Vargas Llosa en el nuevo milenio

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 Vargas Losa Göteborg Book Fair 2011b | Foto: Arild Vågen | WikiMedia Commons
Vargas Losa Göteborg Book Fair 2011b | Foto: Arild Vågen | WikiMedia Commons

Tras un recorrido, tanto por los múltiples y constantes artículos, ensayos, conferencias y declaraciones públicas, como por la totalidad de la obra narrativa de Mario Vargas Llosa; es inevitable, al menos para mí, constatar su invariable tendencia al abordaje directo y a la representación crítica de la realidad y de la Historia.

Esa ha sido su constante desde Los jefes (1957) hasta esa impresionante nouvelle llamada Los cachorros (1967), y desde su primera, digamos, gran novela, La ciudad y los perros (1962), hasta la mayoría de las posteriores publicadas hasta ahora. Sin embargo, teniendo en cuenta los vertiginosos cambios operados en el mundo desde finales del siglo veinte, no es sobrancero preguntarse si tal tendencia prevalece en las novelas publicadas por el peruano al finalizar la centuria o a partir del despunte del nuevo milenio.

Realista confeso, Vargas Llosa ha intentado siempre abarcar la realidad histórica y sus innumerables puntos de vista o estamentos, a través de la creación de mundos narrativos paralelos y al mismo tiempo independientes de la realidad o de la Historia.

Con frecuencia lo hace a través de estructuras ficcionales que, en apariencia, intentan imitar a la realidad, y cuyo coherente funcionamiento solo es posible visualizar a través de la intervención cómplice, subjetiva, de un lector activo capaz de articular, en una dimensión más profunda, la aparente dispersión de voces, ámbitos y estructuras, convirtiendo el hecho ficcional en una nueva forma, al mismo tiempo vicaria y vivencial, de comprensión crítica de la realidad.

Es un tipo de realismo narrativo cuyo sentido radica en hacernos comprender la Historia y nuestras propias experiencias individuales y sociales tal como, supuestamente, se desarrollan en la realidad; todo a través de inteligentes estructuras de lenguaje que no solamente las representan, sino que se convierten en sus equivalentes textuales, es decir, en universos narrativos complejos que nos muestran con agudeza crítica las manifestaciones concretas de los individuos y sus diversos y también complejos contextos sociales e históricos.

Técnicamente, Vargas Llosa fue uno de los primeros narradores hispanoamericanos que asimilaron y desarrollaron con eficacia los procedimientos más innovadores de la gran narrativa europea y norteamericana de inicios del siglo veinte. Entre los más importantes narradores del Boom latinoamericano, quizás sea él quien más metódicamente (aunque no menos creativamente) haya aplicado tales aprendizajes, practicando algo que me atrevería a calificar como una síntesis crítica e imaginativa de la realidad y de la Historia.

En sus cuentos y novelas son recurrentes una serie de procedimientos que, con admirable destreza, funden forma y contenido de manera que el efecto reflexivo ante las diversas perspectivas desde las que se nos muestra el drama histórico, social o humano; provoca una especie de epifanía social y moral; una aprehensión repentina de los profundos secretos ocultos tras la aparente trivialidad de la realidad cotidiana.

Hablo de historias desplegadas en elipsis, de variedad de lenguajes y alternancia constante de tiempos verbales; de segmentación calculada y ordenada de planos, voces y espacios narrativos, dispuestos de manera que al final confluyan o accedan a una fusión total, coherente y llena de sentido, aún entre el aparente caos, el engañoso desorden o el supuesto sinsentido de la secuencia narrativa general.

El mismo Vargas Llosa nombra esos procedimientos en los consejos para aprendices de sus Cartas a un joven novelista (1997): flujos de conciencia y/o monólogos interiores; mutaciones espaciales y temporales; cajas chinas, vasos comunicantes y datos escondidos; además de la constante recurrencia a estrategias intertextuales que con frecuencia arrastran determinados contextos hacia otros más remotos en tiempo y espacio, a través de evocaciones, oposiciones, paralelismos, o bien por medio de la constante transformación de planos, tonos y perspectivas de las que hacen alarde sus principales voces narrativas.

