Mercè Rodoreda y Joan Sales | Foto cedida por Club Editor

Madame Rodoreda (II)

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Mercè Rodoreda y Joan Sales | Foto cedida por Club Editor

Mientras tanto, La muerte y la primavera seguía estancada. En febrero del 64, Rodoreda le escribió a Sales:

“La muerte es una novela en la que he trabajado un año y medio y que será muy buena pero de momento está atascada por una multitud de razones. Entre otras porque no acaba de estar lo suficientemente viva ni ser lo bastante espontánea, porque le falta la “soberana espontaneidad”.

Para  Rodoreda,  la  falta  de  espontaneidad  era un gravísimo defecto literario. El  secreto  de  su  literatura  —escrita casi siempre en primera persona— era una voz que sonara natural, como si fuera la de alguien que estaba conversando con su vecino, y que a la vez consiguiera expresar la realidad de lo que contaba de la forma más original y más misteriosa. En  la primera versión de La muerte y la primavera hay una cita de Ronsard que hacía referencia a esa voz: “Esta voz sin cuerpo que nada podría callar”. Por alguna razón, esa voz que tomaba cuerpo en el adolescente sin nombre de La muerte y la primavera dejó de sonarle natural a Rodoreda. Y es muy posible que a partir de ese momento dejara de escribir la novela. Tres años después, en 1967, Rodoreda le confesó a Sales: “Cualquier día la haré añicos”. No lo hizo, porque se han conservado los originales en los que trabajó Rodoreda, pero es evidente que la novela ya no le interesaba.

A partir de ese momento La muerte y la primavera no volvió a aparecer en la correspondencia con su editor. En el verano de 1981, muchos años más tarde, cuando Rodoreda tenía ya setenta y tres años y había vuelto a Cataluña y vivía en su chalet de Romanyà de la Selva, aparece en sus cartas una mención que quizá se refiera a la novela:

“Me había propuesto acabar una novela que había escrito hace ya tiempo y que se me quedó lisiada, justamente porque se trataba de un trabajo de recreación más o menos mecánico, pero hace tanto calor, y el jardín tiene tanta sed que la sed del jardín es la excusa para no escribir. Todavía no he hecho nada”.

El hecho de que utilice para describir la novela la misma palabra que los críos del pueblo usaban para insultar a la madrastra —la lisiada, la lisiada— sugiere que se trataba de La muerte y la primavera. Pero es evidente que Rodoreda, a aquellas alturas de su vida, prefería concentrarse en el jardín de su casa de Romanyà.

Por lo demás, volver a internarse en la angustia sobrecogedora de la novela debía de ser una perspectiva muy poco atractiva para una mujer ya mayor que ahora solo quería disfrutar de la tranquilidad y de las flores. En 1973, en Ginebra, Rodoreda le confesó a Josep Maria Castellet:

“Todo el mundo sabe que yo he vivido muchos años sin público. Nunca he escrito para el público. Yo solo escribía para Obiols y ahora ya no está”.

Lo malo es que Obiols tampoco había estado del todo cuando ella vivía en Ginebra, y quizá por eso, porque Obiols ya no estaba y esa ausencia le dolía demasiado, Rodoreda dejó de escribir la novela en que esa soledad se había transformado en una obra maestra.

¿De dónde surgió el chispazo inicial de La muerte y la primavera, esa idea de un pueblo sin nombre perdido en una región sin nombre y habitado por unos seres también sin nombre? Por lo que sabemos, Mercè Rodoreda había leído en París los viajes imaginarios de Henri Michaux, que se publicaron en 1948 con el título de Ailleurs (En otros lugares). Michaux no es ahora un escritor muy conocido, pero para entender su importancia literaria basta decir que Borges tradujo uno de sus libros, Un bárbaro en Asia, y que Cristóbal Serra tradujo otro, Ecuador: dos libros de viajes a lu- gares que no son imaginarios pero que se leen como si lo fueran. En el prólogo a sus viajes imaginarios, Michaux escribió una frase que sin duda tuvo que llamar la atención de Rodoreda:

“También traduce el mundo quien pretende escapar de él. ¿Quién podría escapar? No hay salida”.

