Una regla de oro, al menos en lo personal, para tratar con quienes se interesan por asuntos groseros al positivismo del mundo actual, es saber qué tan al corriente están de los aspectos más oscuros tras esas experiencias espontaneas, pero no por eso irreales, que a falta de mejor adjetivo hemos dado en llamar mÃsticas. Según la respuesta dependerá la ruta que tome la conversación, y al menos entre los propios conocidos rara ha sido la oportunidad en que se pudo hablar de los acantilados, los bosques y las grutas por las que el aspirante a iniciado, o en su defecto el simple curioso, debe cruzar antes de tener una ligerÃsima visión de lo que hay al otro lado del velo.
En El año del verano que nunca llegó, William Ospina adelanta una idea que parece tener gérmenes de verdad: el movimiento romántico en el arte y la literatura apareció como una respuesta emocional en aquellos paÃses desbordados por los excesos de la razón, Alemania e Inglaterra, mientras que en tierras aún bajo el hechizo de cierto oscurantismo, mediterráneas y coloniales, dicho movimiento no se manifestó de formas tan apasionadas. Desde sus inicios, el Romanticismo estuvo marcado por una sensibilidad extraterrena, incluso cuando a nivel de superficie parecÃa estar nutriéndose de los progresos cientÃficos a su alrededor. Victor Frankenstein habrá dado vida a su monstruo gracias al entendimiento de la bioelectricidad, pero su espÃritu fáustico fue llevado siempre por principios herméticos y alquÃmicos, sistemas que, más allá de la pedanterÃa de ciertos historiadores, no fueron formas primitivas de pensamiento precientÃfico, más bien filosofÃas de muchos cientos de años cuyo único interés siempre ha estado en alcanzar, como apuntó Carl Jung, las orillas del SÃ-mismo.
Para Antoni Amaro, el Romanticismo no fue sólo esa respuesta de la emoción sobre la que escribe Ospina, sino una manera en la que lo Infinito se volvió manifiesto en lo finito. Su argumentación está en El paisaje sublime como arquetipo de la imaginación romántica: C. D. Friedrich y J. M. W. Turner (Centellas, 2019), un ensayo en el que la densidad de su tesis no interfiere en la facilidad con la que se disfruta su lectura. Es una edición mÃnima, literalmente un libro de bolsillo de pantalón, que sugiere al movimiento como un fenómeno superior a las condiciones culturales que lo gestaron. Pasa de ser un fenómeno único de su tiempo para mostrarse como un retrato, universal pero fragmentado, de las emociones sutiles que algunos hemos sentido en ocasiones de máxima sensibilidad, ya sea en la vigilia o durante el sueño: el horror a los espacios sin fin, la proximidad de lo eterno, la extraña impresión de una unidad con el todo. Sensaciones de una grandeza que a casi todos nos están veladas por los humos de la mente y la condición mortal, materia que ha sido el berrinche de otros tantos pensadores (ya se habÃa quejado una vez Cioran al respecto). AsÃ, una de las pocas maneras seguras de rozarlas es reduciéndolas al óleo sobre la tela, a sÃmbolos destilados desde la imaginación del artista, una tarea por lo demás destinada a la frustración. Pues, como apunta Amaro, la «certeza de la nulidad de sus esfuerzos por aproximarse a lo ilimitado, por unirse a la divinidad que sólo reside en sus sueños, hunde al romántico en una profunda desilusión que le hace ver con pesimismo el rostro negativo de la realidad de su tiempo».
Detrás de esto se encuentra lo sublime, esa noción estética que Kant describió como lo inmenso que es capaz de superar la comprensión y los sentidos humanos. No es el paisaje natural, en sà carente de significado, el que es grandioso y terrible, sino la consciencia que lo experimenta de esa forma, entregada a la contemplación libre del mundo y aproximándose asà a las orillas de lo ilimitado, el centro del Ser, que no es una fuente radiante y clara, sino un rostro tremendo envuelto en capas de hermosa luz negra. Ya que lo bello, nos recuerda Amaro que escribió Rilke, «es el comienzo de lo terrible que los humanos podemos soportar». Lo Sublime no es ser testigos de caballos salvajes en estampida desde la distancia, sino estar en medio de toda esa violencia magnÃfica. No es disfrutar fotografÃas de expediciones árticas, sino experimentar el vértigo de quedar atrapado en las entrañas de un hermoso glaciar. Cualquiera que haya resbalado un poco durante el ascenso de una montaña lo ha sentido. La cercanÃa a la nada, a la maravilla y la muerte, son requisitos para entrar en los reinos de lo Sublime y, por extensión, a lo siniestro y lo numinoso: la vivencia irracional de la divinidad.
