Ariana Harwicz | Foto: Yuli Gorodinsky | Anagrama

Un monólogo degenerado

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Ariana Harwicz | Foto: Yuli Gorodinsky | Anagrama

“La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas para que nos atrapen, callate y decí por qué la manoseaste, por qué la infiltraste en tu casa para enseñarle sobre las aves y las abejas.”

La mente como trineo inmundo. Ahí es nada. Con esta frase empieza Degenerado (Anagrama, 2019), la nueva novela de Ariana Harwicz. La imagen deviene reveladora o definitoria del estilo sucio y expresionista que utiliza la escritora argentina. Pero, más allá de la imagen, la secuencia entera —su resbaladura, su pendiente, su cadencia— nos mete de lleno en la mente de un criminal y su torbellino inmundo.

Si algo caracteriza la escritura de Harwicz, argentina afincada en Francia desde 2007, es su riesgo y la capacidad de remover al lector, sin complacencias ni masajes ideológicos. La ética la deja para la vida; en la escritura rehúye, por inanes y opacas, las expresiones de lo políticamente correcto, y opta por adentrarse con total libertad en terrenos peligrosos e incómodos. Sus tres primeras novelas —Matate, amor (2012, nominada al premio Man Booker Internacional), La débil mental (2014) y Precoz (2015)— componen una suerte de trilogía sobre el vínculo maternofilial, entendido este como algo oscuro y animal, saturado de fisicidad y desesperación. En Degenerado explora nuevos territorios, si bien mantiene las señas de identidad en lo lingüístico: plurivocidad, extrañamiento, violencia, exceso, lirismo sucio, experimentación.

Aquello que vincula el estilo de Harwicz con autores como Osvaldo Lamborghini, Louis-Ferdinand Céline o Elfriede Jelinek, entre otros, es la voluntad de violentar y subvertir con la palabra. La argentina hiende y moldea el magma oscuro del lenguaje para traducir la tormenta y el estallido. Su escritura, densa en imágenes fulgurantes, tiene algo arcaico y primitivo. Al presente se le injertan fugaces pero intensísimos recuerdos —o invenciones— procedentes del reino de la infancia. Como en sus anteriores nouvelles, la trama se mantiene siempre, deliberadamente, por detrás o por debajo del torrente verbal, y no importa tanto el grado de realidad o veracidad que se le atribuye a lo narrado como la capacidad que tiene la avalancha, el flujo de conciencia desbocado, para descender a lo más bajo de la condición humana.

En el caso de Degenerado, el perturbador discurso se vierte como apología del deseo pederasta —“El deseo es el deseo, cómo va a ser legislado, es una puesta en absurdo de vuestra legalidad”—. La voz que hay bajo el monólogo interior corresponde a un pedófilo asesino que, sin el menor asomo de arrepentimiento, se defiende del acoso al que se siente sometido por parte de la sociedad civil, la justicia y el sistema carcelario. Hay una buscada ambigüedad geográfica y cultural en esta narración, que fluctúa entre la ley francesa y la calle argentina. Con todo, la ambigüedad más flagrante y dolorosa es la que se enseñorea de la moral, puesto que el victimario se pretende víctima, y su tramposo alegato se sirve incluso de hechos tomados de la Historia, como si el horror colectivo y prolijamente documentado tuviera la capacidad de relativizar un crimen individual. La indiferencia del hombre ante la barbarie y el dolor ajeno parece servirle al acusado como atenuante de su propia pulsión destructiva, de un deseo que no duda en arrasar con todo. Su discurso deviene un asedio a la ética.

“Lo que digo es que muchos encuentran el bien, la redención después de cometer un acto feroz […]. El bien puede ser terrorífico, y el mal, redentor. El bien puede ser nocivo, culpable y el mal ayudarnos a sobrevivir.”

“La moral no es mi tema, la moral es un fenómeno de ustedes, háganse cargo de que les pertenece porque la predican.”

“No es tanto lo que quiere un hombre, a fin de cuentas. Arrollar. Ser la estrella de sus progenitores, ser su causa, el vástago ideal. Volver al final de una larga noche marcando las huellas de sus pies por el arenal.”

