Para eludir cualquier mal olor a despedida, mientras agitas una mano al aire en señal de adiós, la otra la guardas en el bolsillo, donde escondes un amuleto de tu infancia o de tu juventud, que aprietas fuerte para aferrarte a la sensación de que a pesar del instante, conservas contigo tu universo intacto. Ese ejercicio conviene ponerlo en práctica de vez en cuando, para asegurarnos de que la memoria es un ejercicio del presente, pero aquel que se marchó, que solo habita allÃ, en un ángulo de sol de la memoria, se marchó para siempre y para siempre habrá merecido la pena haberle conocido. Despedirse es una derrota. No despedirse es la caÃda en el infierno. Por eso, con la sabidurÃa que heredó del “hijo feo†de Thomas Mann, el historiador Golo Mann, Juan Luis Conde (Ciudad Rodrigo, 1959) vuelve a apretar su fetiche en el bolsillo y ejecuta un ejercicio de despedida, un testimonio que demuestra que lo más profundo está a flor de piel. A Golo Mann, no cabe duda, le hubiera encantado leer este libro. En él se da cuenta de la falta de respeto hacia sus últimas voluntades por parte de sus herederos o albaceas, y contra ellos se rebela Juan Luis Conde sacrificando lo que hubiera de gloria en Golo Mann, que fue mucha, por una descripción minuciosa de sus paseos. El respeto hacia su figura no lo obtenemos por una enumeración de destellos de ingenio, por un dibujo de alguien que nos deslumbra. No. Aunque sà aparecen pequeñas dosis de consejos hacia el autor, en forma de notas sobre el amor, la juventud y la vejez o la aventura que es vivir, donde se da fe de la sabidurÃa de Golo Mann es en la precisión con que se describe la intensidad suave, pero firme, durante unos paseos de octogenario, agarrado a sus bastones mientras sube las cuestas de un valle alpino.
¿Qué llevó a Juan Luis Conde a compartir una década de su vida con Golo Mann? Si nos atenemos a los acontecimientos, fue casi una casualidad bohemia, una oportunidad que les salió al paso a unos jóvenes que trataban de ganarse unos cuartos en Suiza antes de regresar a España para, en el caso del autor, sacrificar un año en el servicio militar. Pero las casualidades no existen. La suerte nos la hacemos. Y en este caso, Juan Luis Conde nos ofrece un libro que trata a conciencia ese momento descabellado, intenso, dramático e incierto, que empieza con sabor a gloria cuando uno recoge su tÃtulo de licenciado. La vida académica, en este caso dedicada a la filologÃa clásica en su capÃtulo universitario, ha finalizado, y ahora lo que toca es hacerse mayor. Y eso que comienza con euforia a los dos dÃas se ha transformado en miedo a vivir.
Para echar más leña al fuego, Juan Luis Conde sale disparado de una ciudad media española en la que no faltan las miserias, una ciudad trazada con cartabón mellado, según sus palabras, por la que ningún visitante se perderÃa, y que va devorando al conjunto monumental. Existe una Salamanca, sÃ, que concita cierto respeto de los académicos, “pero solo la otra es realâ€, afirma, antes de comentar que para los habitantes de esta ciudad la degustación de las criadillas de marrano es la más refinada de las experiencias. No se puede estar más de acuerdo. Hay que salir o vivir de espaldas a la vanidad de esas ciudades. En su caso, para topar con un viejo gruñón, misántropo, que reniega de su apellido y admite cuatro nacionalidades, que desearÃa ser recordado por su obra y sus amistades y no por ser el hijo feo de Thomas Mann, alguien que en Alemania es de por sà un género literario. Una aseveración que tal vez no sea un elogio. Un anciano que está enamorado de un joven mexicano, un tipo muy magnético y que desde la distancia admira a España, un paÃs que, para Juan Luis Conde, es o era una caricatura. No hay que olvidar que nos estamos situando en la década de los ochenta, durante la consolidación de la transición o el triunfo del PSOE y otra serie de acontecimientos que se reflejan en la narración autobiográfica, porque ni Juan Luis Conde ni sus amigos, entre los que destaca su hermano pequeño, son impermeables a los acontecimientos sociales de un paÃs por el que no saben si merece la pena luchar. Esa ignorancia es parte de lo difÃcil que es salir de la crisálida para hacerse adulto.
El grupo afÃn al autor, según él nos va relatando, tiene a la razón por refugio contra la ignorancia. Sin embargo, de Golo Mann va aprendiendo la sabidurÃa del instinto. Ese saber escuchar a todas las células del cuerpo, que saben cosas que el cerebro ignora. Y que vienen, sÃ, de la experiencia de vivir. En lugar de entretenerse en detalles más propios de libro de autoayuda, Juan Luis Conde recurre a la forma de ficción verdadera. El libro podrÃa ser, perfectamente, una novela, si cambiáramos los nombres por otros figurados. Una de esas novelas que te llevan a las lágrimas en los párrafos finales. Porque es sorprendente en un autor como Juan Luis Conde, un intelectual que nos ha dado libros de aventura barrocos, como Hielo negro, ensayos a conciencia, como El segundo amo del lenguaje, y la maravillosa novela El largo aliento, es capaz de conmovernos. Es capaz de escribir, precisamente, con todas las células del cuerpo. Esa es la salida que ha encontrado para cerrar una herida, o a dejarla abierta -¿por qué cerrar una herida que nos ha ayudado a crecer?-, hablando sobre la vejez de un testigo del siglo XX. Un hombre, Golo Mann, que entiende que para desnudar su inseguridad debe recurrir a la poesÃa, una obra en la que, de vez en cuando, existe una ligerÃsima tendencia a la glosa que nos remite a la poesÃa. Y sobre la poesÃa también trata la soledad tanto de Golo Mann como de Juan Luis Conde, pues a la hora de afrontar los momentos complejos, pese a contar cada uno de ellos con el apoyo del otro, se dan cuenta de que están solos. Y para esa soledad inventan el bálsamo, como no podÃa ser de otra manera, de la poesÃa.
SÃ. A este mundo, como dijo tantas veces Ernesto Sábato, le falta poesÃa. Por eso estos libros son tan imprescindibles como quienes los protagonizan.