El narrador de La muerte y la primavera también es alguien que pretende escapar del mundo, aunque al final descubra horrorizado que no hay salida alguna.

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La lectura de Michaux impulsó a Rodoreda a escribir unos relatos situados en un remoto lugar que no tenía ninguna relación con un lugar concreto —uno de esos relatos fue La salamandra, otros acabarían publicándose años después en el volumen Viajes y flores—, pero la verdad es que la idea de ese pueblo perdido había obsesionado a Rodoreda desde que era muy joven. Quizá influyó en ella la lectura temprana de la novela Solitud, de Víctor Català (en realidad el seudónimo masculino de la escritora Caterina Albert), que también planteaba una trama alegórica situada en un paisaje más imaginario que real. O quizá influyeron en ella las historias de ángeles y de fantasmas que le contaba su abuelo cuando era niña. O quizá la lectura de Los bravos (1954), de Jesús Fernández Santos, una novela situada en una aldea perdida de los montes de León. Y también conviene tener en cuenta que una de las primeras novelas de Rodoreda, Del que hom no pot fugir (1934) —un título que podría traducirse como “De lo que no se puede huir”—, está inspirada en una visita a un pueblo perdido del Prepirineo catalán, Coll de Nargó. En esa novela, una muchacha sin nombre huía de una relación tóxica con un hombre casado (su propio tutor) y se refugiaba en el pueblo, donde conocía a una serie de personajes destruidos por la miseria y la violencia. Es posible que ese pueblo acabara transformándose en la aldea sin nombre de La muerte y la primavera, aunque lo más verosímil, teniendo en cuenta cómo funciona la imaginación humana, es que ese mundo quimérico creado por Rodoreda surgiera de una mezcla de recuerdos e impresiones de la que ella misma ni siquiera era consciente. El caso es que la novela surgió con su río y su bosque de los muertos y su casa del herrero. Y una vez que surgió, ese paisaje cobró tanta intensidad que ningún lector podría dejar de reconocerlo al instante si lo viera con sus propios ojos.

Mercè Rodoreda era una escritora muy concienzuda. Mientras escribía la novela llegó a dibujar dos planos detallados del pueblo. Y por las notas de escritura que se encontraron en su archivo, sabemos también que había calculado perfectamente el arco temporal de la acción, que se inicia un 30 de abril, en plena primavera, cuando el protagonista tiene catorce años y cruza el río, y concluye en el mismo lugar, solo que unos seis años más tarde, cuando el protagonista tiene veinte años, aunque por lo que ha vivido parezca tener ya el triple de edad.

¿En qué época está situada la novela? Rodoreda hizo todo lo posible para que fuera imposible saberlo. Los habitantes parecen vivir en una especie de Edad Media, pero existe el cemento, un invento del siglo XIX. El señor tiene un carruaje que parece decimonónico y vive en una casona que también parece del siglo XIX (con algún toque siniestro que recuerda el castillo de Drácula), pero ninguno de los habitantes del pueblo usa ningún medio de transporte, con la excepción de los vigías a caballo. Los habitantes del pueblo sin nombre tampoco tienen nombre. Son “el señor”, “mi madrastra”, “el preso”, “el hijo del herrero”, “el herrero”, y nada más. Todos viven en un mundo en que el pensamiento abstracto se mueve aún en una fase rudimentaria. Aun así, existe una especie de escritura muy elemental, ya que las placas del herrero para el bosque de los muertos llevan escrito el nombre de cada habitante del pueblo. Sin embargo, nadie usa los nombres y nadie escribe nada aparte del herrero. Los habitantes del pueblo cuentan hasta el número cien —y una o dos veces llegan al mil—, y también miden el tiempo con un reloj de sol que ya no funciona. Pero a pesar de que dividen el tiempo en días y estaciones y años, en su mundo no hay fechas. Su lenguaje, por lo demás, es muy limitado y en él apenas existen los conceptos abstractos. En el pueblo, por cierto, no hay colegios. Tampoco hay iglesias ni nada que se les parezca.