Anagrama

En un primer momento, el caudal ofrece, como suele ocurrir en este tipo de prosa, dificultades para identificar la voz, quién está hablando. Esta conciencia abigarrada e informe, repulsiva, acoge las voces indiferenciadas de una sociedad situada en la parte de la acusación. Primero está el cerco de vecinos en la campiña: unos aspiran a cazar al anormal y otros le traen bizcochos de avena y “signos de amor fanático”. El acusado se permite fantasear con ser víctima de un motín popular, ajusticiado por una turba fanática y vengadora. Progresivamente, abriéndose paso por el magma oscuro de la narración, se irá perfilando la historia de un proceso judicial. Las acusaciones se enmarañan, polifónicas e indiscernibles. Siempre estamos a un paso de la ilegalidad, dice el criminal, que se escuda en su odio a la ley y en su presunta condición de víctima de un Estado de la sospecha. Trata al fiscal de ventrílocuo y afirma que, frente a los delincuentes de élite de nuestra época —los criminales y estafadores financieros—, el pedófilo está conceptuado como lo más bajo porque rechaza el sistema y desafía a un “Estado paternalista y apocado”. Ahí arranca su estrategia victimista, que lleva hasta las últimas consecuencias. Se remonta a los presuntos abusos infantiles a los que fue sometido y se autocompadece del abandono en que lo dejó su madre —“Un día, al levantarte, solo se te habrá ido del pecho, haber sido mi madre, haber sido madre será como haber sido joven o haber robado”—. Hasta la vejez deviene detonante, acicate y coartada, así como “el más rutilante y precioso resarcimiento”.

“Cada intimidad de las casas, cada pórtico con jardín, cada decoración interior y cada cochera con cobertizo en las navidades tiene su apetencia sexual y sus derivados y cada familia es un apetito incontrolable.”

“Todo este armado, esta seriedad acerca del pecado, esta acusación con papeles, estas denuncias cuando ninguno podría recordar quién fue un año antes o quién es cuando apaga la luz y el otro se duerme”.

“Son las víctimas las únicas que no son abandonadas, a las únicas a las que escucha este siglo, a condición de que sean víctimas ideales. De que sean sus víctimas. El sistema las designa y nosotros compramos. El mercado nos las muestra y nosotros prendemos velitas.”

El personaje busca relativizar la moral, romper los tabús, demolerlo todo. Cada vez se perfila más bajo e inmoral, más altivo en su odio e impudicia. Conecta, en lo aberrante, con el violento y amoral excarnicero de la película Seul contre tous (1998) de Gaspar Noé, que solo busca venganza y confunde el amor con el abuso. Se produce, en el discurso, una mezcla de vivencias, estados mentales, rincones del mundo, acciones bélicas, referencias históricas. La logorreica maraña de razones, falsos silogismos y tortuosas autojustificaciones viene a demostrar que la palabra no es algo en lo que se pueda confiar, por la capacidad que tiene de ponerse al servicio de las causas más abyectas.

“Pienso en el nacimiento como un disparo a la masa, como un chillido a puerta cerrada, como un ave de rapiña que va de un árbol a otro sacudiendo ramas y el río oscuro se disipa en los troncos.”

“Entiendo que no puedo ni pude hacer algo con la historia que mira siempre a las mismas víctimas sin girar la cabeza. Se quedan hipnotizados con el bebedero de sangre y no ven que avanza y pasa debajo de sus zapatos.”

Asistimos a la inmundicia mental de un misántropo criminal que ha sido pillado en falta y desafía a la sociedad sin retractarse de nada, sin pedir disculpas ni mostrar el menor rictus de arrepentimiento. Destaca la sordidez de lo desgranado, con maneras digresivas, confusas e improvisadamente ensayísticas, a partir de razonamientos retorcidos y efectistas paradojas, así como la insolencia con la que el acusado afronta el juicio e increpa al tribunal, con verbo desacomplejado y un apabullante despliegue retórico para velar su responsabilidad. Adoptar semejante punto de vista constituye un gran riesgo y da cuenta del compromiso con la verdad que asume esta escritura. Es un modo de señalar el neofascismo demagógico que, resentido contra los axiomas de la progresía y los embates del feminismo, va ganando terreno a fuerza de manipular el lenguaje para invertir los términos, las culpas y las víctimas.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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