El mundo es un puerto seco en el que desembarcan marineros sin uniforme que provienen de cualquier lugar del planeta para enlazarse en un nudo con mucha grasa, por lo que jamás logrará quedar apretado. O el mundo es ese nudo de millones de colores, casi todos apagados, que podemos mirar a través del ojo de una aguja, o es Guerra y paz junto a las obras completas de Proust y La Biblia. Pero ya nadie lee cuadernos tan voluminosos para intentar comprender el mundo, por lo que solo nos queda la alternativa de mirar a través del ojo de la aguja al puerto seco, que puede llamarse, por ejemplo Piazza Vittorio, y tirar de los hilos del nudo para leerlos por separado. Porque por muy cosmopolita que sea el mundo, lo que no consigue es ser mestizo. Bajo esa certeza el escritor argelino Amara Lakhous (1970) construye la novela polifónica Choque de civilizaciones por un ascensor en Piazza Vittorio. Se trata, sin que lo sepamos, de una novela negra. La estructura no es la convencional. Existe un asesinato, sÃ. Y una serie de gente de lo más diversa que se reúnen en torno al cadáver. Y tampoco es novedoso que cada capÃtulo esté narrado por uno de los personajes. Pero en realidad la novela no versa sobre el asesinato ni la intriga. La novela versa sobre la piel de grasa que impide el mestizaje. Porque la mayorÃa de los protagonistas no son originarios de Roma. Algunos son italianos, es cierto, pero pocos de la capital.
En Piazza Vittorio tanto el que proviene de Milán como el que llegó huyendo de Nápoles son inmigrantes. En diverso grado, pero inmigrantes. Eso quiere decir que Lakhous va a hablar sobre el extrañamiento del desahuciado. Tal vez con un toque de humor por momentos, pero de ese humor de calado triste. En realidad, el poliedro nos presenta una suerte de ciudad paralela que viviera, como la que creó Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas, en el subsuelo de la Roma que es el imperio de la gran belleza, del turismo y del caos. Y cada uno de sus habitantes obedece a una forma diferente de emigración, desde el estudiante holandés al refugiado magrebÃ, que si tienen algo en común es la sospecha que enunció Sartre y que aquà se expone como una pregunta: ¿serán los demás el infierno? De ahà que cada capÃtulo en lugar de titularse El testimonio de…, pase a titularse La verdad de… Cada capÃtulo es la confesión, el punto de vista de cada uno de los habitantes sobre los demás, expuestos, suponemos, al inspector de policÃa. Pero lo que importa es el autorretrato que hace de sà cada uno de ellos. Desde el honesto bengalà al fascismo de la dueña de un perrito; desde la vanidad de un profesor universitario al miedo de la ilegal procedente de Filipinas; desde la bondad de la cooperante que viaja al Sáhara a la xenofobia cutre de la portera. Al afrontar esas parejas de seres contrapuestos, Lakhous nos deja, a modo de moraleja, la distinción entre el inmigrante y el racista, que es que el primero todavÃa sonrÃe. Y esa lección que dicta que los que emigran son hermanos, compatriotas de los que emigraron en el pasado, que la patria sà viene dictada por la frontera, pero por la necesidad de cruzarla para sobrevivir, no por el color con que figura un territorio en un mapa polÃtico.
A todo esto, los dos principales protagonistas de la novela son el fallecido, a quien apelan el Gladiador, alguien que mea en el ascensor del edificio, y Amadeo, que se encuentra desaparecido pero que entre sus recuerdos, que él llama aullidos, confiesa padecer úlcera de memoria. Uno concita el odio de los vecinos, el otro la simpatÃa. Y al final aparecerá un detective que tarda medio minuto en resolver el caso. Hay que agradecer a Lakhous que no nos deje con la incertidumbre. Pero, por encima de eso, hay que agradecerle que haya sabido mirar por el ojo de la aguja y merced a lo que sucede en un ascensor, haya sabido resumir en qué consiste eso que conocemos como humanidad, que es la dueña del Mundo.