanza de que pronto se extinguirá toda manipulación polÃtica o religiosa y triunfará la emancipación de la conciencia; a la esperanza de que algún dÃa los poetas volverán a tener la potestad de la palabra; a la esperanza de que el amor –el amor verdadero– tarde o temprano siempre llega. Los soles de Amalfi reivindica todo esto con una paleta de colores bien impresionista –como la pintura de Van Gogh que ilustra la portada del libro–, porque no resulta difÃcil percibir que en cada página, en cada escena, descripción o digresión, SaldÃvar se ha dejado allà las vÃsceras, echando mano de un trazo embebido en lÃrica capaz de despotricar contra el destino de su paÃs al mismo tiempo que nos regala suaves vientos de liberación. Y como todo cuadro impresionista, somos los lectores los que tenemos que alejarnos ligeramente de la pintura a fin de recibir la exuberancia de la novela en todas sus dimensiones. A fin de contemplar la totalidad.
Dasso SaldÃvar es el primer biógrafo de Gabriel GarcÃa Márquez, y si bien son perceptibles ciertos ecos de Gabo en Los soles de Amalfi –principalmente, la clásica dicotomÃa entre fantasÃa y realidad o la ya citada profusión estilÃstica– este antioqueño aporta un prisma personal mediante la combinación de los diferentes temas de la obra, autónomos entre sà pero que se entrelazan para alimentarse y favorecer asà la exuberancia. En esta constelación temática encontramos a Anatolia, una anciana campesina que cree que los duendes y las almas en pena son los encargados de configurar nuestra suerte de mortales, causantes “de la pesadilla de los niños, del desamor de las personas, del desarreglo menstrual de las mujeres, de la mengua de la luna, de la ocultación de las estrellas, de la dirección caprichosa de los vientos…†Encontramos a Talo, el nieto de ocho años de Anatolia que encarna la vertiente Bildungsroman de la obra, ya que en su inocente búsqueda de respuestas descubre a través de la música, de la lectura o de los húmedos besos de su prima Margarita cuál es el significado de vivir. Y encontramos un catálogo de expresivos personajes –un poeta parnasiano, otro romántico, un músico, un jornalero escéptico, el incombustible dueño de la cantina del pueblo…–, todas almas que anhelan mantener la dignidad propia y ajena a pesar de ser sistemáticamente vilipendiados por un gobierno que solo les promete espejitos de colores.
Precisamente, todo empieza con una promesa: cierta mañana, acude a la casa de Anatolia un delegado de gobierno enviado para anunciar a los campesinos el inicio de una reforma agraria durante años anhelada. Frente a la casa de cada beneficiario el funcionario adhiere un cartel con el que deja constancia de la buena nueva. Anatolia le agradece por ello a las fuerzas extraterrenales en las que cree, pero esas fuerzas no son nada tontas: dÃa tras dÃa, el viento sopla con cada vez más fuerza para despegar los carteles, para hacer desaparecer todo rastro de ese embuste; porque se trata de un vil embuste, y solo las almas en pena están capacitadas para percibirlo. ¿Qué pueden hacer los ciudadanos ante ello? Muchos no tienen más alternativa que comprar esos espejitos, otros refunfuñan sin más, otros intentan luchar. Y es ante el más mÃnimo ápice de lucha, cómo no, que las fuerzas de poder sacan a relucir su arsenal coercitivo para mantener el consenso quiérase o no, un arsenal que es harto conocido en Latinoamérica: primero, inflar las promesas con parafernalia, siempre con más parafernalia –o sea, actos públicos y presencia de caras célebres en esos actos–; después, reprimir, prohibir y volver a prohibir; y todo, sazonado con la herramienta más efectiva y profunda para canalizar voluntades: la religión.
SÃ, la religión: el golpe de gracia que todo gobierno infame suele tener preparado a las gentes simples, la vacuna que llena de fe pero también de miedo, y con la que se obtienen ciudadanos mansos, maleables. Les prometen catedrales, les prometen entronizar la estrambótica figura del Padre Marianito –al que le adjudican innumerables milagros en su nombre–, les prometen templos en honor de Simón BolÃvar, les prometen, prometen y prometen. El sÃmil es claro: en la polÃtica, los sÃmbolos tienen la misma función que en la religión, ya que en ambos mundos es preciso alejar al individuo de la realidad, quitarle lo objetivo a esa realidad y cultivar la subjetividad, pero esa subjetividad será, por supuesto, sucia, tendenciosa, parcial. Querido votante: si abrazas mis ideas, si aniquilas las tuyas propias, te irá bien, muy bien. Te lo prometo.
