Lucia Berlin | Foto: Jeff Berlin | Alfaguara

La vida es dura en el paraíso

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Lucia Berlin | Foto: Jeff Berlin | Alfaguara

“Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento.”

La estadounidense Lucia Berlin (1936-2004) ha sido la gran revelación literaria de los últimos años. Desde que le llegó el reconocimiento, a título póstumo y gracias a la dedicación de hijos, amigos y admiradores, su obra ha fascinado —por su calidad, fuera de toda duda, y por un insobornable sentido de libertad— a todo aquel que se ha acercado a ella. En Una noche en el paraíso, que contiene veintidós relatos inéditos y que publicó Alfaguara a finales del año pasado, con traducción al español de Eugenia Vázquez Nacarino —Josefina Caball la tradujo al catalán para L’Altra Editorial—, continúa recreando los mundos y la fértil imaginería que Manual para mujeres de la limpieza dio a conocer en 2015. En otoño de 2019 llegará a las librerías la traducción española de Welcome Home: A Memoir with Selected Photographs and Letters (Farrar Strauss and Giroux, 2018), un volumen de memorias inacabadas, cartas y otros documentos de vida y obra.

Nacida en Alaska, Lucia Berlin tuvo una vida poco convencional, marcada por una itinerancia que primero sería impuesta por las decisiones y vicisitudes familiares —pasó los años de infancia en distintos asentamientos mineros del oeste de Estados Unidos y en El Paso; durante la adolescencia conoció en Chile una vida holgada y llena de lujos; estudió en la Universidad de Nuevo México— pero que después obedecería a una suerte de pulsión nómada que la llevaría a vivir en México, Arizona y Nueva York, entre otros muchos lugares. En aquel primer volumen de relatos que revolucionó el panorama literario quedaba claro que la escritora había utilizado su fascinante periplo vital como material para la escritura. De la feliz mezcla entre bagaje experiencial, fondo autobiográfico y capacidad de fabulación surgen unos relatos henchidos de verdad y repletos de parientes extravagantes y disfuncionales —un abuelo atroz, una madre distante, un tío que la llevaba al canódromo y a timbas en tintorerías chinas—, hombres de acción, artistas y heroinómanos —“Podía escribir, tocar el saxo, torear, pilotar coches de carreras […] ¿Has conocido a un hombre que pueda hacerle sombra?”—, y sobre todo mujeres apasionadas e infatigables, a menudo maltratadas, abandonadas o ninguneadas pero sin asomo de victimismo o autocompasión, mujeres que se las apañan solas y siempre están haciendo cosas: cocinan, plantan árboles y hortalizas, limpian casas, levantan empalizadas, trabajan en hospitales, crían a sus hijos, aman, fuman, beben… Hallamos, además, en la etapa neoyorquina, recitales de Allen Ginsberg y Ed Dorn, exposiciones de Mark Rothko y conciertos de John Coltrane. Y, en la zona fronteriza entre las dos Américas, los paisajes del exceso: una naturaleza desbordante y la vastedad yerma del desierto.

Alfaguara

Una noche en el paraíso confirma la calidad de una escritura que a menudo ha sido comparada con la de Alice Munro y Raymond Carver, entre otros, y en la que trasluce, interiorizada y bien aprendida, la lección chejoviana de no juzgar ni oprimir con falsas moralidades a unos personajes que sienten y se expresan libremente. Muchos de ellos son alter egos de la autora o, por el contrario, ofrecen el espectáculo de su vida —o de una vida que se parece a la suya— a partir de una mirada externa, admirada o reprobatoria. Mediante inesperados cambios de punto de vista, Berlin recrea, adorna y fabula su propia experiencia de manera aproximativa e intensa, desde dentro y desde fuera, y plasma escenas de lo más vívidas en las que no hay lugar para la impostura ni para el artificio. Pero no solo su vida intensa y agitada, o su manera de apurarla, es la materia primera de sus relatos; también, y especialmente, su mirada sobre el mundo y las personas. Ninguna de estas historias resulta banal o superflua; todas tienen, como ella decía, peso emocional, y conectan con emociones intensas a partir de la concreción de la anécdota y un entorno material tangible, expresivamente recreado.

Tal como apunta Stephen Emerson, la prosa expansiva de Lucia Berlin deviene una celebración del mundo. En estos relatos, de ritmo vertiginoso y sensorialidad exacerbada, todo se encamina hacia la revelación, entendida esta de una manera muy orgánica. El pasado irrumpe con fuerza, hasta confundirse con el presente, en un universo literario traspasado de música —“Campanas de iglesia, música ranchera, bebop”—, olores —México huele a guindilla, cerveza, cilantro, claveles, queroseno, orines, ron y nardos; Texas, a polvo de caliche y adelfas— y, sobre todo, vislumbres, destellos privilegiados o iluminaciones.

