Fue hace quince años, y recuerdo perfectamente el lugar: un cruce del Eixample, el de la calle Provença con Marina. Aquel amigo me hablaba de Feliu Formosa (“ha acabado un libro de poemas de un solo versoâ€), y de repente, haciendo un salto que ahora no sabrÃa reconstruir, dijo: “…a ver si se consigue que Joan Vinyoli sea más reconocidoâ€. Yo me sorprendÃ: “Pero si Vinyoli está hasta en la sopa…â€. Y mi amigo, que siempre ha sido de aquellos que van con la greguerÃa en la punta de la lengua, respondió: “Hombre, eso será en el paÃs multicolor donde vivimos tu y yo; sin embargo, el hecho es que Vinyoli, en general, no es tan conocido como deberÃaâ€. Yo entonces era muy joven, como habrán adivinado, y aún no habÃa medido la distancia sideral que hay entre el paÃs multicolor donde Foster Wallace es el rey (pálido) y la realidad gris donde Belén Esteban encabeza las listas de ventas.
Quince años después, llega el centenario del poeta y, aparentemente, todo podrÃa haber cambiado. Vinyoli sigue hasta en la sopa, ha logrado todo el reconocimiento posible, le citan todos los poetas; sin embargo, el pequeño mundo donde eso sucede es cada vez más liliputiense: la poesÃa ha proseguido su cuesta abajo en cuanto a prestigio y resonancia popular se refiere, cosa que tal vez nos deja en el mismo sitio. Es más: serÃa muy difÃcil saber qué implica ahora mismo ese reconocimiento, en un ámbito donde reina tal confusión que, en uno de los más importantes estados de la cuestión realizados en años, Jordi Marrugat llega a la un tanto decepcionante conclusión de que, básicamente, impera la pluralidad, y cada poeta va por su cuenta; ya no hay tendencias (como mucho, colegueo), ya ni siquiera nadie se abronca por un quÃtame allá esas metonimias. En cierta manera, esa diversidad inaprensible descrita por Marrugat esconde una calma chicha soporÃfera.
Es tal la confusión reinante que, si hemos de atender a las más sonadas escaramuzas (y de entre ellas las que no tienen relación con el vil metal), a parte de retroceder hasta casi diez años atrás, llegaremos a la conclusión que el gran caballo de batalla de los poetas es la inteligibilidad. Tanto es asà que, con varios nombres, e incluso con disfraces de todo tipo, se podrÃa decir que en el cambio de milenio, justo cuando tenÃa lugar la conversación que les expliqué al principio, habÃa dos tendencias poéticas básicas con las que un joven poeta recién llegado al mundo se encontraba: la poesÃa que se entiende y la que no. Formulado asà puede parecer un poco bruto, pero fue asà como se formuló, exactamente ésa era la expresión utilizada. Y no es, por otro lado, una conceptualización muy alejada de las polémicas lÃricas castellanas: con las diferencias pertinentes, se trata prácticamente de una repetición del ruido de sables que hace unos años provocó Las Ãnsulas extrañas. A saber: de un lado, una poesÃa confesional, narrativa, con más o menos ramalazos sentimentales, más o menos fintas irónicas, una base de (llamémosle) sentido común y unos mecanismos formales discretos, léase Joan Margarit o Luis GarcÃa Montero (si antes he hablado de disfraces es porque a todo esto alguna vez se le llamó poesÃa de la experiencia, una etiqueta que ahora todo el mundo intenta quitarse de encima). Del otro, una multitud muy vagamente cartografiada y muy diversamente bautizada de experimentos, juegos con las palabras de la tribu e idiolectos personales, léase Enric Casasses o José Ãngel Valente. Siendo reduccionistas, el caso es que en 2001 el panorama de la poesÃa española (y, dentro de ella, la catalana) era ése.
Y ése era el paÃs multicolor donde aquel año apareció la Obra poética completa de Joan Vinyoli, editada por Xavier Macià . Me cuesta no ver en ese volumen, absolutamente modélico, la señal más firme de una inflexión; luego vendrÃan hitos menores como el Primer Simposio Internacional Joan Vinyoli, celebrado en Santa Coloma de Farners en 2004 (y recogido en un libro de actas que, como suele suceder en estos casos, oscila entre lo sublime y lo ridÃculo, pero que al mismo tiempo constituye el principal testimonio de aquel reconocimiento de la poesÃa de Vinyoli que indicábamos; quiero decir que por allà desfilan tanto Margarit como Casasses, a quien mencionábamos antes), la biografÃa La bastida dels somnis, de Pep Solà (apoyada principalmente en el acceso a los papeles privados del autor, pero muy discreta aparte de eso) o la edición de bolsillo de la poesÃa completa, con un prólogo entusiasta de, otra vez, Casasses (y algunos pequeños cambios respecto a la edición de Macià , no acreditados). Cuando trece años atrás pudimos leer aquella poesÃa completa, de repente encontramos una especie de tercera vÃa entre la experiencia y la experimentación, un camino diferente.