Pero esperar a que se cumpla una promesa es igual a pintar un cuadro con un pincel aguachento, sea ese cuadro impresionista o no: los años pasan y la reforma agraria no llega, los funcionarios sonrÃen pero nadie estampa la firma definitiva. Y asÃ, ese cuadro llamado pueblo se desdibuja, pierde su fuerza, se hace aún más manso, y la pintura aguada se desvanece hasta desaparecer. Hábil método el de esta polÃtica canalla para apropiárselo todo, de lo que te gusta y de lo que no, de tus deseos y tus miedos, incluso de tu sol, de ese sol antioqueño que se derrama por las páginas del libro y que ves salir todas las mañana desde que eres niño; asà le explica esto uno de los adultos del pueblo al pequeño Talo:
Recuerda que nuestro sol nos permite vivir con su luz y su calor, y, como te expliqué un dÃa, es el que teje los minutos, las horas y los dÃas que nos permiten existir, pero pintado por manos expertas es otro sol que nos hace soñar, y asÃ, calculándolo todo muy bien, estos bribones de la patria lo metieron en un paisaje de ilusión que ha puesto a desvariar a toda esta gente durante un año entero.
Estas gentes aguachentas, desdibujadas, desvarÃan ante las promesas coloridas, sin tomar plena conciencia de que están en medio de una pugna entre dos partidos opuestos cada cual con su color, el rojo y el azul, y solo interesados en la perpetuidad del poder cualquiera sean las consecuencias. SaldÃvar sugiere con ello el modo en que se ha forjado el destino de Colombia, rebosante en violencia, en pugnas infinitas y expolios varios. Si a ese rojo y a ese azul le agregamos el amarillo, ergo la bandera colombiana, que, tal como explica Anatolia a Talo, resume fielmente la historia del paÃs:
El amarillo representa el oro y las muchas riquezas de nuestro paÃs; pero dicen por ahà otros decires que el amarillo lo que viene a representar es el mucho oro y las muchas riquezas que se guardan los gobiernos de los azules y de los colorados.
Ante tanto despojo, los habitantes de Guanteros o de Amalfi solo tienen de su lado dos aliados: el viento y la poesÃa. El viento indómito es el que les defiende de las mentiras, el que aleja los espÃritus nefastos, el que trae el aroma de los frijolares o las cañafÃstulas. Y la poesÃa es su vÃa de emancipación más fiable, gracias a que sus poetas echan mano del lenguaje para despertar conciencias, incluso cuando pulir un verso signifique “sacrificar un mundoâ€. La palabra, si es cultivada por poetas y no por infaustos intereses, se torna útil y valiosa, auténtica, porque bien alimentada es capaz de hacer actuar.
Pero no podemos olvidar que Platón expulsó de las polis a todos los poetas, bajo acusación de abusar de la mimesis y las pasiones. AquÃ, en Amalfi o en Guanteros, los poetas son proscritos por no saber encajar en un mundo donde los sÃmbolos solo sirven como herramienta de dominio. Una de las escenas más singulares de la novela la constituye el diálogo que entablan Isidoro –poeta parnasiano hasta la tripa, racional y apegado a las formas clásicas– y Alisio –el “poeta del vientoâ€, romántico y defensor de la inspiración prÃstina–. En medio de ese cruce de ideas, Isidoro reflexiona:
[Según Platón], nosotros los poetas tenemos la morbosa costumbre de alimentarnos preferentemente de las desgracias y los lamentos de los hombres, despertando y alimentando el vicio e introduciendo un régimen de miseria en el alma de los ciudadanos.
Quién sabe, quizás Platón haya hecho lo correcto, porque involuntariamente le ha dado a los poetas un territorio extranjero desde el cual observar no solo las desgracias del mundo, sino también los milagros. Desde esta posición privilegiada, la poesÃa de Los soles de Amalfi se alÃa con el viento para traer un bálsamo a sus habitantes, para demostrarnos que ni el más hostil de los poderes tiene la fuerza suficiente para apropiarse de las conciencias. Y si bien SaldÃvar abusa en ocasiones de las descripciones colmadas en detalles sensoriales, el paisaje que rodea a esta historia constituye una entidad indisoluble con el viento y con la poesÃa, ya que estos tres agentes son los que cincelan la puerta hacia la esperanza, los que dan vida a los duendes de Anatolia, los que encienden la ilusión de Talo de volver a besar los húmedos besos de su prima. La poesÃa en Los soles de Amalfi es bálsamo y no lamento, es alborozo y claridad, la única llama capaz de volver a encender el sol.