Después de algunas novelas relativamente desiguales o demeritorias en relación con la mayoría de sus obras anteriores, y publicadas casi al final del siglo veinte como Elogio de la madrastra (1988) o Los cuadernos de don Rigoberto (1997), para alivio de quienes seguimos de cerca su trayectoria Vargas Llosa tocó las puertas del nuevo milenio con La fiesta del chivo (2000), una de sus novelas mejor estructuradas y magistralmente logradas.

Está compuesta por veinticuatro capítulos, divididos temáticamente en tres series de ocho por cada una; dos de ellas (que suman un total de dieciséis capítulos) ubicadas cronológicamente en 1961, año en el que fue muerto a tiros el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Sin embargo, como sucede en casi todas sus obras, durante el desarrollo de los capítulos la narración se adelanta o retrocede en el tiempo, en dependencia de las distintas perspectivas narrativas o los contextos evocados por los personajes o por el narrador principal.

Aunque las tres series de capítulos se entremezclan de manera aparentemente aleatoria pero en realidad en un orden de pretensión simultánea meticulosamente calculado, trataré de reseñar sus contenidos de forma numérica:

La primera serie, es decir, los capítulos con los que empieza y termina la novela, a través de un narrador ambiguo que constantemente parece dirigirse o dialogar con el personaje, se sostiene la tensión secreta de Urania Cabral, quien después de muchos años de ausencia regresa a República Dominicana llena de oscuros y dolorosos recuerdos, y cuyo desprecio por su padre, el senador Agustín Cabral, revela sus causas profundas hasta el final de la novela.

Son las causas por las cuales huyó de la isla a la edad de quince años, jurando no regresar; las mismas por las cuales también su vida, aunque profesionalmente exitosa en Nueva York, personalmente ha sido disfuncional: huyendo de cualquier tipo de relación íntima o amorosa; dura y llena de carácter por fuera, pero interiormente carcomida por temores y por una sensación permanente de vacío.

Por eso su regreso, la falta a su rabioso juramento de no volver nunca, aunque es también de alguna forma una reconciliación con su familia, es en realidad una venganza contra su padre, que un día fue capaz de entregarla virgen al dictador como un regalo tan servil como repugnante.

La segunda serie está constituida por los capítulos en donde se narra la vida íntima, personal y familiar –además de las interioridades en el ámbito de poder– del dictador; los aspectos de su vida pregonados vox populi pero no registrados por la historiografía; todos esos detalles que, aunque en buena medida han sido imaginados o recreados por el novelista, están indudablemente arraigados en la más pura realidad histórica.

Es el entorno cercano de Trujillo, es decir, el radio en el que orbita su séquito: los subalternos fieles e infieles; su caprichosa y disciplinada estructura de poder, donde se manifiesta su control absoluto del mando militar, del aparato político, administrativo y económico de República Dominicana, que entonces era literalmente su hacienda particular.

En esta serie de capítulos se detallan, a través de una voz narrativa en tercera persona (que en general predomina, mezclada con flujos de conciencia de los personajes, en toda la novela) los íntimos temores y deseos de Trujillo; sus miedos y obsesiones; sus obcecaciones, sus odios y filias políticas y personales; en fin, las oscuras motivaciones por las cuales cometió atrocidades, mancilló dignidades y pisoteó a una nación entera.

La tercera serie son los capítulos en los que se narran las expectativas del grupo de conspiradores que planean y al fin llevan a cabo la ejecución de Trujillo. Los capítulos de esta serie abarcan la planeación, la realización y las consecuencias inmediatas de la ejecución, que culminan con la persecución, captura, tortura y muerte de casi todos los conspiradores, además del fracaso del plan político de establecer un gobierno mixto provisional o de transición.

Exhaustiva investigación historiográfica, concienzudo esmero estructural y eficaz invención novelesca. Tres recursos con los cuales Vargas Llosa ha logrado una de las mejores novelas sobre dictadores que se hayan escrito en nuestra literatura.

Una impresionante construcción histórico-ficcional en la que, haciendo uso de una sola voz narrativa, desdoblada a veces o eventualmente transformada en voces íntimas, particulares, y a través del hábil entrecruzamiento de historias individuales y de un magistral dominio de diálogos y jergas dialectales correspondientes con el contexto; Vargas Llosa ha logrado retratar estupendamente el final de la “Era Trujillo”, la más sórdida y oscura en la historia de República Dominicana.