Mercè Rodoreda | Foto cecida por Club Editor

Para crear la atmósfera del pueblo, Rodoreda usa un registro del idioma que en un primer momento suena perfectamente natural y vivo, pero que enseguida desconcierta al lector. Es como si utilizase una variante de la lengua que solo se hubiera usado en una comarca aislada del resto del país —y del mundo—, pero lo curioso del caso es que el vocabulario que emplea es el mismo que se usa en cualquier conversación normal de una ciudad cualquiera —sin apenas vocablos arcaicos o rebuscados—, solo que las palabras parecen tener un sentido distinto del que le damos el resto de hablantes. En ese idioma, una abeja no es exactamente una abeja, sino otra clase de insecto que tiene un “entendimiento” que parece insinuar la posibilidad de que pueda compenetrarse con los humanos. Y por la misma razón, un árbol no es exactamente un árbol, ni una flor es exactamente una flor, ni una madre y un padre son exactamente eso, madres y padres. Y yendo más allá, tampoco un vivo es un vivo ni un muerto es un muerto. Quizá solo haya una palabra en ese idioma que no haya sufrido esa extraña dislocación léxica: la palabra “deseo”, que es tan vigorosa e inabarcable en nuestro idioma actual como lo era en el idioma de los habitantes del pueblo. Ni que decir tiene que traducir el catalán de La mort i la primavera al castellano ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida.

Las costumbres del pueblo nos producen el mismo desconcierto que nos causa el lenguaje, sobre todo porque no son las costumbres de una tribu primitiva, sino de gente muy parecida a nosotros aunque haya optado por una extraña forma de conducta. Los hombres parecen trabajar en los campos, pero en el pueblo solo se come carne de caballo o grasa de caballo, nada más. En los campos se cultiva alfalfa y se recogen algarrobas, pero nadie se las come, o sea que debemos suponer que solo sirven para alimentar a los caballos. Los peces se devuelven al río con la cabeza aplastada y bien muertos. Las únicas actividades laborales parecen estar dedicadas a los ritos de la muerte: en los plantíos se cultivan los árboles-tumbas, en las montañas los vigías acechan la llegada de los caramenos y el hombre del cemento está siempre preparado para aplicar el suplicio final a todos los habitantes. Las mujeres embarazadas, por lo demás, están obligadas a llevar los ojos vendados: si no lo hacen, sus hijos podrían parecerse a los hombres que ellas han mirado. Si por alguna razón las embarazadas llegan a quitarse las vendas, sus maridos les dan una paliza. La violencia doméstica es una práctica habitual que no sorprende a nadie, igual que debía de ocurrir en aquellos años en la sociedad “normal” en la que vivía Mercè Rodoreda.

La flora y la fauna del pueblo parecen haber sufrido la curiosa mutación que también afecta al lenguaje. ¿Qué glicinas son esas que pueden arrastrar a un pueblo entero y destruir sus casas? ¿Y de dónde salen las plantas que no hemos visto nunca, como las rosas de perro o las flores de lodo? Más raras aún son las flores rojas y blancas que la madrastra coloca en la ventana como un código secreto para comunicarse con los viejos (y que tal vez trasmitan un mensaje en clave sobre sus periodos menstruales). Y por otra parte, las leyes físicas funcionan de un modo distinto del que conocemos, tal como ocurre con las pompas de jabón que se vuelven de cristal.