“Entre las plantas, por toda la parcela había vidrios rotos que el sol teñía de diferentes tonos de morado. A esa hora del día, al atardecer, los rayos caían oblicuos en el solar y la luz parecía venir desde abajo, desde el interior de las flores, de los cristales de amatista.”

Los dos primeros relatos, Los joyeros musicales y A veces en verano, nos transportan a inicios de los años cuarenta, a las vivencias de infancia en El Paso, en casa de los abuelos maternos —su padre estaba luchando en la Segunda Guerra Mundial—, y sobre todo a las correrías con Hope, una niña siria: excursiones más allá de la frontera, chapoteos durante las lluvias torrenciales y la contemplación —ritual y nocturna— de las llamas de la fundición.

Andado. Un romance gótico se sitúa, en cambio, en la época de la adolescencia en Santiago de Chile. Se trata de un relato con idas y venidas en el tiempo —se dilata y posterga la narración central mediante la remisión a un pasado más reciente, y ello exacerba la avidez del lector por abalanzarse sobre la historia de seducción— que describe de manera magistral el ambiente de la clase alta chilena, un disfuncional paraíso donde bellas adolescentes de cultura refinada —un ornamento más al servicio de la clase social— son desvirgadas por opulentos latifundistas.

Hay otros dos relatos ubicados en Chile, Itinerario y Polvo al polvo. En el primero, una mujer madura que vuelve la mirada a su primera juventud rememora un viaje aéreo que la llevó de Chile a Nuevo México —con escalas en Lima, donde fue recibida por una amante de su padre, y en Miami, donde los perritos falderos llevan el pelo teñido a juego con el de sus dueñas— y trata de dilucidar cuáles de las predicciones que hizo en aquel momento fueron acertadas. El segundo, auténtico prodigio narrativo, constituye una vertiginosa semblanza de un hombre de acción —héroe de guerra, campeón de rugby, piloto de motos— que murió tan rápido como vivió, así como una fotografía instantánea —de lo más movida— de una vida pública, un puro espectáculo coronado por un funeral de altos vuelos.

“Hay ciertas cosas de las que la gente nunca habla. No me refiero a las cosas difíciles, como el amor, sino a las más bochornosas, como por ejemplo que los funerales a veces son divertidos o que es emocionante ver arder un edificio. El funeral de Michael fue maravilloso.”

“Todo el mundo desfiló con paso triste, y luego hubo una desbandada y rugidos de motocicleta y un eco lejano de pezuñas de caballo a medida que los carruajes se alejaban al galope, escorándose peligrosamente, los látigos restallando, las colas negras de los fracs de los cocheros aleteando al viento.”

Los tres relatos que más claramente abordan y reescriben vivencias relativas a los tres matrimonios de la autora —en 1968, cuando contaba apenas treinta y dos años, Lucia Berlin se había divorciado tres veces y tenía cuatro hijos— son aquellos que asumen rasgos del llamado gótico sureño. Lead Street, Albuquerque nos sitúa en la época en que la escritora estuvo casada con un escultor que la abandonaría antes de que naciera su segundo hijo. La casa de adobe con tejado de chapa vuelve a ser una mirada al pasado desde una localización concreta —la sierra de Sandía— y nos instala nuevamente en una historia de matrimonios vecinos, de artistas y músicos de jazz perdidos entre tierras de labranza abandonadas, tallos de maíz secos, inquilinos indeseados y ratones muertos. Un día brumoso, en cambio, evoca experiencias en la ciudad de Nueva York con su segundo marido y otro amigo del alma, poeta y mentor. Por eso, porque está el sustrato de lo vivido —aun cuando varíen los nombres de los personajes o las circunstancias concretas—, las referencias se cruzan y los relatos se expanden, resuenan y espejean los unos en los otros.

En La Barca de la Ilusión aparece, como en tantos otros relatos, un paraíso —un palmeral de cocoteros a la orilla del río, al otro lado de la bahía de Yelapa— permanentemente amenazado y que requiere gran dedicación y coraje. Mi vida es un libro abierto es un relato a dos voces, así como un gran trabajo de tensión narrativa, a propósito del conmovedor y envidiado romance de una mujer divorciada, madre de cuatro hijos, con un joven de mala reputación, para escándalo de unos vecinos que se autoerigen en guardianes de la moral.

“Casey solo parecía malo por las pintas que llevaba, vestido de cuero y con toda la parafernalia, una calavera de tachuelas en la espalda. A mí siempre me había parecido mágico, como una figura de Orfeo negro. O un arlequín, de lejos, contra el fondo de dunas blancas o el tamarisco rosa en el bosque, contra la arena roja húmeda del lecho del río”.

