Foto: Monsterkoi | Pixabay Commons

Sobre los ladrones y los salvadores de libros (I)

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Foto: Monsterkoi | Pixabay Commons

El preludio de la Bebelplatz
Si uno pasea por la Unter den Linden, una de las principales avenidas de Berlín, son tantas las atracciones turísticas que se va encontrando que es fácil que la Bebelplatz pase desapercibida. La plaza, a diez minutos andando de la Puerta de Brandenburgo, está rodeada de edificios emblemáticos que sin querer la marginan: al este tiene la Ópera de Berlín, al norte y al oeste la Universidad Humboldt y al sur la Catedral de Santa Eduvigis. El espacio entre estos titanes es diáfano, sin bancos ni árboles, casi invisible de tan desnudo, y por su suelo adoquinado pasan con prisa los universitarios y quienes trabajan en los alrededores.

Solo los turistas paran en la Bebelplatz. Suelen estar arremolinados en un punto determinado, formando un corro de curiosos que siempre miran abajo, como si se les hubiera perdido algo y lo estuvieran buscando juntos, a veces con la ayuda de un guía turístico. Al abrirse paso entre los mirones cabizbajos, uno consigue ver qué están observando: un monumento que, como la misma plaza, resulta casi invisible, pues se encuentra bajo tierra, visible solo de cerca, a través de un cristal. Si el gentío y el reflejo del sol lo permiten, al otro lado del vidrio, debajo de nuestros pies, se pueden ver unas estanterías vacías. Estanterías sin libros, llenas de falta de libros. Es una instalación inaccesible, nadie puede poner un libro en esos estantes que lo están pidiendo a gritos silenciados por el grueso cristal.

Unos metros más allá hay una placa con una cita de Heinrich Heine:

«Solo era el preludio: donde se queman libros, se terminarán quemando también personas».

Se trata de un fragmento de Almanzor, una tragedia de 1821 sobre el terrible caudillo andalusí, pero a lo largo del 10 de mayo de 1933 en esta Bebelplatz tuvo lugar otra tragedia, la más terrible quema de libros realizada por los nazis, aunque no fue la primera ni sería la última, de hecho ese mismo día los nazis destruyeron análogamente otros libros en otras plazas del III Reich. La Asociación de Estudiantes Alemana, a instancia de Goebbels, planificó y llevó a cabo la quema de unos 20.000 libros de “espíritu antialemán”, más o menos la misma cantidad que cabría en las estanterías vacías de la Bebelplatz, entre los que había obras de Marx, Proust o Remarque. Algunos libros provenían de la vecina Universidad Humboldt, entonces aún llamada Universidad Friedrich Wilhelm, muchos del Instituto de Investigación Sexual de Berlín u otras asociaciones, así como de bibliotecas privadas. Y antes de echarlos al fuego, se les leía en voz alta el veredicto, el motivo de la censura, como si los libros pudieran escuchar; por ejemplo, del creador del psicoanálisis se dijo lo siguiente:

“Contra la exageración de los impulsos inconscientes basada en un análisis destructivo de la psique, y a favor de la nobleza del alma humana, entrego a las llamas las obras de Sigmund Freud”.

Y después de los libros les llegaría el turno a las personas, como predijo Heine, cuyas obras también fueron quemadas en la Bebelplatz, paradojas de la historia.

Dos rostros del nazismo
Si la destrucción de libros por los nazis es bastante bien conocida, en parte es gracias a este monumento casi invisible de la Bebelplatz, pero sobre todo debido a la investigación historiográfica. En su monumental Historia universal de la destrucción de libros (2004, Destino), Fernando Báez dedica un capítulo a las quemas de libros perpetradas por los nazis, cuyo epicentro fue la hoguera de las hogueras de la Bebelplatz. Báez utiliza el término bibliocausto para referirse a los crímenes nazis contra los libros, un neologismo acuñado por la revista Time en un artículo de 1933, publicado unos días después de la quema de libros de la Bebelplatz, el cual combina las palabras biblion y holocausto, varios años antes de que esta última se usara con mayúscula para designar el más terrible genocidio. El impulsor principal del bibliocausto fue Joseph Goebbels, uno de los más fanáticos y brutales líderes del III Reich, ministro de Propaganda y síntesis del intelectual devenido ferviente inquisidor. De hecho, la brutalidad y el fanatismo del Goebbels bibliocasta se convirtieron en el paradigma del nazismo; todos hemos visto fotos de las hogueras nazis, preludio de los hornos crematorios. Esta imagen de los nazis como fanáticos brutales, sin embargo, oculta otra faceta más sofisticada o compleja, aunque igual de ominosa, porque los nazis no eran solamente unos salvajes iletrados sino también unos ilustrados asesinos. Tal vez nos cueste aceptar que las piras de libros solo eran la punta del iceberg de la destrucción cultural del nazismo, puede que la imagen de la quema de libros sea demasiado poderosa como para rechazarla o al menos relativizarla, el fuego siempre ha tenido un efecto hipnótico, tan vertiginoso como un abismo, y la densa cortina de humo que produce todo lo esconde, en este caso figurada y literalmente. Pero la verdad es que hubo muchos libros que corrieron otra suerte.

