“Es muy raro ser pobre, me dijo Petros, es como si fuéramos uno de esos pingüinos que salen en la tele que ven cómo se derrite el hielo a su alrededor y no saben a dónde agarrarse ni cómo salvarse y de la locura y el miedo que les entra se lanzan a devorarse uno al otro.â€
Christos Ikonomou (Atenas, 1970) se dio a conocer en Grecia con un conjunto de relatos que podrÃa traducirse como La mujer en los raÃles (2003) y ha consolidado su trayectoria con Algo va a pasar, ya lo verás, que obtuvo el Premio Nacional de Cuento y que ha sido recientemente traducido al español por Maila GarcÃa Amorós y publicado por ValparaÃso Ediciones.
Estos relatos, cosidos por la temática de la crisis, suceden en fábricas, hospitales, astilleros, tabernas, oficinas de contabilidad, hospitales y bloques de pisos del extrarradio. La crisis, más que ser escenario —como en las novelas policiacas de Petros Márkaris— es premisa y sustrato, aquello que acaba conformando a los personajes, instalándose en sus vidas y minando su identidad y autoconfianza.
Ikonomou muestra los estragos de la crisis en el paisaje humano de la Grecia actual, y lo hace a través de las dificultades materiales que atraviesan sus personajes, sÃ, pero sobre todo, a través de la figuración de su vida psÃquica y sus mecanismos de evasión o compensación. Se parte de la cotidianidad de unos personajes al borde del colapso o del desahucio, vÃctimas de la actual situación socioeconómica —parados, pensionistas, obreros que llevan meses sin cobrar, inmigrantes repatriados, parejas carcomidas por la miseria y el rencor—, y se prioriza el viaje interior que nos muestra su profunda extrañeza y desasosiego. Lejos del melodrama y del costumbrismo, se focaliza en lo humano, en lo particular, en lo irreductible. Y aun asà todas estas voces parecen fundirse en una sola, como si todos los personajes conformaran un coro disperso, una única voz deshilachada con distintos matices y tonalidades.
Algunos de los personajes tienen conciencia de clase y otros no, pero todos se sienten perdedores en una historia que alguien escribió hace mucho tiempo y que ellos no se ven capaces de cambiar. Están de vuelta de la esperanza y la fe en el cambio, si bien urden fantasÃas como incrédulos señuelos de supervivencia. Viven aterrorizados, vencidos por el estupor de saberse vÃctimas y no poder tomar las riendas de su vida. Aunque no aparecen idealizados, se les trata con respeto y ternura, como seres poliédricos y complejos, asaetados por mil miedos y paralizados por la tristeza y la vergüenza de ser pobres.
En el primer relato, Venga, Eli, dale de comer al cerdito, una mujer rememora la traición de su novio, que la abandonó llevándose consigo la hucha donde ella habÃa ahorrado ochocientos euros para hacer un viaje. En El soldadito de plomo, un hombre conduce a toda prisa y sin querer recordar el pasado —“todo en la vida es como una uña metida en la carne, no puede hacer más que cortarla, pero no arrancarla, si quieres seguir viviendo, claroâ€â€”, hasta llegar a comisarÃa para recoger a su hermano, un trabajador de los astilleros que fue detenido en una manifestación y apaleado por la policÃa. Mao, tÃtulo del tercer relato, es el apodo de un joven insomne y obsesivo que solo habla con los gatos y se erige en guardián nocturno de su edificio, en un barrio donde el miedo se extiende como una plaga y los vecinos se sienten aliviados al saber que alguien ha decidido por fin a hacerse con el control de la situación.
