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De la sombra a la luz

Ángel Olgoso demuestra una y otra vez el dominio del cuento breve en 'Devoraluces', su último libro de relatos | Pintura: 'Amanecer', de John Constable

Ocurre mucho, en especial cuando se desea animar a quienes pasan por un mal rato, asegurar que lo importante nunca ha sido el final de la historia, sino su trayecto. Es uno de esos suspiros de sabiduría popular que han perdido gran parte de su encanto, ya sea por culpa de la repetición o por no comulgar con el cinismo de los tiempos, aunque no significa que carezca de franqueza. Al menos en los terrenos de la ficción. Para los lectores, lo que importa no es que Frodo destruya el anillo en Mordor, sino cómo llega ahí desde la Comarca. Tampoco les importa mucho que el capitán Ahab logre vengarse del cachalote blanco, más bien que le dé la caza, o que Ulises llegue a Ítaca, sino los hechos por lo que tiene que pasar para encontrarse con su esposa y recuperar el trono de aquella isla.

Sin entrometernos en las funciones más filosóficas y estéticas de la literatura, leemos, nos gusta creer, para vivir situaciones en las que normalmente no podemos, o no queremos, encontrarnos. Si el autor hizo bien su trabajo, nos mantendrá contentos por un puñado de páginas, y aquellos que tienen compasión en sus almas le perdonarán un desliz o dos si la conclusión no se compara al resto de la historia. Lo importante, se supone, es el camino.

Todo esto está muy bien en lo teórico, pero lo cierto es que los finales no deben descuidarse. No son unos cuantos cristales de azúcar con la que se escarcha un pastel, sino el cierre de una labor que ha tomado esfuerzo para quien escribe y tiempo para quienes lo leen. Los hay para los que un mal final puede echar al lodo una experiencia por lo demás maravillosa. Ocurre sobre todo en historias en las que, Dios nos cuide, el protagonista cae de la cama y descubre que todo fue un sueño (y variantes de este pecado hay legión), o en cualquier otro final perezoso que apeste a los sudores de lo anti climático. Los escritores también se cansan, y es frecuente que pierdan el interés por encontrar un buen cierre al guion, novela o cuento en el que trabajan. Hay unos a los que incluso les da pereza encontrar una buena conclusión a su obra.

Qué difícil es construir un buen cierre. Sobre todo, para quienes han llevado una carrera distinguida en este valle de letras. Requiere planeación, pensamiento, cálculo. La manera en la que se escribe el cuerpo de una narración puede llegar a ser de total espontaneidad, una conspiración entre musas y daimones, pero un buen final no es cosa del azar. Hay que considerarlo y mimarlo, darle la vuelta, observar cómo la luz ilumina cada una de sus caras. Ángel Olgoso trabajó durante cinco años en su más reciente libro, Devoraluces (Reino de Cordelia 2021), y el rumor que se escucha es que se trata de su última incursión en el cuento breve, género en el que ha demostrado una y otra vez ser una de las mejores firmas. La noticia cae como cubo de aceite hirviendo, y no es asunto de los chismosos inmiscuirnos en sus razones. De lo que sí se puede tener certeza es que, de ser verdad, Olgoso ha cerrado su obra con los mejores broches.

También con un giro. Contrario a la tiniebla en sus colecciones pasadas, Devoraluces toma lugar en las horas diurnas de la ficción. El título engaña. Aquí la luz no se devora, más bien, se erige, como ocurre en Las luciérnagas, el primer relato, que da la sensación de una despedida a ese pasado de sombras y ficciones macabras. Llama la atención la cantidad de citas con las que abre el libro, trece en total, que funcionan como una especie de declaración de intenciones. En especial esa en la que Jesús Cotta invita a Olgoso a que, por favor, deje atrás tanta negrura para adentrarse en lo esperanzador.

Reino de Cordelia

Lo cual no significa que caiga en el vacío del lugar común o la cursilería. Aquí ya no hay diablos, espectros, crueldades o sufrimiento metafísico, pero eso no quiere decir que dejen de asomarse por las comisuras de la luz que ahora nos concierne. La podredumbre sigue ahí, pero por el momento se mantiene a raya. Se intuye en la chusma curiosa que en Fulgor irrumpe en la felicidad del humilde Matteo. O en las reflexiones sobre el color azul que hace un superviviente de los campos de exterminio en Pelikan. Con la necesidad de un descanso a muchas de las atrocidades a las que en los últimos diez años nos hemos acostumbrado, relatos como estos parecen decir que sí, puede haber un mejor mañana, pero no conviene que bajemos la escolta.

