E.M. Delafield | Foto: Libros del Asteroide

Fotografías antiguas en color

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E.M. Delafield | Foto: Libros del Asteroide
E.M. Delafield | Foto: Libros del Asteroide

Hay un sensación, un momento de descubrimiento, que seguro que conocen: la que se produce cuando, viendo, leyendo, cosas antiguas, uno cae en la cuenta de que la vida entonces era vida como es ahora; vida no tan diferente a como nos hemos empeñado en creer.
Ahora mismo, cuando digo cosas antiguas, me estoy refiriendo a cosas de hace un siglo, pero podrían poner ustedes el punto en el momento de la historia que quisieran y la sensación vendría a ser la misma; se la voy a intentar explicar: en un primer momento, parece que uno encuentra el hilo que lo une todo, la veta, la esencia; un especie de pensamiento universal que ha recorrido toda la historia, que explica los porqués y los cómos y que nos hace casi entender lo de entonces como entendemos lo de ahora y como entenderíamos lo que vendrá si no tuviéramos todos fecha de caducidad.

Esto que les cuento se entiende muy bien si miran, por ejemplo, estas fotos antiguas en color  o estas otras. Una cosa tan sencilla como caer en la cuenta de que París, la América profunda, la ropa, el pelo, las casas de la gente de hace un siglo tenían colores y que los ojos de aquella gente, igual que los nuestros, estaban preparados para captarlos, hacen que ese pasado se nos vuelva mucho más cercano, hacen que el camino recorrido de entonces a ahora, sea mucho más recto, más definido, más coherente, al final.

No han sido sin embargo estas fotos las que me han movido a escribir toda esta introducción, ha sido un libro: Diario de una dama de provincias, de E.M. Delafield (Libros del Asteroide, 2013).

Libros del Asteroide
Libros del Asteroide

Imaginen ahora que es sábado, por ejemplo, que los críos se han levantado especialmente revueltos, que aún no han hecho la compra semanal y tienen la despensa vacía, que tienen que salir a llenarla, que les acaba de llegar la revista en la que colaboran y viene cargada de libros que nunca tendrán tiempo de leer, que cuando se deciden a salir a la calle, miran en el armario y no tienen nada que ponerse, que un vez en la calle, pasan por delante de unos grandes almacenes, entran, cruzan la sección de maquillaje y no pueden evitar probar ese pintalabios, esa sombra de ojos; los prueban y los compran pensando en la cena que tienen por la noche en casa de unos amigos; que salen de los grandes almacenes porque se les hace la hora de acudir a aquella reunión pro-feminista que tenían programada desde hace semanas y, solo cuando están a punto de entrar, caen en la cuenta de que van cargados de bolsas de cosméticos y pintados como una puerta; que una vez dentro de la reunión feminista, parece que nadie en realidad les juzga por todo eso tan poco feminista que llevan en la cara ni porque no pueden parar de pensar durante toda la reunión en la despensa, vacía, en su marido que no se va a preocupar ni por qué comerán hoy ni por tranquilizar a los niños; que llegan por fin a casa y, a base de apaños y de improvisación, solucionan lo de la comida y lo de la hiperactividad infantil; que cuando por fin llega la hora de ir a la fiesta, vuelven a abrir el armario y vuelven a constatar que no tienen nada que ponerse; que entran en la fiesta y, como un elefante en una cacharrería, no paran de hacer comentarios desafortunados; que vuelven a casa paseando con su marido y que mientras ustedes tienen la sensación de que se les cae todo el día encima, él le quita hierro al asunto y casi que les contradice la vida entera con su actitud de aquí no ha pasado nada, de ha sido un sábado como el que más.