Durante los más de diez años que se eternizó el nazismo, saquearon millones de libros en Alemania, Austria, Checoslovaquia, Polonia y los demás países que Hitler fue invadiendo. Así, después de que los estudiantes nazis robaran miles de libros del Instituto de Investigación Sexual de Berlín para quemarlos en la Bebelplatz, los camisas pardas (la SA o “sección de asalto”) incautaron cientos de miles de libros, una proporción muy superior a los destruidos. Las hogueras de libros, visibles, eran mera propaganda, puro terrorismo; los saqueos de libros, invisibles, eran otra cosa, algo más sutil aunque no menos peligroso. Y conforme la línea del frente avanzaba, los nazis quemaban, sí, pero sobre todo robaban libros: las decenas de millones de libros saqueados llenaban cajas que llenaban contenedores que llenaban vagones de trenes que lenta pero seguramente llegaban a Alemania, donde los supervivientes del viaje, el frío y la podredumbre eran almacenados en el cuartel central de las SA, en Múnich. Allí se clasificaban según fueran libros judíos, comunistas, francmasones, pacifistas y demás categorías antialemanas, y por supuesto se numeraban. De nuevo, preludios: los libros apilados en trenes, los libros clasificados, los libros numerados.

Si Goebbels encarna al nazi brutal y fanático quemador de libros, Alfred Rosenberg representa una vertiente menos conocida pero no menos terrible: la del nazi ilustrado saqueador de libros. Rosenberg era, junto a Goebbels y Himmler, uno de los 18 Reichsleiter o “líderes del Reich”, aunque sobre todo era el ideólogo del nazismo: promovió conceptos clave como el espacio vital, el arte degenerado, la teoría racial o la “leyenda de la puñalada por la espalda” a través de su influyente obra El mito del siglo veinte, el gran bestseller nazi después de Mi lucha, de un autor más popular y más accesible para el lector. A diferencia de otros pensadores, sin embargo, Rosenberg llevó a la práctica sus ideas. En 1939 creó la Hohe Schule der NSDAP, una universidad de élite para formar a los futuros líderes nazis y liderar la investigación académica del Reich, es decir, la investigación académica acerca de los enemigos del Reich. Por eso su primera facultad fue el Instituto para el Estudio de la Cuestión Judía, en Fráncfort, especializada en lo que se denominó Judenforschung ohne Juden, algo así como “estudios judíos sin judíos”; a este Instituto lo seguirían, entre otros, el Instituto de Biología y Estudios Raciales, en Stuttgart, y el Instituto de Investigación sobre el Este, en Praga. Y para llenar los estantes de la librería central de la Hohe Schule, se fundó a principios de 1940 el Equipo de Intervención del Reichsleiter Rosenberg, una unidad comandada como su nombre indica por Rosenberg, la cual se encargaría de saquear los libros de la Europa ocupada y, de paso, de robar las obras de arte en posesión de los enemigos del Reich, las cuales terminarían en los museos alemanes y en las colecciones privadas del führer, artista frustrado por excelencia, y sus Reichsleiter. Además, Hitler nombró a Rosenberg en 1941 Ministro del Reich para los Territorios Ocupados del Este, donde propagó la usurpación y la destrucción cultural de su Equipo de Intervención. El pillaje nazi de arte es bien conocido gracias a películas como La dama de oro, donde una anciana refugiada judía trata de recuperar un cuadro de Gustav Klimt propiedad de su familia, robado por los nazis y todavía en posesión del gobierno democrático de Austria. El fuego, el humo y el expolio de arte casi no dejan lugar en el imaginario colectivo para el saqueo de libros, pero el plan de Rosenberg, más silencioso, era a largo plazo más ambicioso: convertir el III Reich en la más ilustrada máquina de matar del mundo. Conoce a tu enemigo, que diría Sun Tzu.