Estremecedora es la peripecia del protagonista de Y un huevo kÃnder para el niño, un padre que sale a la calle a buscar algo de comer antes de que su hijo despierte corroÃdo por el hambre, y llega, tras mucho vagar, a una iglesia en que varias mujeres vestidas de negro y una niña adornan con flores el Epitafio. Esta representación simbólica del féretro sagrado, que se lleva en procesión el Viernes Santo de la Pascua ortodoxa, aparece en otro relato, Bigotito con carbón, donde Takis, un viudo con dos hijos y dos trabajos, y que se avergüenza de sà mismo por haberse convencido de que es débil, le habla a un amigo sobre hechos del pasado, de la Gran Catástrofe de 1922, que tanto ha marcado el imaginario griego, y también de los años de la ocupación por las fuerzas del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Takis alude a los años en que brotaron miles de amapolas y las chicas las recogieron para adornar el Epitafio, y también refiere la historia de una niña que se vistió de chico y se pintó un bigotito de carbón para burlar a la muerte. Su voz es un consuelo, la voz ronca de un amigo que, bajo la tenue luz de la lámpara de un bar, se empeña en soñar hacia atrás, hacia lo irreversible, y no puede dejar de herirse imaginando cómo habrÃan sido las cosas si las decisiones tomadas hubieran sido otras.
En Sangre de cebolla, un empleado de una fábrica de cubitos de hielo nos habla de su compañero, Mijalis, un repartidor que admira la poesÃa de Miguel Hernández, en especial las Nanas de la cebolla. También el protagonista de La unión de los cuerpos se avergüenza de su trabajo, que consiste en meter revistas, periódicos y propaganda en bolsas de plástico, y se deja ir en vanas ensoñaciones —“Quiere estar desnudo con ella en esa casa inmensa y hacer como que es suya, hacer como que son personas sin miedo y sin ansiedad por el dinero ni por el trabajoâ€â€” que se truncan con tanta facilidad como a Mijalis se le deshacen los cubitos entre los dedos. La vergüenza y la rabia posee también a los dos hombres de “Para las personas pobresâ€, a los que han echado del trabajo y que sienten esa pérdida como un traumatismo: “Al principio no sientes nada, dijo Aris, la rotura está todavÃa caliente y no duele. El dolor y el miedo llegan despuésâ€. A veces el dolor es tan insoportable que lleva a cometer actos extremos y desesperados, como en Pingüinos en la puerta de la oficina de contabilidad, donde un hombre se traga cinco tachuelas al ver que la policÃa ha arrestado a su hijo.
Las cosas que llevaban muestra cinco hombres que hacen cola toda una noche de enero ante las oficinas de la Seguridad Social y encienden un fuego en la acera para calentarse. No hacen siquiera el esfuerzo de presentarse, pues asumen que son meras cifras y se han convencido de que los nombres carecen de importancia. El narrador adopta el tono de quien hace un inventario para describirlos: los designa con números y acumula datos acerca de patologÃas, objetos que llevan encima, hábitos y costumbres, e incluso secretos o pecados ocultos, traiciones y promesas rotas. Llevan encima muchas imágenes y muchas voces, de vivos y también de muertos, pero, por encima de todo, cargan con un miedo callado y con el peso del tiempo y de la enfermedad.
Hay en estos relatos una buena cantidad de parejas destruidas, hombres y mujeres que se miran como extraños o como enemigos. En People are strange, una pareja vive aterrorizada por no poder realizar los pagos pendientes y no se atreve ni a soñar que las cosas mejoren, mientras en su barrio cae una lluvia como largas cuerdas negras que parecen unir el cielo con la tierra, y el viento desprende los adornos navideños de la calle y los balcones.
“La nostalgia es un perro sarnoso, con ojos legañosos que se lame las heridas y te engaña y cuando extiendes la mano para acariciarlo te muerde con todas sus fuerzas.â€
En Ajenas. Lejanas, que tiene lugar en Haniá, en la isla de Creta, Vasilis le habla a Lena, su mujer, para que se duerma o para que se mantenga despierta. Le explica cuentos y cosas que no tienen nada que ver con su situación económica ni personal, con el fin de mantener lejos el dolor del recuerdo. Obviando la profunda extrañeza que le invade cuando de pronto mira el rostro de Lena y no lo reconoce, Vasilis alimenta la noche con cosas inútiles —hechos, datos, números— y no dice nada sobre la casa, el trabajo y la vida que perdieron. También en Sal y quémalas prevalece la voluntad de no dejar huellas ni el menor vestigio de un pasado que avergüenza.