En una época de gurús cool y esoterismo secularizado, de sentirse bien después de una hora de yoga y ser productivos en la oficina tras una sesión de mindfulness, nadie quiere pensar que las esferas más allá de la percepción pueden ser igual o más aterradoras que los infiernos que se viven aquà abajo. Pero no por nada Juan de la Cruz escribió sobre la noche oscura del alma, y la tradición de lágrimas y espantos que preceden a esos estados mentales, beatÃficos y horribles, va más allá de un Occidente mojigato. Tal vez el caso más famoso del numen que incurre la visión de una teofanÃa fue el popularizado por Robert Oppenheimer al reflexionar sobre los sentimientos que experimentó al ver la detonación de la primera bomba nuclear en los desiertos de Nuevo México. Esa historia, en el Bhagavad Gita, en la que el prÃncipe Arjuna tiene la nada envidiable oportunidad de ver a Vishnu, no como un avatar más, sino como en verdad Es. Una visión tan espantosa, y extraordinaria, que el prÃncipe le ruega a gritos al dios volver a mostrársele como antes. Historias como esas no son ajenas a nuestro hemisferio cultural; la propia Biblia tras la que muchos gustan ocultarse, y que nadie lee, tiene sus propias referencias en las que la aparición de lo divino viene acompañada de histeria, gracia y espanto. El rostro de Dios, parece, no es el de un hombre barbudo y apacible.
Lo numinoso junta los aspectos demoniacos y lumÃnicos de lo divino. Es irracionalidad pura y la espina dorsal de todas las tradiciones mÃsticas del mundo. Lo numinoso, transferido por los románticos a su arte, sugiere la presencia oculta de lo que Rudolf Otto identificó como mysterium tremendum et fascinans, ese misterio espantoso y fascinante, cuyas consecuencias de experimentarlo pueden sumergir a ciertas mentes en la confusión o la melancolÃa. Incluso la locura y la muerte. «En estos casos», escribió Friedrich Reck-Malleczewen al hablar de la psicosis colectiva de Münster en 1534, «el hombre experimenta la estrecha proximidad de lo sagrado y lo diabólico, y la pobre criatura corre el riesgo de caer en el polvo, en tanto pretende ver el rostro del Eterno».
Como ejemplos de análisis, Amaro se concentra en la vida y obra selecta de dos representantes del movimiento, Caspar David Friedrich y Joseph M. W. Turner. El uno alemán, el otro inglés, ambos practicaron una forma introspectiva del paisaje que fue más allá de la mera Veduta. En el caso de Friedrich, deudor de un cristianismo que aún rozaba en lo pagano, el paisaje es un medio de transporte por el cual lo ajeno a este mundo se presenta de formas conocidas para facilitar la apreciación de lo Sublime. Son paisajes en los que hay poca o nada de acción, y en los que las imágenes humanas, con excepciones, son puntos diminutos que contrastan la escala de la naturaleza. Escenas de situaciones que exigen una participación contemplativa que lleva de lo natural a lo sobrenatural.
Por su parte, Turner, esquivo y no muy afÃn al habla innecesaria, buscó en el silencio la manera de entender los misterios sacros y profanos del mundo natural. Dueño de un riquÃsimo mundo interior, incomprensible incluso para él, en su arte la figura humana tiene un papel incluso más secundario que en Friedrich. La luz y el color eran sus verdaderos intereses ─a fondo estudió la teorÃa del color de Goethe─ y las formas nubosas fueron su especialidad. Algunas de sus pinturas durante el periodo cumbre de su carrera parecen sueños de pura atmosfera, una en la que se esconde la presencia de lo numinoso.
Lo que Amaro parece sugerir es que el Romanticismo no fue un movimiento más en la historia del arte, sino tal vez una hierofanÃa; una autentica manifestación de la divinidad a través de la experiencia subjetiva del artista, y lo sustenta con análisis simbólicos y mitológicos venidos del inconsciente. Es una postura personal y bien argumentada, puede ser incluso que no exenta de realidad, pero se pecarÃa de absolutismo al decir que el Romanticismo es único en intentar hacer comunión entre reinos tan dispares como el terreno y el celestial. La tradición del arte visionario le precede con figuras como el Bosco y William Blake, entre otras, y le sucede con representantes de estética tan dispar como Alex Grey y Paul Laffoley.
La singularidad del Romanticismo está en ser arte visionario velado. Detrás del rostro de sus montañas, riscos y naufragios se encuentran potestades que, de vivirlas en la carne, destruirÃan nuestras mentes simplonas, pues los dioses exigen sacrificios. Son la forma comprensible a la que Arjuna imploró volver a Vishnu. Y lo más interesante de todo es que esos paisajes no hacen más que reflejar lo que llevamos en lo más profundo, casi olvidado, de nuestro interior. Esa interminable sopa psÃquica.