William Gay | Foto: Dirty Works

El hogar eterno

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William Gay | Foto: Dirty Works

Alcohol ilegal, negocios oscuros, rivalidades irreconciliables, enemistades incompatibles, asesinatos irresueltos; hostilidades que pasan de generación en generación hasta olvidar el origen pero cuyos efectos persisten al margen del discurrir del tiempo y de una memoria familiar, casi genética, que no necesita cuidados para perpetuarse, ufana, hasta que un día el destello fugaz de una chispa inesperada provoca la explosión que arrasará con todo. Sol incendiario o lluvia inclemente; calor asfixiante o frío  glacial, sequía agobiante o humedad empapada; ni en los hombres ni en el clima existen términos medios.

«Allí tumbado, el hermano Hovington parecía no necesitar nada de lo que aquellas mujeres pudieran ofrecerle. Tenía los ojos cerrados, puede que se hubiese quedado dormido. De no ser por el suave movimiento acuoso de los globos oculares tras los párpados casi traslúcidos y el lento e hipnótico pulso azulado del cuello, cualquiera podría haberle dado por muerto. El hecho es que el hermano Hovington yacía agonizante, sumido en una alteración temporal tan vinculada al dolor que le resultaba imposible discernir el paso de las horas. Desde el fuego fundido donde se consumía podía discernir las lentas maquinaciones de la eternidad, el milagro cósmico de cada segundo que nacía, en forma de huevo, plateado y fálico, el tiempo que se propulsaba resplandeciente a través de la cáscara gastada e inservible de cada microsegundo que iba quedando atrás, titubeante, comenzando a descubrir las lentas e infinitesimales progresiones de la descomposición, un mecanismo codificado desde el mismo instante de su concepción, devastador, para enseguida ser relegado por un nuevo impulso orgásmico, y todo atendiendo al latido de una especie de corazón galáctico, voces, los murmullos de un demente atrapado en la trama del mundo».

Un cacique que tiene a toda la comunidad comiendo de su mano es el hilo que ata a los habitantes y a sus circunstancias, el astro alrededor del cual gira la vida en un sórdido asentamiento abandonado de la mano de Dios. No se trata solamente de un bravucón violento, sino que todo lo que tiene que ver con el alcohol -y, por tanto, con el dinero- pasa por sus manos; administrando con mucho tiento favores y protección, consigue que nada se mueva sin su permiso; sobornando a los jueces e instaurando un verdadero régimen de terror, consigue que la justicia siempre esté de su parte; atemorizando al pusilánime sheriff local, retuerce la ley hasta que se pliega a sus designios. Y lo que no puede arreglar el dinero, lo solventan las amenazas o, en su defecto, un disparo certero, un accidente inesperado o una lata de gasolina.

«El rostro zorruno de Hardin se veía cada vez más demacrado, sus fríos ojos amarillos cada vez más reptiles. O puede que se asemejasen a los de un tiburón, inanimados e inexpresivos, apenas un atisbo permanente de avaricia. Y discurría por la vida igual que los tiburones, llevándose a la tripa cualquier cosa que atrajese su atención, engulléndolo con sus ardientes fauces oscuras, nutriéndose de lo aprovechable y defecando el resto».

La sensación, a pesar del control que ejerce Hardin, es de equilibrio inestable; el ambiente es de violencia contenida, de una frágil tregua cuya rotura pende de un hilo y que cualquiera puede echar a perder aun con el movimiento más inocente y desatar la tragedia. El ambiente de convivencia parece tenso, a la espera de cualquier circunstancia que rompa ese equilibrio precario y se desate la tormenta que acabe con todo. Más cuando al menos dos personajes tienen en sus manos la posibilidad de dar inicio a la escalada, aunque uno de ellos ignore la existencia del otro.

Diez años antes de los sucesos que se relatan en El hogar eterno, Hardin asesinó a un lugareño a sangre fría e hizo desaparecer su cadáver en una sima cercana al asentamiento. La gente del lugar, incluida su esposa, supuso que ese individuo se había largado -todos lo harían, si pudieran- abandonando a su mujer y a su hijo. Pero transcurridos unos años, después de una inundación, un viejo convicto, viudo y solitario, se encuentra con el cráneo de la víctima, que muestra a las claras las señales de su asesinato y confirma los hechos de los que fue involuntario testigo; es consciente de la cadena de acontecimientos que podría desatar si hiciese público su descubrimiento, aunque el sentimiento de culpa que le embarga le reconcome por dentro y le provoca pesadillas debido a su inacción, más cuando el hijo de la víctima, un joven formal y trabajador, es contratado por el asesino de su padre para construir un garito ilegal en pleno bosque.