La restitución de libros robados
Si uno abandona la Bebelplatz y recorre la Unter den Linden hacia el oeste, cambia los tilos de la avenida por los burocráticos edificios que rodean la Puerta de Brandenburgo, la cruza para meterse en el Tiergarten, el parque pulmón de Berlín, y lo atraviesa en dirección al Spree, llegará al lugar donde antes se encontraba el Instituto de Investigación Sexual. Este fue un centro pionero en el estudio de la sexualidad, la defensa de los derechos de las mujeres, los homosexuales y las personas transgénero, la difusión de la educación sexual y la anticoncepción, las consultas médicas y psicológicas y las intervenciones quirúrgicas de reasignación de sexo. Hoy en día solo hay un pequeño monumento que recuerda a la institución y su fundador, Magnus Hirschfeld, cuya enorme biblioteca quedó en parte reducida a cenizas, en la hoguera de estudiantes de la Bebelplatz, en parte dispersada entre las colecciones de libros públicas y privadas de Alemania, tras el saqueo de las SA.

En cambio, si uno abandona la Bebelplatz en dirección sur, dejando atrás la Catedral de Santa Eduvigis, en seguida llega a la Gendarmenmarkt (plaza de los gendarmes), que tiene en el norte la Catedral Francesa y en el sur su hermana gemela, la Catedral Alemana, separadas por la Konzerthaus, y no muy lejos encontrará la Sociedad Magnus Hirschfeld. Fue fundada en 1982 para preservar el patrimonio científico y cultural de Hirschfeld y su Instituto de Investigación Sexual, por eso hoy en día uno de sus proyectos consiste en reconstruir la biblioteca perdida. Recuperar libros quemados es imposible, pero restituir libros robados hace más de 80 años es poco menos que una utopía. Sin embargo, en su página web indican que han logrado encontrar unos 30 ejemplares pertenecientes a la colección originaria del Instituto. Por ejemplo, una primera edición de Mein System de Gustav Jäger, un ensayo de 1885 sobre la higiene en relación con la ropa que fue identificado gracias al sello del Instituto.

Si, por contra, uno al dejar la Bebelplatz recorre la Unter den Linden hacia el este, llega hasta el Kupfergraben, un brazo del Speer, lo sigue hacia el sur y lo cruza, encontrará la Berliner Stadtbibliothek, la biblioteca municipal, que fue destruida por los bombardeos aliados y reconstruida en los 60. En su interior hay una de las mayores colecciones de libros de Alemania, pero también una cantidad incierta de libros robados por los nazis, bien por las SA, bien por el Equipo de Intervención de Rosenberg, muchos todavía mezclados entre los libros de origen honesto. Desde hace unos pocos años, los bibliotecarios de la Stadtbibliothek están tratando de separarlos para, siempre que sea posible, restituírselos a los dueños o a sus legítimos herederos. Es una tarea ardua, pues son muchísimos los libros y pocas veces tienen señas de identidad internas, como un sello, un exlibris, una firma o una dedicatoria, y con menos frecuencia hay marcas clasificadoras en el catálogo de la biblioteca, como una jota de Judenbücher (libros judíos), o un número indicador del origen del libro: el 25 eran las donaciones del Ministerio del Reich para los Territorios Ocupados del Este, de Rosenberg, mientras que el 13, del Ministerio de Propaganda, de Goebbels. Además, los anteriores bibliotecarios a menudo habían arrancado las guardas de los libros, eliminando las únicas trazas identificativas, y en otras ocasiones los habían catalogado fraudulentamente como sin dueño o regalo. Con todo, poco a poco, ejemplar a ejemplar, el departamento de libros robados ha ido creciendo, los bibliotecarios actuales crearon una base de datos pública con los resultados de sus pesquisas bibliográficas, que ahora se integra en el proyecto cooperativo Looted Cultural Assets, y algunos ejemplares incluso se han devuelto a sus legítimos propietarios. De hecho, la edición del Mein System de Gustav Jäger que ahora está en la colección de la Sociedad Magnus Hirschfeld fue encontrada en los archivos de la Stadtbibliothek en 2011. El libro robado estaba a apenas un kilómetro de distancia, al otro lado del canal, a la deriva entre un mar de libros. No se sabe qué bibliotecario lo halló, pero el director de la biblioteca lo entregó como un “préstamo permanente”. En verdad fue una devolución: un libro devuelto 78 años más tarde.

Guillem González

Guillem González (Barcelona, 1986) antes era programador informático en Girona, desde hace unos años es profesor de español en Cracovia, donde lucha por aprender polaco. Le apasiona la literatura, por eso estudió Humanidades en la UPF de Barcelona y luego un máster en Formación e investigación literaria y teatral en la UNED. Tiene un blog más o menos literario, 'De mí me río', y colabora en algunas revistas online.

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