Stig Dagerman y Anita Björk | WikiMedia Commons

Cuando la literatura es pábilo

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Stig Dagerman en el año 1945, cuando el horror y la destrucción campaban en Europa, apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial, publicó un artículo bajo el título El escritor y la conciencia, en el que translucía su compromiso inalienable con la literatura. Desde una perspectiva combativa que alentaba su profundo ideario libertario, pero no por ello desentendido de un quehacer imbricado a la naturaleza intacta de aquélla. Es decir, el verdadero yo del autor queda relegado a una simple herramienta de la que hace uso, exclusivamente, la competencia literaria, nada más.

“El escritor debe partir siempre de la base de que su situación no es segura, de que la supervivencia de la literatura se halla amenazada. Es por esto que debe permanecer siempre en guardia sobre los flacos de sus defensas, perseguir sin pausa a los miembros de la quinta columna que se encuentran en su interior, aniquilarlos sin descanso aunque crea que sería más fácil vivir sin ellos. Esta actitud exige valentía y como mínimo una absoluta falta de cobardía. Insatisfecho con todo lo anterior, el poeta debe esforzarse en que, aunque tenga aspecto de verdugo, es el único de los vivientes que puede tener escrúpulos de conciencia”.

Un año más tarde, con apenas 23 años, viaja a Alemania como corresponsal del periódico Expressen. La descomposición del país germano no sólo apreciable en las ruinas del tétrico y desolador paisaje urbano que contempló en Berlín, Munich, Hamburgo y Stturgart, comporta en la retina del jovencísimo escritor una visión de reportaje, ya que ahonda en otros aspectos que naufragan en la concepción de un mundo cuyas consecuencias estamos sufriendo desde entonces. Escruta en los rostros humanos que sobreviven a la estela calamitosa del nazismo y que sólo aspiran tras la contienda bélica a proveerse de alimento, mientras malviven en condiciones indignantes y el floreciente mercado negro campa a sus anchas. Como así describiera en 1949, la magistral película El tercer hombre. Con guión de Graham Greene y la participación de Orson Welles, Joseph Cotten y Alida Valli, en los papeles principales. En el caso del autor sueco la compilación de sus indagaciones, que cumplió a golpe de calcetín, fue la obra Otoño alemán, publicada en 1947. Este hecho da la magnitud precisa del empaque de un escritor que abunda con decisión en los entresijos del panorama político internacional, y que no duda en asestar sus críticas desde Churchill a Stalin, pasando por el Papa. Apreciable en lucidos artículos en los que a la perspicacia analítica adiciona una elevada calidad expresiva e inteligente capacidad de argumentación.

En la reciente abdicación del rey Juan Carlos I y la inmediata polvareda republicana en España, bien pudiera tenerse en consideración y servir como ejemplo de la finura estilística que profesaba, este sucinto fragmento del artículo La dictadura de la aflicción, publicado como editorial en el periódico anarcosindicalista sueco Arbetaren en 1950, con motivo del fallecimiento del rey Gustav V:

“Los republicanos del pasado podrán decir que no existe ninguna contradicción entre la democracia de la casa del pueblo y la monarquía del castillo del pueblo. Esto quizás sería cierto si por democracia se entendiera solamente una técnica del ejercicio del poder o una máquina gubernamental. Pero antes, la democracia significaba algo más. Poseía una dimensión espiritual. Designaba un sentimiento y una manera de vivir, un estilo y una dignidad. Era la expresión del carácter sagrado del individuo”.

Juan Capel y Marina Torres son los traductores de esta deslumbrante obra. El primero es, además, autor del interesantísimo prólogo en el que la ponderada medida e introspectiva reflexión, motiva e invita a los lectores a recorrer las historias que nos proponen, desde una visión antológica personal, pero decididamente atinada, a la que incorporan no sólo la secuencia biográfica, también póstuma. Conoceremos la especial mirada a España en atención a las vicisitudes vitales de su primera esposa y otras consideraciones biográficas y existenciales que nos facilitaran el acercamiento al autor.

Nórdica Libros
Nórdica Libros

El hombre desconocido –Nórdica Libros, Colección Letras Nórdicas-concita la sobriedad como estilo y, sin embargo, la persuasiva acentuación del imaginario en el que afloran las narraciones para adentrarse en la estancia última, extrema e insospechada donde la resiliencia es sobresaliente habitante. La elegancia de los relatos compendia ese estado inmarcesible, en el que fondo y forma son un todo para acoger al inframundo social y espiritual por el que deambulan los personajes, y que Stig Dagerman confronta con la descarnada realidad que adolece de piedad. Existencia

“Segura y estable –añadió-, porque se erige sobre la certeza de la impiedad de ustedes y del mundo, sobre la certeza de que a uno no le condenan a morir o a vivir en virtud de sus actos, sino por la percepción que otros tienen de esos mismos actos”.