Algunos relatos son examinaciones de lo que ocurre cuando lo artístico se inmiscuye en terrenos de lo humano. Se observa, sobre todos, en Villa Diodati, el más extenso de los catorce reunidos, y que recuerda un poco a El año del verano que nunca llegó, de William Ospina. Entre el primer título y el segundo se comparten escenarios, personajes y un par de reflexiones, pero es ahí donde terminan los parecidos. Narrado desde el punto de vista de la pasillos y habitaciones, sus salas y sus jardines, la propia Villa Diodati espía los dramas y pecadillos de Byron, Shelly y Polidori, de los hombres y las mujeres que buscaron en el arte su propia luz interior mientras el resto del mundo se oscurecía por las cenizas que el volcán Tambora, allá en Indonesia, había escupido contra el cielo en el verano de 1816. «Cuando intenta conciliar el sueño», dice la Villa Diodati, «la señorita M. W. Godwin repara en que, del mismo modo que Franklin, Galvani o Volta en sus trabajos científicos, los artistas también persiguen descubrir el principio vital; poseen igual afán de engendrar algo novedoso, una nueva humanidad; traer el fantasma a la vida desde el dulce reino de lo siniestro, un monstruo sin pasado ni identidad, huérfano de especie.»

Conocido es el gusto de Olgoso por Japón y su tradición cultural y literaria. Esto ya ha quedado comprobado en relatos anteriores, así como en Ukigumo, su colección de haikus, pero aquí aparece de nuevo en la forma de Okitsu, una estampa de aprecio por parte del narrador, tal vez el propio autor, hacia su padre. Las imágenes son fantásticas, tejidas de sueños, pero resalta la tristeza y melancolía en ellas. El deleite por estéticas orientales se repite en La arena de las historias, una inversión de fondo a Las mil y una noches. Es uno de esos juegos con la materia prima de la historia universal de la ficción, tan conocidos en las narraciones de Olgoso, y de los cuales aquí se encuentran otros dos. Por un lado, el cervantino Medio real, escrito en un estilo muy clásico, casi arcano, para fines de argumento y atmósfera. Luego está La rosa de los vientos, donde el Ulises de Homero hace un recorrido express por la literatura, encontrándose de paso, entre otros, con personajes de Julio Verne, Malcom Lowry y Herman Melville.

Es posible que la joya de este libro sea El calendario quimérico de lo que podía haber sido, uno de esos relatos metafísicos que insinúan eternidades. Aquí el néfesch, una sutileza de la fuerza vital en el judaísmo, se presenta como una abstracción que encierra posibilidades, tiempos y universos. Un material con el que se podrían escribir varias enciclopedias, pero que la economía de palabras lleva a término elegante. Tan elegante como Odres nuevos, que, aunque toma lugar en un paisaje devastado por la miseria y la muerte, da espacio para que entre las ruinas surja un esbozo de erotismo, incluso ternura.

Así como el tono más placentero de estos relatos es un vuelco al estilo acostumbrado por su autor, Devoraluces concluye con un cambio de registro. Ya no en la ficción, sino en el ensayo, o al menos en la hibridación de un cuento ensayado. Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies es una secuencia de argumentos para llevar a la microficción a su evolución última: contar historias meramente con sus títulos. «No pasa un día sin que sueñe con escribir un libro de relatos compuesto únicamente por sus títulos», confiesa Olgoso en la primera línea para después justificar semejante deseo. Y no es un mero capricho, pues tiene su lógica. «Si un cuento», escribe más adelante, «por ser género más antiguo que la novela, podrá vivir más allá de esta, entonces la rúbrica del título ha de perdurar sobre todos.»

Y así concluye Ángel Olgoso su faceta de cuentista; o al menos eso es lo que se dice. ¿Qué podemos saber nosotros de las intenciones secretas de los demás? Lo cierto es que es difícil imaginarlo lejos de la escritura. Al contrario, se le puede ver en otras actividades propias de la carpintería del escritor. En algún universo paralelo, uno de esos contenidos en el néfresch, él pudo haber dedicado la primera parte de su carrera a la ensayística cultural y literaria antes de dar el paso a la ficción. Tal vez en este universo que compartimos ocurra el reverso.

Con Devoraluces Reino de Cordelia conserva la misma calidad de su entrega anterior, la reedición ilustrada de Astrolabio. Es siempre un placer sentir el papel y la tinta con la que fabrican libros, los aromas que desprenden y la elegancia que aportan. Ligero y fácil de llevar, como sus relatos, si esto ha de ser lo último que Ángel Olgoso nos narrará como cuentista, fue todo un placer estar ahí para presenciar el final.

Antonio Tamez-Elizondo

J. Antonio Tamez-Elizondo (Monterrey, 1982) es arquitecto, Máster en Arquitectura Avanzada y Máster en Creación Literaria. Su libro de cuentos 'Historias naturales' ganó X Certamen Internacional de Literatura 'Sor Juana Inés de la Cruz', 2018.

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