Les suena, ¿no?, este ritmillo moderno. Pues todo eso pasaba en un pueblo de Inglaterra a finales de los años 20 del siglo pasado. Y todo eso -la percepción subjetiva del caos, las prisas, la desmitificación de la ¿apacible? vida de un ama de casa rural, el choque del feminismo mal entendido con la necesidad de tener la despensa llena y la seguridad de que nadie va a ocuparse de surtirla si no lo haces tú- es lo que contó Delafield primero por entregas, respondiendo a la llamada de la editora de la revista Time and Tide (en la que colaboraban, entre otros, D.H. Lawrence, George Orwell y George Bernard Shaw), y después en este libro que ahora recupera Libros del Asteroide.

E.M. Delafield | Foto: Libros del Asteroide
E.M. Delafield | Foto: Libros del Asteroide

Leer Diario de una dama de provincias produce el mismo efecto que ver fotografías de París (o de Londres o de Nueva York) de aquella época en color. Delafield se las apaña para colorear el libro de historia, para dotarlo de humanidad, que es al final el denominador común de todos los tiempos documentados y por documentar. La sensación que uno tiene leyendo a Delafield es la misma que produce descubrir, leyendo a su compañero de revista Lawrence, por ejemplo, que el sexo era sexo entonces también (El amante de Lady Chatterley), la misma que se experimenta al leer a Dickens cuando en una de sus crónicas te cuenta algo tan sencillo, tan actual, como el mecanismo y funcionamiento de un sofá-cama (Crónicas de Londres según ‘Boz’), es idéntica también a la que viene a la cabeza leyendo las conversaciones sobre historias extramatrimoniales que sostienen las respetables protagonistas que inventó -o no tanto- Edith Wharton (Fiebre romana). Son todos estos, igual que Delafield, escritores que hablando desde su época hacen esa cosa tan difícil de conectar con la época actual, consiguiendo así ser casi, en esencia, atemporales. La explicación que yo le encuentro a la consecución de este doble salto mortal es que eran escritores que se ocupaban de vivir, de escribir, exactamente igual que ahora nos podríamos o deberíamos ocupar de ello: de la manera más pura, aquella que no se para a pensar si eso encaja o no en una época, aquella que no depende de si te van a leer o no, ni de si con eso escrito vas pagar el alquiler. Miren si no cómo acaba este libro de Delafield (y este artículo también):

Robert me pregunta por qué no me acuesto. Porque estoy escribiendo en mi diario, respondo. Robert contesta, con afecto, pero con bastante firmeza, que en su opinión eso es una pérdida de tiempo.
Me meto en la cama y me asalta una duda: ¿Estará Robert en lo cierto?
La respuesta a esta cuestión solo puedo dejársela a la posteridad.

Isabel Sucunza (Pamplona, 1972) es periodista y escritora. Ha sido miembro del equipo de los programas Saló de lectura y L’hora del lector de BTV y TV3. Ha publicado su primera novela La tienda y la vida (Blackie Books) y ha colaborado en la publicación de varios libros en Navona Editorial. Blog: First Swimming Lesson. En Twitter: @IsabelSucunza

Isabel Sucunza

Isabel Sucunza (Pamplona, 1972). Vivió en Navarra hasta finales de los 90, cuando se le acabó el chollo de estudiar y decidió buscarse un trabajo en Barcelona. Lo encontró en la redacción de la Guía del ocio. Trabajar allá durante cinco años supuso una especie de segunda carrera sobre qué se cocía en la ciudad. Pasó después por BTV y TV3 como miembro del equipo de los programas 'Saló de lectura' y 'L'hora del lector', y aquello fue como una especie de tercera carrera sobre qué se cocía en los libros. En los últimos dos años ha publicado un libro suyo ("La tienda y la vida". Blackie Books) y ha colaborado en la publicación de unos cuantos libros de otros en Navona Editorial.

2 Comentarios

  1. Esto es ¡sorprendente! No he leído algo como esto antes . Gratificante hallar a alguien con algunas ideas propias sobre este tema. Este blog es algo que se necesita en Internet , alguien con un poco de dominio. Un trabajo útil para traer algo nuevo a la red. Gracias de todos lo que te leemos.

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