Después de La fiesta del chivo Vargas Llosa ha publicado cuatro novelas: El paraíso en la otra esquina (2003), Travesuras de la niña mala (2006), El sueño del celta (2010) y El héroe discreto (2013); todas ya en los inicios del nuevo siglo. La primera y la tercera de ellas, aunque con puntos clave que inevitablemente las relacionan con el Perú, y en cierto modo también con el destino de América Latina; están emparentadas por la intención de recrear o ficcionalizar aspectos sustanciales en la vida de grandes personajes en la Historia contemporánea de Occidente.

En El paraíso en la otra esquina, la tortuosa y valiente vida de la escritora socialista, pionera del feminismo, Flora Tristán –de padre peruano y madre francesa–, así como la de su nieto, el radical pintor postimpresionista Paul Gauguin, son enlazadas a través del tiempo para subrayar ese rasgo contracultural que, pese a las evidentes distancias entre ambos, los une y los concilia: su irrenunciable y utópica voluntad de ruptura con el orden establecido y su romántica búsqueda de libertad.

Es una más de las estructuras elípticas de Vargas Llosa, en la que una voz narrativa, que hace las veces de conciencia crítica de los protagonistas, va hilvanando y reconstruyendo sus recuerdos para, al mismo tiempo, ir haciendo un ajuste de cuentas con sus propias conciencias. Otro intento sin duda solvente, aunque en cierta forma teleológico, del novelista por extraer de personajes y acontecimientos emblemáticos de la Historia, lecciones válidas para comprender la realidad de nuestro tiempo.

En tanto, de la trepidante y entretenida Travesuras de la niña mala, diría que puede leerse como una extensa nota al pie originada en la saga limeña o miraflorina de Conversación en la catedral (1969) y Los cachorros, pero concentrada más bien en entretener y en degustarse con lo erótico; aunque en ella no dejan de aparecer, casi fantasmalmente, los espectros devenidos del penumbroso mundo de la izquierda radical peruana y latinoamericana, que deambulan por el exilio europeo urdiendo fratricidios y trasegando sus utopías hasta convertirlas en devaluada mercancía.

Si hablamos de El héroe discreto, su más reciente novela publicada, tendríamos que reconocer la vuelta del autor hacia el desarrollo de protagonistas precisamente discretos, comunes y corrientes, cuyas vidas devienen heroicas en virtud de esa serie de pequeñas proezas cotidianas acumuladas y llevadas a un punto en que se enfrentan a la violencia y el vacío moral de nuestra época, especialmente en América Latina.

En El héroe discreto, como suele hacer con frecuencia, el autor resucita a algunos de sus memorables personajes para patentizar una serie de lecciones morales y mostrarnos la ingente necesidad en nuestros tiempos de la resistencia cívica frente a la descomposición social y la violencia impune.

Si bien la mayoría de los héroes novelísticos de Vargas Llosa son relativamente discretos, pese a la celebridad y brillantez pública o histórica de algunos otros (precisamente aquellos tomados por el autor de la realidad histórica para revivirlos en la ficción), Felícito Yananqué, el protagonista más memorable entre los dos héroes de El héroe discreto, sobresale entre otros emergidos o “resucitados” de anteriores novelas –como don Rigoberto y Fonchito–, por su admirable, tozuda y literalmente suicida objeción de conciencia frente al chantaje de la delincuencia organizada: especie de Estado corrupto paralelo en tantos países latinoamericanos.

Ismael Carrera, el otro héroe de esta novela, es un exitoso empresario perteneciente a las cúpulas sociales limeñas, recurrentemente descritas por Vargas Llosa en anteriores novelas. Carrera deviene heroico cuando decide casarse con su empleada doméstica, e impone su voluntad sobre la codicia moralmente desvalorizada de sus propios hijos.

Entre ambos héroes, debo confesar que me quedo con el realmente discreto dueño de transportes interurbanos Felícito Yananqué, quien desde la pequeña ciudad de Piura resiste y prevalece ante la amenaza de esas fuerzas tenebrosas con las que hoy convivimos y muy bien conocemos los hondureños, los nicaragüenses, los salvadoreños, los colombianos, los mexicanos o los peruanos.

En tanto, El sueño del celta concentra las cualidades narrativas acumuladas por el autor a lo largo de su prolífica trayectoria novelística, además de agregarse a la lista de temas evidentemente recurrentes a lo largo de su obra. Al igual que La guerra del fin del mundo (1981), El hablador (1987), La fiesta del chivo o El paraíso en la otra esquina, esta es también una novela histórica, o bien apoyada en hechos históricos exhaustivamente documentados.

