Joan Vinyoli | Foto: MoritzBarcelona Flickr Commons

Joan Vinyoli en un país multicolor

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Joan Vinyoli | Foto: MoritzBarcelona Flickr Commons
Homenaje de Moritz al poeta Joan Vinyoli, fotografiado por Jordi Nebot en 1978 | Flickr

Fue hace quince años, y recuerdo perfectamente el lugar: un cruce del Eixample, el de la calle Provença con Marina. Aquel amigo me hablaba de Feliu Formosa (“ha acabado un libro de poemas de un solo verso”), y de repente, haciendo un salto que ahora no sabría reconstruir, dijo: “…a ver si se consigue que Joan Vinyoli sea más reconocido”. Yo me sorprendí: “Pero si Vinyoli está hasta en la sopa…”. Y mi amigo, que siempre ha sido de aquellos que van con la greguería en la punta de la lengua, respondió: “Hombre, eso será en el país multicolor donde vivimos tu y yo; sin embargo, el hecho es que Vinyoli, en general, no es tan conocido como debería”. Yo entonces era muy joven, como habrán adivinado, y aún no había medido la distancia sideral que hay entre el país multicolor donde Foster Wallace es el rey (pálido) y la realidad gris donde Belén Esteban encabeza las listas de ventas.

Quince años después, llega el centenario del poeta y, aparentemente, todo podría haber cambiado. Vinyoli sigue hasta en la sopa, ha logrado todo el reconocimiento posible, le citan todos los poetas; sin embargo, el pequeño mundo donde eso sucede es cada vez más liliputiense: la poesía ha proseguido su cuesta abajo en cuanto a prestigio y resonancia popular se refiere, cosa que tal vez nos deja en el mismo sitio. Es más: sería muy difícil saber qué implica ahora mismo ese reconocimiento, en un ámbito donde reina tal confusión que, en uno de los más importantes estados de la cuestión realizados en años, Jordi Marrugat llega a la un tanto decepcionante conclusión de que, básicamente, impera la pluralidad, y cada poeta va por su cuenta; ya no hay tendencias (como mucho, colegueo), ya ni siquiera nadie se abronca por un quítame allá esas metonimias. En cierta manera, esa diversidad inaprensible descrita por Marrugat esconde una calma chicha soporífera.

Es tal la confusión reinante que, si hemos de atender a las más sonadas escaramuzas (y de entre ellas las que no tienen relación con el vil metal), a parte de retroceder hasta casi diez años atrás, llegaremos a la conclusión que el gran caballo de batalla de los poetas es la inteligibilidad. Tanto es así que, con varios nombres, e incluso con disfraces de todo tipo, se podría decir que en el cambio de milenio, justo cuando tenía lugar la conversación que les expliqué al principio, había dos tendencias poéticas básicas con las que un joven poeta recién llegado al mundo se encontraba: la poesía que se entiende y la que no. Formulado así puede parecer un poco bruto, pero fue así como se formuló, exactamente ésa era la expresión utilizada. Y no es, por otro lado, una conceptualización muy alejada de las polémicas líricas castellanas: con las diferencias pertinentes, se trata prácticamente de una repetición del ruido de sables que hace unos años provocó Las ínsulas extrañas. A saber: de un lado, una poesía confesional, narrativa, con más o menos ramalazos sentimentales, más o menos fintas irónicas, una base de (llamémosle) sentido común y unos mecanismos formales discretos, léase Joan Margarit o Luis García Montero (si antes he hablado de disfraces es porque a todo esto alguna vez se le llamó poesía de la experiencia, una etiqueta que ahora todo el mundo intenta quitarse de encima). Del otro, una multitud muy vagamente cartografiada y muy diversamente bautizada de experimentos, juegos con las palabras de la tribu e idiolectos personales, léase Enric Casasses o José Ángel Valente. Siendo reduccionistas, el caso es que en 2001 el panorama de la poesía española (y, dentro de ella, la catalana) era ése.

Edicions 62
Edicions 62

Y ése era el país multicolor donde aquel año apareció la Obra poética completa de Joan Vinyoli, editada por Xavier Macià. Me cuesta no ver en ese volumen, absolutamente modélico, la señal más firme de una inflexión; luego vendrían hitos menores como el Primer Simposio Internacional Joan Vinyoli, celebrado en Santa Coloma de Farners en 2004 (y recogido en un libro de actas que, como suele suceder en estos casos, oscila entre lo sublime y lo ridículo, pero que al mismo tiempo constituye el principal testimonio de aquel reconocimiento de la poesía de Vinyoli que indicábamos; quiero decir que por allí desfilan tanto Margarit como Casasses, a quien mencionábamos antes), la biografía La bastida dels somnis, de Pep Solà (apoyada principalmente en el acceso a los papeles privados del autor, pero muy discreta aparte de eso) o la edición de bolsillo de la poesía completa, con un prólogo entusiasta de, otra vez, Casasses (y algunos pequeños cambios respecto a la edición de Macià, no acreditados). Cuando trece años atrás pudimos leer aquella poesía completa, de repente encontramos una especie de tercera vía entre la experiencia y la experimentación, un camino diferente.