«Se levantó. Encendió la lámpara de la cómoda, cruzó la habitación hasta el vestidor y lo abrió. Bajó la caja de zapatos que guardaba en la balda superior, desenvolvió la calavera de su embalaje de papel de seda y se quedó mirándola. Desde luego, algo tengo que hacer, pensó. Al principio había pensado en enterrarla y olvidarse de ella pero, por alguna razón, no le pareció apropiado. Era un asunto inacabado con demasiados cabos sueltos. Los agravios precisaban que alguien los desagraviase y había que romper el silencio, pero él no se sentía digno de romperlo. En la penumbra amarillenta que proyectaba la lámpara de petróleo, él y la calavera formaban un extraño retablo. Así, arrodillado ante el vestidor, podía haber pasado por un acólito frente a un oráculo, un discípulo en espera de los sabios consejos de aquel viajero infatigable que acababa de resurgir de las entrañas de la tierra. De poder hablar, ¿qué relatos contaría? ¿Había visto llegar su destino? ¿Habían seguido sus ojos, sin creérselo, la fatal trayectoria de la bala que le fragmentó el cráneo? Oliver pensó que si en algún momento llegaba a enterarse, nada podría impedir que el muchacho acabara matando a Hardin y se pasara el resto de su vida entre rejas. De no haber tenido la cabeza tan reblandecida, lo habría matado yo mismo hace tiempo».

Ese peligroso equilibrio que el autor maneja con envidiable maestría parece alterado cuando Winer se lía con la protegida de Hardin, la hija de la mujer con la que vive y que este protege con fines inescrutables aunque fácilmente deducibles.

«El pensó en la extraña progresión de las cosas, en cómo los bordes dentados de un suceso se ensamblan con los del siguiente como las piezas de un rompecabezas, ni una sola pieza independiente del conjunto».

El tiempo avanza demasiado deprisa para quien tiene asuntos pendientes anclados en el pasado, y demasiado lento para quien pretende pasar página de unos hechos que ocurrieron en tiempos remotos. Aunque nunca puede descartarse que esos actos, olvidados por el simple paso de los años u obligados a desaparecer por la fuerza, emerjan de nuevo cuando nadie piensa ya en ellos y arruinen, con la insistencia de los asuntos no resueltos, un presente artificialmente repuesto. Uno puede luchar contra los monstruos coetáneos, pero se encuentra indefenso para hacer frente a los fantasmas del pasado. El presente es inevitable pero se puede enmendar; el pasado, en cambio, en incorregible.

«De repente, una antigua aflicción que tendría que haberse disipado hacía mucho tiempo le retorció las entrañas como un puñal. Una aflicción nacida diez años atrás que ya tendría que estar sepultada por los escombros del tiempo. Diez años. Diez años que a saber dónde habían ido a parar, con todas aquellas palabras de acusación que se habían pronunciado. Se sintió invadido por una redención amarga, un sentimiento de fe cumplida, pero saber la verdad no le daba la menor satisfacción, con mucho gusto habría aceptado seguir engañado si con ello hubiese podido cambiar el curso de los acontecimientos. Se giró con la vista borrosa y marchó calle arriba. Ella miraba desde la ventana. Cuando lo perdió de vista, las cortinas volvieron a cerrarse».

El hogar eterno (The Long Home, 1999), primera novela del tennessean William Gay, se ubica en este ambiente y, mediante una sucesión de cuadros, en aparente desconexión entre sí, compone, vistos en su conjunto, un retrato exhaustivo que define a la perfección el entorno humano -y físico, origen y consecuencia, a la vez, de aquel- en el que se enmarcan, con una verosimilitud escalofriante, hechos que se considerarían absurdos en cualquier otra circunstancia.

Gay administra la tensión como quien sabe perfectamente lo que pasa por la cabeza del lector; centrando el papel de relator en la figura del viejo Oliver, que sabe lo que sucedió pero lo oculta al hijo de la víctima porque conoce que esa revelación desatará la tormenta, va desgranando los sucesos que, bajo la apariencia de desviar la línea argumental del final temido, conducen irremediablemente hacia el mismo mediante una espiral de tensión creciente y acelerada.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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