El relato Algo va a pasar, ya lo verás está protagonizado por una pareja a punto de ser desahuciada. La mujer, Niki, se imagina despidiéndose del lugar donde ha crecido, de sus bancos, postes de luz y naranjos. Le cuenta a su marido, Aris, postrado en la cama, la historia de dos jóvenes que iban a ser separados por cuestiones de extranjerÃa y se pegaron las manos con cola muy fuerte. Resulta difÃcil pasar por alto que los nombres de Aris y Niki remiten a los antiguos dioses de la guerra y de la victoria respectivamente, y ello produce una amarga ironÃa. También se llama Niki la protagonista del último relato, Me quitan mi mundo trozo a trozo, que, sentada junto a su compañero bajo un viejo olivo en el jardÃn de su casa en Salamina, y mientras aguarda el momento de la expropiación, mira cómo el sol dibuja una clepsidra llameante sobre las aguas marinas, llenas de algas, piñas, bidones, bolsas y maderas.
Los personajes que pueblan las páginas de Algo va a pasar, ya lo verás tienen a menudo la sensación de pulular como sombras, de no estar vivos del todo. No saben cuándo duermen y cuándo están despiertos. Uno sueña con un agua negra y espesa que se le pega como si estuviera viva y asustada; otro, con un árbol en cuyas ramas están posados pequeños pájaros negros que mueven las alas sin lograr alzar el vuelo. Uno parece reconocer su destino en las espinas de Jesucristo crucificado; otro intenta, como táctica, no despilfarrar sus fuerzas en el odio y guardarlas para el dÃa de mañana, y también hay quien prefiere pensar que hay cosas verdaderas que no han ocurrido nunca. No creen en el apocalipsis sino en un fin de mundo exclusivo para las gentes pobres, y que consistirÃa acaso en perder la capacidad de soñar y las ganas de beber vino y de besarse. Sus ilusiones se derriten como cubitos —“como si en el mundo hubiera manos solo para eso, para coger los sueños de los hombres pobres y apretarlos hasta que se consuman como cubitosâ€â€” o se apagan como las sombras de las paredes cuando se extingue la turbia luz de la lámpara.
La voluntad de dar testimonio de la realidad actual, de recoger causas y consecuencias y de radiografiar el estado de ánimo del ciudadano griego contemporáneo, se compatibiliza con la belleza y el lirismo concedido a las palabras, que son cortantes pero fulguran. La épica de estos dÃas es deslucida pero sus imágenes, aun forjadas para referir la polvorienta realidad de los nuevos héroes, se deben a una invención brillante. AsÃ, el cielo gris y turbio es asimilado a la pantalla de una televisión encendida sin señal; el aire seco, a la boca de un hombre asustado, y las luces de los barcos, a las cuentas de un collar roto que se hubieran desparramado en la oscuridad. Las historias reales se redimensionan a través de estrategias —uso de varias personas narrativas; frases anticipatorias que se repiten como un mantra en algunos relatos; monólogos interiores y reflexiones en voz alta; mecanismos de zoom y, en el polo opuesto, ampliación de la profundidad de campo— que potencian distintos aspectos de la realidad y en muchos casos hacen emerger la vida interior de los personajes. Las referencias históricas y culturales y también algunos ecos homéricos remiten a una Grecia eterna, con una tradición poderosa y perdurable pero sometida a una acelerada degradación. Christos Ikonomou se propone, más que cantar, retratar a estos proletarios de hoy que, aunque se llamen como los antiguos dioses y héroes, no son capaces ya de librar batalla, pero que tal vez acabarán siendo criaturas mágicas en los cuentos del mañana:
“Puede que los obreros y los pobres de hoy sean los soldaditos de plomo del próximo milenio o los dragones y las brujas del próximo milenio.»
Me ha gustado el libro. A veces con una sola frase alumbra. Y nos están llegando varios libros de autores griegos muy interesantes, especialmente, el de Tsircas, «Ciudades a la deriva», un «ejercicio» de memoria histórica e imaginación poética. Es la leche.