Cada vez que el niño Thomas Bernhard visitaba la casa del abuelo –asà lo dice en los Relatos autobiográficos– la visita era un viaje a la montaña mágica. Abajo, los bajos fondos, el infierno ignorante y la vulgaridad. Arriba, las cimas sagradas, la sabidurÃa inalcanzable, lo más Alto, aunque no sepamos nunca en qué consiste exactamente lo más Alto.
El abuelo legó al nieto no haciendas ni dividendos, sino el punto de vista de las alturas, las frases elevadas, la tarea espiritual. Lo distinguió entre los demás y lo puso en el camino, lo puso en la vÃa espiritual. Allà el niño respiraba. Solo allà podÃa luchar y ser o existir propiamente. AllÃ. Lejos de la mezquindad, lejos de las cobardÃas, lejos de las equivocaciones, los desastres y las resignaciones diarias. La agonÃa matutina del abuelo aferrado a su escritorio; la clarividencia del pensador; la severidad del implacable juez social. El esfuerzo infatigable y siempre incomprendido del abuelo fue la escuela del niño –su única escuela–; fue la Universidad de la que no renegó nunca –renegó siempre de las otras, renegó de los maestros, renegó con un gesto de asco de los pasillos nauseabundos y de los repugnantes prostÃbulos de la Universidad–. La universidad siempre ha pisoteado el intelecto. Durante toda mi vida he odiado todos esos tÃtulos y a quienes llevan esos tÃtulos.
El legado del abuelo fue la energÃa y la determinación; fue para él la fuerza que prevalece sobre todo y lo vence todo. Porque uno debe permanecer siempre activo, decÃa su Abuelo. Porque la multitud duerme y perece suciamente en su Letargo. Porque el pensador vela en el insomnio más difÃcil; persevera en ese no puedo dormir que dÃa tras dÃa y noche tras noche combate la amenaza del Sueño multitudinario. Porque estamos narcotizados, estamos dormidos, nos hundimos cómodamente en la facilidad del sueño de una cuna infantil. Esa es la tentación a la que el pensador no sucumbe nunca. Ellos luchan contra los narcóticos. Luchan contra los disfraces. Se enfrentan con la complacencia del dinero, con la vida escasa y estrecha, con la mezquindad sin espÃritu, con la depresión reprimida y generalizada. De eso debemos liberarnos, decÃa el abuelo. De eso debemos liberarnos cuanto antes caminando cada dÃa en la dirección opuesta.
Asà describe Bernhard los paseos más cruciales de su vida. Entonces tomó de una vez para siempre la decisión de caminar siempre en dirección opuesta. Y caminó de la manera más activa, más crÃtica, más solitaria, más resuelta, más orgullosa. Con convicción y sin temor marchó siempre en la dirección opuesta. Era la única manera de salvar eso que alguna vez llegarÃa a convertirse en algo opuesto, en algo por lo que sà mereciese la pena sufrir y luchar en contra de todos los vientos (las tentaciones, las ilusiones, la fama, el bullicio, los demonios que están en todas partes).
Está bien. Los relatos acerca de su enfermedad pulmonar son espantosos. La lenta y dolorosa descomposición de su madre enferma de cáncer es espantosa. El abuelo desapareció de la tierra como desaparecemos todos. Pero el joven comprendió y asumió la dificultad y no esquivó el desierto ni el horror ni la inmensa soledad que le quedaba (lo único que aún quedaba). Llego un momento en que SÃsifo ya no lloró ni sonrió, en que participó de la naturaleza de las rocas que seguÃa levantando.
La enfermedad es el espacio en el que despega su vuelo el pensamiento. Lo que la salud habÃa aprisionado florece de repente. Lo que la salud estaba ahogando con su horrenda alevosÃa lo rescata de pronto la enfermedad. Cuando el joven no respiraba, respiraba hondo; tomaba el aire del océano, aspiraba desde la profundidad.
Los enfermos son los pensadores. Son los que lo han despreciado todo y se han hundido en lo profundo (en el Ritz, en el Prado, en Portugal, en El hombre de barba blanca de Viena). Ellos bucean lejos de la inmunda superficie adormilada («el mar adentro es una isla de agua rodeada de cielo por todas partes»). Asà que la enfermedad nos hace el mayor de los favores, nos entrega el don más precioso de todos, nos ofrece la gracia, nos encuentra el Grial. Nos inmuniza. Impide que nos destruyan del todo (quieren destruirnos del todo). Somos profundos por la enfermedad (On being Ill). Detenemos la noria incesante cuando nos falla el corazón. Ella nos eleva el corazón. Nos sumerge en las tinieblas para que no claudiquemos, para que no abandonemos. Nos defiende de la enemiga apremiante. Nos presta la mejor de las ayudas –de manera exigente pero tierna; dolorosa pero dulcÃsima–. Nos permite por fin empezar a pensar. Porque la enemiga –la simple salud– nos zarandea brutalmente hacia todos los lugares donde no deberÃamos estar; nos empuja hacia las estupideces y las trampas y las mil tonterÃas de las que la enfermedad es capaz de librarnos. El aislamiento aumentaba más aún la talla de aquel hombre.
Pero el hospital de Thomas Bernhard no es ningún idilio en Davos. Es una fábrica de muertos en serie. Bernhard pinta los horrores con una frialdad y una distancia inigualables (de lo contrario no habrÃa escrito nada, de lo contrario no tendrÃamos esos Relatos). Y se detiene sabiamente al darse cuenta de que sobre eso, eso, eso no se puede escribir. Retrocede. Suelta el lápiz. Se calla. No nos dice casi nada sobre su vocación de escritor o sus inicios en la escritura (más allá de propedéutica en los periódicos locales y las poesÃas juveniles). Pero nos cuenta algo mejor. Nos dice que la escritura verdadera y el pensamiento solitario, la voluntad de entender y comprender y explicarse a uno mismo las cosas es y ha sido siempre su único recurso para sobrevivir.
A ellos –los escritores– les ocurre siempre lo mismo. Escriben para seguir viviendo. Escriben para vivir asumiendo y soportando el tener que vivir. Escriben desde el respeto hacia sà mismos. Escriben con la cabeza alta. Esta es la droga del poeta. El antÃdoto de todas las drogas.