Su protagonista es también un personaje real de la Historia: el escritor irlandés Roger Casement, quien formó parte, a finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, de misiones diplomáticas británicas en África y Sudamérica, entre ellas una supervisión de la explotación comercial de caucho en las selváticas riberas del Putumayo, en el Perú; todas narradas descarnadamente en las primeras tres partes de la novela.

Las atrocidades y el genocidio denunciados por Casement en sus misiones, son narrados por Vargas Llosa con la intensidad de un cronista indignado. La perspectiva de cronista involucrado de la voz narrativa principal, le otorga a esta novela una dimensión histórico-literaria y moral meritoria de compararse con lo mejor, tanto de sus textos ideológicos como de su novelística.

En El sueño del celta se percibe también, como es frecuente en las novelas de Vargas Llosa, sino una empatía al menos una especie de afectuoso respeto del autor por el comportamiento y los códigos ético-políticos de su protagonista.

Tanto por la Historia verdadera como por la novela de Vargas Llosa, sabemos que Casement terminó integrándose con determinación a la causa nacionalista irlandesa, participando en la búsqueda de apoyo militar alemán para impulsar una sangrienta y fallida rebelión independentista en 1916. Finalmente fue detenido, condenado a muerte y ejecutado por el gobierno británico.

Las circunstancias de ese proceso, que culminó con el rechazo del imperio a una desesperada petición de indulto, son narradas con dramatismo en la obra, confirmando una vez más la obsesión elíptica del autor, pues la novela comienza y termina con los últimos días de prisión de Casement y el momento final previo a su ejecución.

Precisamente unas semanas antes de la publicación de El sueño del celta, en el año 2010, la academia sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Losa. Recuerdo ahora sus primeras declaraciones después de conocer la noticia.

Repuesto de la sorpresa que le causó, en plena madrugada, el telefonazo desde Estocolmo, durante su primera conferencia de prensa en Nueva York, donde se encontraba impartiendo un curso, el escritor reiteró el propósito cotidiano de su ferviente trabajo intelectual: la literatura como una forma de placer y como herramienta de libertad.

“La lectura –dijo–, no sólo es una forma fría de acopio de información, ideas y conceptos, sino también fuente de gozo, ejercicio para nuestra inteligencia y forjadora de conciencia crítica”.

Pero también habló de dos cosas para mí muy ingentes e importantes, que luego reiteró en su discurso de Estocolmo, durante la ceremonia de entrega del premio: el futuro de la lectura en la era tecnológica y el futuro de América Latina en un mundo políticamente unipolar, aunque culturalmente diverso y plural, que para colmo se encuentra simultáneamente informado y permanentemente conectado.

Coincido con él en la esperanza de que la nueva era tecnológica no implique sumergir al libro en la atmósfera amenazante del vacío y la banalidad; y como él también confío en que, tanto las izquierdas como las derechas de Latinoamérica (si es que entre ellas es posible encontrar ahora sustanciales diferencias), sean capaces de respetar los parámetros fundamentales de la democracia.

Creo que el llamado de Vargas Llosa a promover la literatura y su esperanza de que sobreviva en esta era tecnológica, tienen que ver, más de lo que muchos piensan, con la necesidad de promover una dialéctica democrática que deje sin espacios a las formas jerárquicas o autoritarias de gobierno en América Latina.

El realismo crítico de sus novelas va más allá de la mera emulación de sus grandes pares europeos decimonónicos o contemporáneos. Su ejemplo como escritor comprometido con sus ideas y con su particular visión del mundo, está más integrado de lo que se piensa con su pregón cotidiano de asumir la literatura como un culto, como una pasión.

Erick Aguirre

Erick Aguirre Aragón (Managua, 1961). Es escritor y periodista. Ha publicado poemarios, ensayos y novelas: ‘Pasado meridiano’, ‘Un sol sobre Managua’, ‘Conversación con las sombras’, ‘Con sangre de hermanos’, ‘Juez y parte’; ‘La espuma sucia del río’; ‘Subversión de la memoria’, ‘Las máscaras del texto’; ‘La vida que se ama’ (Poesía, 2011), ‘Diálogo infinito’.

1 Comentario

  1. Travesuras de la niňa mala es mi preferido.
    Novela muy entretenida y con muchas sensaciones.

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