En la edición de Macià, uno de los puntos neurálgicos es la reconsideración de la etapa de silencio editorial de Vinyoli entre El callat (1956) i Realitats (1963). Este último libro es, de hecho, uno de los campos de batalla principales en cuanto a la recepción de Vinyoli se refiere. En su momento fue un fracaso crítico considerable, una obra recibida con silencio y frialdad; en cambio, un largo trecho del aparato crítico de la edición de Macià está dedicado a indagar en su elaboración. E incluye un descubrimiento hasta cierto punto sorprendente, pero muy significativo: la estrecha imbricación entre Realitats y el Llibre d’amic que Vinyoli no publicaría hasta 1977. Son tal vez los libros más antitéticos de la obra de Vinyoli, y sin embargo fueron escritos casi a la vez. Y esa simultaneidad marca el momento en que, a partir de El callat, la poética de Vinyoli se escinde en dos direcciones extremas, la concreción figurativa de la cotidianidad y el misticismo erótico. Esos dos polos entrelazados articularán todos sus textos a partir de Tot és ara i res (1970). Ahí empieza el gran Vinyoli, y es esa dualidad la que explica la vigencia de su obra. Vinyoli creó un modelo de poesía dúctil, flexible (Miquel de Palol, en Dos poetes. Impressions d’Espriu i Vinyoli, habla de él como “el poeta més influent de l’actualitat” en virtud, entre otras cualidades, de “la capacitat de passar d’un registre a l’altre amb l’aparent facilitat de l’obra no remenada”), no especialmente hermética pero tampoco excesivamente trivial, que a la vez que mantiene la mímesis, confronta la vivencia a un ámbito otro, una permanencia feliz que hacia el final de todo el poeta denominó real poètic (un término tomado de J. V. Foix).

Empúries
Empúries

Como decíamos, esta poesía no siempre recibió la consideración unánime de que disfruta en la actualidad. A pesar de que siempre fue reconocido, siempre fue en calidad de segundón, sucesivamente eclipsado por Espriu, Brossa o quién fuera que los aprendices de brujo que abundan en la poesía catalana hubiera decidido establecer como modelo a seguir. Demasiado intimista para los defensores de la poesía social (ése fue justamente el problema con Realitats), demasiado clásico para los novísimos catalanes, demasiado ateo, de clase baja y alcohólico para la beatería crítica del momento, casi nunca supo estar en el sitio adecuado y en el momento adecuado para recibir los laureles en vida. Aunque, como si se girara un calcetín, tal vez sean justamente esas renuncias las que le han permitido triunfar después de muerto, creando un modelo de poema que, también es cierto, es tremendamente apto para ser saqueado por los epígonos (que, al fin y al cabo, de eso hablamos): una especie de realismo macerado con toques de simbolismo, sin grandes complicaciones técnicas, refugiado en la melancolía y las vaguedades metafísicas. Cabe no olvidar que, de esos epígonos, uno de los primeros fue Miquel Martí i Pol.

Según Lluís Izquierdo, la poesía de Vinyoli conecta con el romanticismo en un aspecto: “la pèrdua, enmig d’un àmbit còsmic, del domini equilibrat de l’home sobre les coses”. La realidad cotidiana aparece, en esta poesía, sobre todo para certificar su miseria, su desolación, por oposición al ensueño del poeta que, alguna vez en su juventud, soñó ser otra cosa. Es conocida la admiración de Vinyoli por Carles Riba y Rainer Maria Rilke; no tanto su tardío (y muy sutil) acercamiento al surrealismo, ligado a la lectura de La búsqueda del comienzo, de Octavio Paz y modulado por las lecciones ferraterianas, en una especie de inversión de la obra de Luis Cernuda. Resulta fascinante comprobar como Vinyoli, poeta permanentemente acomplejado (y estigmatizado) por no tener carrera universitaria, va conectando, durante su periplo, con Maragall, Carner, Riba, Foix, Ferrater o incluso el olvidadísimo Guerau de Liost, hasta convertir sus últimos poemas (los de Domini màgic i Passeig d’aniversari, sus obras cumbre) en una cifra de lo que ha dado de sí, durante el siglo pasado, esa tradición poética; un aspecto que también tiene mucho que ver con su recepción presente, aunque a la vez tiene algo de paradójico. Porque el poeta más ajeno a tendencias, el más solitario, el que siempre se escurría entre las mallas de la red de los coleccionistas de mariposas filológicos, ha acabado así convirtiéndose (irónicamente o no) en el más solidario de todos.

Joan Todó

Joan Todó (La Sénia, 1977) es poeta y escritor. Ha publicado un libro de relatos 'A butxacades', dos libros de poesía 'Los fossils' y 'El fàstic que us cega' y una novela 'L'horitzó primer'. Ha colaborado en varias revistas literarias como 'Paper de vidre' o 'L'Avenç'.

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