En la edición de Macià , uno de los puntos neurálgicos es la reconsideración de la etapa de silencio editorial de Vinyoli entre El callat (1956) i Realitats (1963). Este último libro es, de hecho, uno de los campos de batalla principales en cuanto a la recepción de Vinyoli se refiere. En su momento fue un fracaso crÃtico considerable, una obra recibida con silencio y frialdad; en cambio, un largo trecho del aparato crÃtico de la edición de Macià está dedicado a indagar en su elaboración. E incluye un descubrimiento hasta cierto punto sorprendente, pero muy significativo: la estrecha imbricación entre Realitats y el Llibre d’amic que Vinyoli no publicarÃa hasta 1977. Son tal vez los libros más antitéticos de la obra de Vinyoli, y sin embargo fueron escritos casi a la vez. Y esa simultaneidad marca el momento en que, a partir de El callat, la poética de Vinyoli se escinde en dos direcciones extremas, la concreción figurativa de la cotidianidad y el misticismo erótico. Esos dos polos entrelazados articularán todos sus textos a partir de Tot és ara i res (1970). Ahà empieza el gran Vinyoli, y es esa dualidad la que explica la vigencia de su obra. Vinyoli creó un modelo de poesÃa dúctil, flexible (Miquel de Palol, en Dos poetes. Impressions d’Espriu i Vinyoli, habla de él como “el poeta més influent de l’actualitat†en virtud, entre otras cualidades, de “la capacitat de passar d’un registre a l’altre amb l’aparent facilitat de l’obra no remenadaâ€), no especialmente hermética pero tampoco excesivamente trivial, que a la vez que mantiene la mÃmesis, confronta la vivencia a un ámbito otro, una permanencia feliz que hacia el final de todo el poeta denominó real poètic (un término tomado de J. V. Foix).
Como decÃamos, esta poesÃa no siempre recibió la consideración unánime de que disfruta en la actualidad. A pesar de que siempre fue reconocido, siempre fue en calidad de segundón, sucesivamente eclipsado por Espriu, Brossa o quién fuera que los aprendices de brujo que abundan en la poesÃa catalana hubiera decidido establecer como modelo a seguir. Demasiado intimista para los defensores de la poesÃa social (ése fue justamente el problema con Realitats), demasiado clásico para los novÃsimos catalanes, demasiado ateo, de clase baja y alcohólico para la beaterÃa crÃtica del momento, casi nunca supo estar en el sitio adecuado y en el momento adecuado para recibir los laureles en vida. Aunque, como si se girara un calcetÃn, tal vez sean justamente esas renuncias las que le han permitido triunfar después de muerto, creando un modelo de poema que, también es cierto, es tremendamente apto para ser saqueado por los epÃgonos (que, al fin y al cabo, de eso hablamos): una especie de realismo macerado con toques de simbolismo, sin grandes complicaciones técnicas, refugiado en la melancolÃa y las vaguedades metafÃsicas. Cabe no olvidar que, de esos epÃgonos, uno de los primeros fue Miquel Martà i Pol.
Según LluÃs Izquierdo, la poesÃa de Vinyoli conecta con el romanticismo en un aspecto: “la pèrdua, enmig d’un à mbit còsmic, del domini equilibrat de l’home sobre les cosesâ€. La realidad cotidiana aparece, en esta poesÃa, sobre todo para certificar su miseria, su desolación, por oposición al ensueño del poeta que, alguna vez en su juventud, soñó ser otra cosa. Es conocida la admiración de Vinyoli por Carles Riba y Rainer Maria Rilke; no tanto su tardÃo (y muy sutil) acercamiento al surrealismo, ligado a la lectura de La búsqueda del comienzo, de Octavio Paz y modulado por las lecciones ferraterianas, en una especie de inversión de la obra de Luis Cernuda. Resulta fascinante comprobar como Vinyoli, poeta permanentemente acomplejado (y estigmatizado) por no tener carrera universitaria, va conectando, durante su periplo, con Maragall, Carner, Riba, Foix, Ferrater o incluso el olvidadÃsimo Guerau de Liost, hasta convertir sus últimos poemas (los de Domini mà gic i Passeig d’aniversari, sus obras cumbre) en una cifra de lo que ha dado de sÃ, durante el siglo pasado, esa tradición poética; un aspecto que también tiene mucho que ver con su recepción presente, aunque a la vez tiene algo de paradójico. Porque el poeta más ajeno a tendencias, el más solitario, el que siempre se escurrÃa entre las mallas de la red de los coleccionistas de mariposas filológicos, ha acabado asà convirtiéndose (irónicamente o no) en el más solidario de todos.
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