Una noche en el paraíso, el relato que da título al volumen, constituye un barrido de impresiones y personajes desde el punto de vista de un camarero que trabaja en el bar El Océano, en Puerto Vallarta, y observa el ajetreo en torno al equipo de rodaje de La noche de la iguana. Si en relatos anteriores queda claro que no hay tregua para las mujeres enamoradas de vividores y artistas, aquí se hacen patentes las distintas consideraciones que rigen para los playeros y sus víctimas predilectas, las mujeres solas y ricas —“Alma era dulce y hermosa hasta que de madrugada sus ojos y su boca se amorataban y su voz se volvía un lloriqueo, como si solo desease que le pegaras y te largaras”—. Está, además, la profunda brecha abierta entre los todopoderosos gringos y los mexicanos, que ven con impotencia cómo esquilman su paraíso.

“Allá donde iban era como si alguien lanzara una granada por la ventana. Estallaban los flashes, la gente gemía y chillaba […]. Las sillas rascaban el suelo y se caían, las copas se hacían añicos […]. Liz estaba despotricando. A Hernán le caía bien; era cálida y deslenguada. Ella y Burton se reían a carcajadas, simplemente estaban en lo que estaban, juntos, en el lugar, en la vida.”

Hay relatos más crepusculares y contemplativos, donde el viaje se asocia al recuento vital o a la muerte. Es lo que ocurre en Perdida en el Louvre, donde una mujer viaja a París y recorre cementerios y museos; si de niña trataba de “apresar el momento exacto en que pasaba de la vigilia al sueño”, ahora, rodeada de gatos y fúnebres tejedoras, se pregunta si podrá sorprender a la muerte cuando esta acuda a buscarla. En Sombra, una profesora retirada que se halla de viaje en México contempla una corrida de toros desde un prisma artístico, hasta que por fin comprende que aquello a lo que está asistiendo no es una representación sino un rito, una consagración a la muerte. Luna nueva, broche de oro de la compilación, evoca la breve interacción, vespertina y tropical, entre mujeres muy distintas que se siente liberadas de su carga, y hace ondear un precioso final mecido por la brisa.

“Cuando viajas te apartas de la rutina de tus días, de la linealidad imperfecta y fragmentada de tu tiempo. Como al leer una novela, los sucesos y la gente se vuelven alegóricos y eternos. El chico silba recostado en una tapia en México. Tess apoya la cabeza en el flanco de una vaca. Seguirán haciendo lo mismo para siempre; el sol seguirá hundiéndose en el mar, sin más.”

Los relatos de Lucia Berlin son únicos. Su escritura, de una felicidad rara e improbable, trasluce mordacidad y al mismo tiempo compasión; curiosidad por el mundo y auténtica comprensión de la naturaleza humana. A pesar de su arrebatadora melancolía —con frecuencia se vuelve a un pasado poco menos que remoto, del que solo sobreviven los chopos o los álamos—, lo que prevalece es la mirada luminosa, que va a la esencia —“Nació. ¿Cómo es que nadie habla de eso? ¿Sobre morir o nacer?”— y deviene reveladora, fulgurante. Sus personajes conocen las trampas de las rutinas, pero las sortean a la vez que las habitan con una alegría genuina —en Tiempo de cerezos en flor, título manifiestamente chejoviano, una Casandra contemporánea lucha contra la repetición de sus pasos y contra una vida sin palabras—; aunque padecen la dureza de los recesos y las adicciones, les puede más la empatía y la curiosidad por el otro que la pulsión autodestructiva. El ritmo de su prosa es endiablado —si bien alterna con momentos de gozosa y certera contemplación—; sus modulaciones, vibrantes y conmovedoras. A veces, incluso, el resultado llega a ser bastante teatral, como es el caso de Navidad. Texas. 1956, en que los diálogos encabalgados se asemejan a esticomitias, o de Las (ex)mujeres, donde el hilarante patetismo y las referencias al espacio como decorado, o a las exesposas como carismáticas actrices, parecen pedir a gritos una adaptación para la escena. Lucia Berlin concibe el acto de escribir como una entrega, y nos regala imágenes esplendorosas e imprevisibles.

“De perfil, su largo cuello se curva como el de un dinosaurio albino, una cobra de mármol, un galgo anoréxico. Ves, estoy enferma. Hago que suene grotesca. Es la criatura más adorable que he visto en mi vida.”

“Morir es como desparramar mercurio. Enseguida resbala para volver a mezclarse en la amalgama de la vida.”

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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