Sólo leyendo a Gamoneda me ocurren ciertas cosas. Se me atraganta la saliva justo por encima de la nuez de Adán -que la tengo, aunque escondida-, se me acogota el estómago, como si quisiera treparse con todos sus jugos por encima del esófago y, la lengua, de inflada, consigue que la boca se me quede pequeña. Me pasa, poco más o menos, que me dejo caer en un estado de nostalgia feliz, de felicidad apática. Una sensación que sÃ, efectivamente, puede parecer una contradicción en los términos. Pero es que no. Resulta que el hecho de sumirme ahÃ, en esa precisión de estar en el mundo, es una forma de saber que vuelvo a los orÃgenes de lo que soy, de lo que fui, de lo que, desafortunadamente, nunca dejaré de ser, o, por mejor decir, lo que nunca dejaré de querer ser. Yo, de mayor, como Bolaño, quiero ser vago y poeta -póngase el femenino en mi caso por una cuestión casual. Y además quiero, si no es mucha molestia, pedir unas tarjetitas de presentación en las que mi ocupación figure como tal.
El misterio del oficio, del poeta Pablo Javier Pérez López, que tiene un nombre complejo, largo, nada sintético y que, por lo tanto, pudiera decirse que no le corresponde ser poeta y, por supuesto, mucho menos tener derecho a pedir una tarjeta en la que se le presente asÃ, no es ni más ni menos que eso: una honesta reivindicación del oficio. Y en su caso, a pesar del nombre y de que para publicar sus libros haya tenido que obedecer a un amigo que le tiró muy fuerte de las orejas, sà merece tal calificativo. Pablo -sinteticemos-, es poeta. AsÃ, con todas las letras. Rotundo. Contundente. Po-e-ta. Y eso hoy, cuando los hay a miles que se autodenominan asà en un gesto de osadÃa que me deja patidifusa, ojiplática y malherida, es mucho decir.
Lo de la rotundidad de su poesÃa podrÃa explicarlo mejor, darle vueltas al tema y encontrar sinónimos y adjetivos precisos que dieran en la clave de lo que quiero decir. Pero ni falta que hace. Lo bueno de Pablo -sintetizado- es que no es necesario que llene una página de letras que dan vueltas y merodean a la verdad y giran sobre sà mismas. No. Lo magnÃfico y lo insolente, es que su obra se defiende a sà misma.
Desde que
“la solución es fácil y definitiva / y vive en los ojos de las luciérnagasâ€
hasta que
“Estás demasiado callado para ser un hombreâ€,
no hay peros que valgan. Son versos que están al inicio de un poemario de no más de ochenta páginas y que sólo calientan motores de la belleza que los continuará. Una belleza, además, que transita entre la forma tradicional de la poesÃa a una prosa más que pertinente: nada en esta obra está de más. Ni de menos, salvo algún que otro verso final que rompe cierto ritmo cosa que en una obra de tanta calidad, por otra parte, no es muy grave.
El poeta, por serlo, conoce sobradamente la dificultad del oficio y por eso, salpicando lo profundo de la obra toda, incluye pasajes humorÃsticos, sutiles, perfectamente engarzados, que suponen una suma al conjunto. Y va desde la constatación más dolorosa de ser hombre, con
“La verdad moja siempre demasiado / en la falsa desnudez de la promesaâ€,
hasta la descripción de la verdad más absoluta a la que se llega, mejor que con nada, a través del sexo:
“A veces hay que hablar con la mano / hasta que el silencio estalle / y el reloj vuelva a latir en lo oscuro / y mi voz nazca de nuevo en tu bocaâ€
Pero no deja, nunca, el poeta, de ensuciarse con la dificultad del trabajo que ocupa a quien escribe la propia obra:
“habla de la baba misteriosa / de los que se atreven a vivir / debajo de las palabras / en la carne misma que se pudreâ€.
Pido, en fin, que alguien le pague a este chico, por favor, unas tarjetas en las que ponga: Pablo Javier, vago y poeta. Por favor.
[…] aquel entonces Pablo estaba preparando su segundo poemario y Gamoneda le habÃa escrito una carta dándole su parecer sobre el mismo. Recuerdo que estaba […]