Aunque sólo es el reflejo de unas aguas más profundas, procelosas y abisales en las que se sumerge hasta tocar fondo y palpar el estado emocional y psicológico que describe, con tal grado de afinidad que la empatía se adueña del lector. Impregnado de su hálito, cada relato alienta de principio a fin otro estado del ser. En el que inevitablemente se descompone el espectro de las presencias y ausencias, desde la ansiada ternura al amargo dolor, pasando por la opresiva indiferencia.

Los relatos respiran por sí solos. Poseen una entidad de tal locuacidad interpretativa que irremisiblemente nos conducen en su lectura a ese estado en el que, como expósitos, nos sentimos abandonados, excluidos, arrojados a la intemperie,

“(…) y si no quiero perder todo de una vez, no debo perder este breve tiempo de soledad (…) Tengo que ser un solitario, la ilusión en la soledad debe ser obligada a elegirme”.

Los 25 relatos que integran esta obra son dardos que penetran en la conciencia. Son fulminantes a la hora de afinar en la línea expositiva de la infelicidad y el escepticismo. El cerco al que se encuentra sometido el ser humano, le condiciona de tal manera que el lento y progresivo conformismo al que se ve abocado, se revela como la mayor expresión de encadenamiento. La libertad no se ejerce, se añora. De ahí que los sucesos que se narran hablen de la agonía que acompaña a la biografía más íntima de cada uno y de la terrible sensación de fragilidad; el desencanto que procura el descreimiento como síntoma de relatividad; el rechazo de lo imprevisto, novedoso y sanador que desalienta el desenlace; el destino malogrado por la falta de estima; la ternura como deseo y gesto propicio de aliviar la angustia que saja la garganta; la comprensión desprendida de sucedáneos, a modo de cortesía o mera norma cívica; la pérdida, cuyo golpe mudo se asemeja al tañido de una campana sin badajo. Un compendio de equilibrios que transitan entre la salvación y el precipicio. Y lo explicita con la contundencia de quien su única aspiración es contender con la literatura para resucitar la propia vida: el halo de quienes fueron, en la sensación trágica que nos envuelve de contradictoria vitalidad,

“Tenía que ser escritor y sabía lo que debía escribir: el libro de mis muertos”.

Tal vez en una primera intención, desde las mismas entrañas, emergente como un geiser, acosado por la desesperación de elevar su flujo, descargar su interior y caer sin remisión,

“Pero de la vergüenza, de la impotencia, y del dolor nació algo que fue, creo, la pasión por ser escritor, es decir, de contar como se sufre el dolor, ser querido y quedarse solo”.

La fabulación salta sin rubor entre relatos realistas y otros que se aproximan a la orilla de la ficción, incluso parapsicológicos, pero siempre con un asiento rotundo en la mitificación del ser humano desarraigado que no encuentra espacio ni acomodo existencial. Y en el que no hay lugar para la búsqueda de la verdadera identidad,

“No era sentimentalismo o arrogancia. Era orgullo de un trabajo bien hecho”.

Incluso el distanciamiento forzoso del campo en pos de la ciudad, lo significa de forma tajante,

“La ciudad no le causó ninguna impresión. Había mucha gente, muy poca seriedad y demasiado ruido”.

El paso del tiempo ha hecho madurar esta obra como el buen vino. No ha perdido ni un ápice de la solidísima materia literaria que elaboró su malogrado autor. Una edición cuidada que se reconoce, como el resto de títulos de esta editorial, por su atractiva sencillez y matizada maquetación que favorece el acercamiento y el trato afable con la lectura. La personalidad de esta edición se condensa en el bello poema que es antesala de la obra y que, como principio humano nos orienta en el sentir que podremos encontrar en las páginas posteriores,

“Mejor es aprender / a perdonar a tiempo / a los otros primero / a uno mismo después. / Mejor es aprender / a juzgar tarde / pero si / pero cuándo / a los otros después / a uno mismo primero.”

Testimonio de humanismo en primera persona y del pábilo literario que inflama y que prende en la realidad con la desazón más ardiente y luminosa.

Pedro Luis Ibáñez

Pedro Luis Ibáñez (Sevilla). Poeta. Articulista, crítico y comentarista literario en diversos medios de comunicación. Miembro de la Asociación Colegial de Escritores de Andalucía -ACE-Andalucía- y representante de esta entidad en la provincia de Sevilla. Pertenece a la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios -AAEC-. Vicepresidente de la Asociación Internacional Humanismo Solidario (AIHS). Miembro del Consejo de redacción Nueva Grecia, revista estacional de literatura y coeditor de Ediciones En Huida. Pertenece al Centro Andaluz de la Letras -CAL-. Coordinador del proyecto literario y solidario Miradas sin fronteras y del Festival Internacional Grito de Mujer en Sevilla. Coordinador, presentador y moderador de las I Jornadas de Narrativa ACE-Andalucía.

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