Las crueles costumbres del pueblo son tan sorprendentes como la flora. Todo el mundo parece aceptarlas, porque todo el mundo sabe que quien no las acepte acabará convertido en un nuevo inquilino de la jaula del preso. Y a medida que vamos leyendo, descubrimos que todas esas costumbres están encaminadas a matar el deseo de los habitantes. Y no solo se trata del deseo sexual —aunque también—, sino del deseo de actuar de forma individual, de vivir a su aire, de ser uno mismo. Y esa, la de ser uno mismo, es la mayor amenaza que se puede plantear al férreo código de conducta que se ha impuesto en el pueblo. Porque todas las costumbres, como el paso del río o la obligación de agujerear las orejas de los niños, están encaminadas únicamente al objetivo sagrado de matar el deseo. Todo deseo, cualquier deseo. Rodoreda sabía muy bien de lo que hablaba.

Los editores norteamericanos de la novela, traducida como Death in Spring, la consideraron una crítica en clave de la España de Franco. Hay una parte de verdad en ello, pero al aceptar esa definición se corre el peligro de reducir la novela a una simple alegoría  política  que  no  dejaría  ver  la  compleja  alegoría  social —y hasta metafísica— que también se esconde en ella. Porque el lector de La muerte y la primavera se encuentra con una alegoría de alcance universal sobre cualquier clase de sociedad que viva de espaldas a la libertad y de espaldas a la vida. Y más que una novela de contenido político, La muerte y la primavera es una impugnación, ejecutada con la gélida furia de una controversia teológica, de todas las sociedades humanas que aplastan al individuo. Y por eso mismo, el mundo que Rodoreda creó en la novela podría aplicarse a cualquier sociedad humana que convierta a los seres humanos en seres sin autonomía moral de ninguna clase. Por supuesto que ese universo simbólico puede aplicarse con propiedad a la Alemania nazi, a la Rusia soviética o la España de Franco. Pero en esencia, la aldea sin nombre de La muerte y la primavera no es muy distinta de lo que puede llegar a ocurrir en un barrio de clase media de Milwaukee o en una barriada cualquiera de Europa (y no digamos ya en una aldea perdida del Rif marroquí, por ejemplo).

De hecho, lo que escribió Rodoreda sigue teniendo la misma validez que hace sesenta años, porque La muerte y la primavera habla de las imposiciones morales que se nos obliga a tragar a la fuerza, y de los miedos artificiales que se crean a partir de mitos falsos —como esos caramenos que nadie ha visto— y con los que se justifica el encierro de los seres humanos en una comunidad recluida en sí misma y libre de toda influencia exterior. Y por desgracia, ese mundo encerrado en sí mismo —y sometido al bombardeo continuo de las mentiras prefabricadas— está cada vez más cerca de nosotros. En algunos casos, ese mundo ya es nuestro propio mundo. Nos guste o no, ya vivimos en él.

En abril de 1983, cuando estaba ingresada en la clínica de Girona donde murió, Rodoreda comentó que ya tenía terminada La muerte y la primavera. “La tengo aquí, en la cabeza”. Es posible que  allí,  en  la  clínica,  la  agonizante  Rodoreda  lograra encontrar la salida del laberinto. Pero la novela que nos dejó no necesitaba ya nada más. Cuando Obiols leyó las primeras páginas, le escribió a Rodoreda que aquellos capítulos eran tan redondos como una fruta. Lo mismo podría decirse de la novela entera. Solo que esa fruta es muy amarga, áspera y asombrosamente bella. Y nadie que lea este libro habrá probado nunca nada igual.

Eduardo Jordà

Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) es narrador, poeta, traductor y profesor de escritura creativa. Entre sus obras destacan la novela ‘Pregúntale a la noche’ (2007), los libros de relatos ‘Playa de los Alemanes’ (2006) y ‘Yo vi a Nick Drake’ (2014), los libros de viajes ‘Tánger’ (1993) y ‘Norte Grande’ (2002), y una antología de su obra poética, ‘Pero sucede’ (2010). En el volumen ‘Lo que tiene alas’ (2014) ha reunido catorce lecturas en profundidad de los clásicos de la narrativa breve, de Gógol a Raymond Carver. También ha traducido, entre otros, a Conrad, Stevenson, Thoreau, James Salter, Blai Bonet y Mercè Rodoreda.

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