«Yo observaba los fuegos artificiales y al principio no le contesté, aunque era consciente de lo aburrido que estaba y, si disfrutaba de algo mÃnimamente, era sólo de la idea de que yo estuviese disfrutando (o, más bien, de la idea de estar disfrutando de verme disfrutar a mÃ, dado que eso constituirÃa una prueba de amor). Empecé a sentirme culpable y propuse que volviésemos al corazón de la ciudad. Libramos una silenciosa batalla de autoabnegación y gané yo, que tenÃa un carácter más fuerte. Aunque lo último que me apetecÃa a mà en el mundo era dejar aquel rÃo centelleante y a la afable multitud. Pero sabÃa que en realidad lo que el deseaba era volver, de modo que nos volvimos, aunque no sé si valió la pena obtener aquella pequeña victoria de generosidad para luego tener que soportar su remordimiento por interrumpir mi disfrute, aun cuando, en un nivel soterrado, elaborar aquel remordimiento habÃa sido el único fin de la excursión.»
Finalmente, parece que los dioses de la edición en castellano han propiciado el pago de una deuda que tenÃa nuestro idioma con Angela Carter y, por medio de una edición cuidada como pocas y bajo la batuta traductora -pues para traducir a la británica no basta con ser intérprete- de Rubén MartÃn Giráldez, tenemos a nuestro abasto una estupenda travesÃa por la obra breve de una escritora tan atÃpica como fundamental (Burning Your Boats, 1995).
Dejando el valor y la consistencia de las tramas aparte, Carter es una soberbia creadora de ambientes. No se trata solamente de la explotación magistral de esa oscura luminosidad -no, esto no es ningún oxÃmoron: las escenas son, casi siempre, oscuras; las descripciones, en cambio, deslumbran- de los relatos, sino también, en ocasiones, esa trama que toma desvÃos inesperados -fundamentales en la narrativa breve-, y son precisamente esos recorridos los que mantienen al lector preso del relato.
En sus relatos más conocidos -que no son en los que, a pesar de eso, brilla con más autenticidad-, Carter efectúa reinterpretaciones de cuentos clásicos -en lo que podrÃa ser la versión más polÃticamente incorrecta del relato-, transformándos en cuentos para adultos, y dando la sensación de que tal vez fuera ese su origen, para sufrir después una degradación, en sus versiones infantiles, en las que que no pudieron enmascarar del todo sus incongruentes referencias a la crueldad -palabra-clave en la narrativa de Carter- o al sexo. De este modo, en ciertas historias cuyo final es conocido por formar parte del folklore popular o simplemente por haberlo anticipado, Carter se recrea en los detalles, aplaza el final entreteniéndose morosamente y ralentiza el ritmo para crear una sensación de intriga que la trama, de por sÃ, no posee.
Carter hace uso de una prosa precisa y preciosista que acuna con dulzura a la espera de, una vez conseguida la confianza, descargar el mandoble que acabará con la ensoñación de los lectores: se redefinen los lÃmites de la normalidad, y la corrección pierde su carácter universal para flotar sobre territorios desconocidos o, simplemente, desaparecer, engullida por conciencias que hacen de la inocencia un arma letal, o extinguida por falta de uso.
En cuanto a la traducción, en unos relatos en los que el lenguaje es una parte primordial, el castellano del traductor fluye con facilidad, con una envidiable riqueza de vocabulario y precisión quirúrgica, pero su aparente inocencia, siguiendo la directriz del inglés de Carter, no impide que deje bien marcados los surcos y las huellas que manifiestan, sin posibilidad de duda, que el arado ha pasado por aquÃ.
Como toda edición de Cuentos Completos, el volumen agrupa una variedad de registros acorde con los más de cuarenta relatos incluidos; a efectos puramente clasificatorios, existe un doble registro que sobrevuela el volumen -y que no es exclusivo ni tiene que ver con aspectos cualitativos-: los cuentos en los que el terror, aun con máscaras que endulzan su rostro o agazapado tras muretes de mamposterÃa tramposa, está presente y se muestra, en algún momento cuidadosamente escogido, con todo su poder; y aquellos otros en los que ni siquiera es nombrado y que, a primera vista -o a lectura inatenta- no se hace manifiesto, escondido entre las lÃneas del texto o directamente omitido por narradores que, o no lo perciben o, si lo hacen, reflejan una normalidad que sólo existe en su alterada conciencia.
Una lección de narrativa breve que, como todas las grandes obras, trasciende la literatura de género.