«El trampero», de Vardis Fisher

El trampero. Vardis Fisher
Traducción de Gonzalo Quesada
Valdemar (Madrid, 2012)

No tenía ninguna noticia de la existencia de Vardis Fisher (1895-1968) pero la colección de novela western que ha emprendido Valdemar, y de la que El trampero ocupa el segundo número, llama poderosamente la atención de un lector amante del cine de Peckinpah y Sergio Leone. Así que empecé El trampero con más curiosidad que interés literario sin sospechar que a las treinta páginas uno se queda totalmente absorbido por esta novela monumental y celebrando, al modo entusiasta del protagonista Samson J. Minard, este fantástico descubrimiento.

“Creía que posiblemente el Creador les había dado el sueño a sus criaturas para que se despertasen con la mirada de la mañana y descubriesen el mundo de nuevo”.

La novela acompaña a Sam Minard a lo largo de unos cuantos años de su vida como montañés en las Rocosas, viajando entre la caza y el refugio invernal a lo largo de miles de kilómetros de bosque, montañas y naturaleza salvaje. En esta odisea sin Ítaca, Sam se cruza con el amor y la pérdida con una crudeza tan brutal que no cabría en una novela fuera del género. El trampero es, como los grandes héroes del western, un hombre duro pero muy sensible. Más reflexivo que callado, tiene veintisiete años, es alto como una torre y posee la fuerza de Sansón. Dejó la ciudad (de la que obtuvo una educación musical que le ayuda a interpretar las sinfonías del viento y de los pájaros) y pasa la vida tratando, como el héroe bíblico, de conservar su cabellera en las escaramuzas frecuentes que tiene con los pieles rojas. Un hombre salvaje en un territorio salvaje, peligroso y fascinante: el Oeste Americano de la primera mitad del siglo XIX.

“Si Jack o Dave habían sonreído alguna vez había sido mirando el rostro muerto de un enemigo”.

Vardis Fisher (foto: Bonneville County Historical Society)

A lo largo de estas cuatrocientas páginas se relatan cientos de aventuras y se explican los comportamientos exacerbados de los tramperos libres, hombres que bajo ningún concepto querían pagar impuestos o someterse a la vida en sociedad, y las no menos salvajes actitudes de los indios de distintas naciones, todavía libres a galope por territorios de caza y de guerra. Indios y blancos luchan unos contra otros, saquean, vengan asesinatos con otros asesinatos y de vez en cuando fuman la pipa de la paz y comercian: los jefes tribales venden a sus hijas pieles rojas a los solitarios tramperos a cambio de barriles de ron cuando estos necesitan la compañía de una mujer. Y entretanto, como suele ocurrir en estas historias de frontera, el ritmo de los tiempos anuncia el final.

“Durante la hora que estuvo contemplando aquella caravana serpenteante y llena de polvo de seis kilómetros de largo, se dio cuenta de que su modo de vida dejaría de existir algún día”.

Porque el modo de vida de aquellos hombres era confundirse con la naturaleza y mantenerse alejados de la civilización, pero la civilización se extendía como una plaga. Embotados del espíritu de Walt Whitman, los tramperos observaban las riadas de mormones polígamos que se extendían abriendo caminos y dejando su rastro de excrementos humanos, resignados pese a su espíritu de lucha contra los indios y los elementos, planteándose seriamente huir más al norte o desaparecer. En este sentido, me he encontrado en El trampero con la precuela más salvaje, vitalista, bella y violenta que Jonathan Franzen hubiera podido soñar para el discurso sobre la superpoblación que desarrolla en Libertad.

“No podía hacer más que fingir dormir y confiar en un Ser cuya primera ley fuera la justicia…”.

Esta novela es para leerla sin remilgos. Es un orificio a una Arcadia perdida para siembre bajo las autopistas y los aparcamientos, bajo las ruedas de los camiones y los centros comerciales, moteles de carretera, ciudades verticales y rutas turísticas que levantan vallas a lo largo del Infierno Sulfúrico de Jackson Hole. Y como en toda la vida natural, la crueldad y la belleza están hiladas en la misma aguja que en manos de Vardis Fisher no dejaba de coser.

Juan Soto Ivars

Juan Soto Ivars

(Águilas, 1985) es escritor y crítico literario. Autor de la novelas "Siberia" (El olivo azul y sigueleyendo, Premio Tormenta Autor Revelación 2012), "La conjetura de Perelman" (Ediciones B, 2011) y "Ajedrez para un detective novato" (Algaida, 2013), con la que obtuvo el Premio Ateneo Joven de Novela; ha editado la antología "Mi madre es un pez" (Libros del Silencio, 2011; con Sergi Bellver), coordinó y participó en la antología de relatos "Sobre tierra plana" (Gens ediciones, 2008) y en la actualidad prepara varios proyectos editoriales. Lleva la sección "España is not Spain" en El Confidencial, y tiene otro espacio propio de entrevistas, ¿Puedo tratarle de usted?, en la revista Primera Línea. Escribe habitualmente en la sección de cultura de la revista Tiempo y participa en multitud de webs de crítica literaria. Dirigió durante dos años El Crítico, boletín de ensayo literario creado por Juan Carlos Suñén.

4 Comentarios

  1. No. Jeremias Johnson se queda MUY corto comparado con la grandeza de este libro magistral.

  2. He llegado a ti a través de una novela del Oeste.¡qué manera tan salvaje!.
    Si este comentario te llega,dame un silbidito

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