Foto: Brenkee | Pixabay Commons

La cotidianidad del espectro

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Foto: Brenkee | Pixabay Commons

Creo que es posible convenir en que fue el clásico de Henry James, Otra vuelta de tuerca (The turn of the screw, 1898), la novela que inauguró –o si no inauguró, sí llevó a su máximo grado de madurez literaria– el gran estilo de la ambigüedad como clave de la hermenéutica del fantasma. Es cierto que la posterior interpretación psicoanalítica del fantasma en la literatura permitió lecturas muy sofisticadas sobre la función del espectro más allá de la restauración de un orden terrenal al modo clásico del padre de Hamlet, pero lo que consiguió Henry James fue que la ambigüedad fuera no solo posible, o incluso oportuna, sino constitutiva. Una consideración de la inteligencia del escritor para la inteligencia del lector. Desde entonces, una vía muy fructífera para cerrar la calidad del relato fantástico con fantasma fue el sugerente juego con las ambigüedades, el pie que el fantasma mantiene en el suelo de lo real.

Creo que esas son precisamente las primeras notas que caracterizan los perturbadores relatos de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, Ecuador, 1976) que dan forma (una forma sobrenatural) a La primera vez que vi un fantasma (Candaya, 2018): ambigüedad e inteligencia.

Rodríguez Pappe ganó en Ecuador, con Balas perdidas el Premio nacional de relatos Joaquín Gallegos Lara al mejor libro del año 2010. Catedrática universitaria y coordinadora de talleres de escritura creativa, ha realizado investigaciones sobre el fin del mundo en Latinoamérica para su tesis de maestría en Estudios de la Cultura y por esa razón extraña poco que su apocalíptico Confeti en el cielo con todos sus ecos de la Melancholia de Lars von Trier, sea uno de los mejores relatos de este volumen que ha publicado la editorial catalana Candaya.

A tiempo para desayunar, el primer relato del libro, da también las primeras pistas del estilo de la guayaquileña, una suerte de pintura de alto pavor decolonial entre la soledad de Hopper, el terror sucio de American Horror Story y la conmovedora languidez del Ghost Story (2017) de David Lowery, acaso la mejor película de fantasmas de lo que va de siglo. Si una de las características del estilo de Rodríguez Pappe es el acertado dibujo de los personajes, una suerte de storyboard literario, otra es seguir de forma natural el consejo que el maestro H. P. Lovecraft daba en el ensayo El horror en la literatura, para el relato que llamaba preternatural: lograr una sensación de presagio que se va convirtiendo en el motivo principal.

Ediciones Candaya

El factor más importante de todos, decía Lovecraft, es la atmósfera, ya que el criterio último de autenticidad no reside en que encaje una trama, sino que se haya sabido crear una determinada sensación. El atractivo de lo espectral exige al lector cierto grado de imaginación y capacidad para desasirse de la vida cotidiana, son pocos los que se sustraen a la rutina diaria… Pero los relatos de Solange Rodríguez no apuntan al terror cósmico venido de la insondable negrura del firmamento, ni beben de las visiones caóticas de William Blake en el sangriento estilo de Clive Barker y lo que ha hecho Solange Rodríguez es llevar al fantasma al corazón de los sentimientos típicos de la vida cotidiana. Concretamente, y a diferencia de la historia gótica –de El castillo de Otranto de Horace Walpole o el Ancient Mariner de Coleridge al Melmoth de Maturin– lo he hecho crecer no en la espiritualidad húmeda de yedra sino en las vicisitudes prosaicas de las plantas ruderales, aquellas que brotan, pese a todo, entre las grietas del asfalto y en las veredas de los caminos que se alejan del centro de la urbe postindustrial.

El doble frontispicio (Christina Stead y Foster Wallace) puede verse como una voluntad de enmarcar los relatos que se le presentarán, o mejor que se le aparecerán, al lector, entre la ironía de la escritora y guionista australiana, autora de la magnífica El hombre que amaba a los niños, y el consabido afán por la experimentación literaria del promotor de La broma infinita. Y, efectivamente, en los quince relatos que habitan la casa encantada de La última vez que vi un fantasma, como ruidos en habitaciones muy distintas, hay personajes conocidos –el familiar desaparecido, el gato, el abandono, el canibalismo (Paladar)–, pero también hay escenarios físicos y emocionales muy novedosos: la estremecedora oscuridad de Lima, la violencia de género (Matadora), la pesadilla y la noche en vela como experiencia entre la identidad innombrable con sutiles ecos de licántropo y el desamor: Instantánea borrosa de una mujer con luna.

Entre las claves de una storyteller con teoría, pronto se insinúa algo lúdico y reivindicativo. Solange Rodríguez es hábil en el dibujo de mapas con raros derroteros, en sacar del sombrero del enterrador la magia de lo humilde-trivial. Eso es bien visible en sus historias de apoderamiento con el recorrido condensado de ficciones seriales del tipo La maldición de Hill House, en el sofisticado desarrollo del papel del gato, en el rediseño del objeto totémico –la trenza atada por una cinta azul–, en los dientes de un ser minúsculo –entre Richard Matheson y Jonathan Swift–, en la nueva puesta en escena de la consabida reunión en la que se integra un relato de terror a modo de franco Cocooning (La historia incómoda que nos contó Olivia el día de su cumpleaños), en la revisitación de antiguas costumbres perdidas (Cuento antes de ir a la cama), en la renovación de la fórmula de los pésames y en la nueva pincelada al negro de los lutos (Un paseo de domingo).

Antología de imágenes poderosas, melodrama sentimental (Un hombre en mi cama), nudos, fascinantes híbridos entre Louisa May Alcott y Felisberto Hernández (Pequeñas mujercitas) felinos preñados, relatos tan atrevidos como provocadores, donde la soledad es una forma más del gran espectro de nuestra consternación.  Más allá de la vuelta de tuerca a la ambigüedad del fantasma, o la presencia sobrenatural de fantasmas en la historia, (llamémosle a esto la “herencia-Henry James”), el mérito del estilo de Solange Rodríguez Pappe que acompañará al lector al cerrar la puerta de esta inquietante mansión es que la trama siempre podrá ser interpretada y recordada, por lo menos, de dos formas diferentes. En todos los relatos pervivirá la intención profunda adivinada por encima de la trama más explícita: la lección bien aprendida de dos autoras a las que tengo como innovadoras de un estilo que supo entreverar el género de lo fantástico con las más profundas disquisiciones éticas y metafísicas: El moderno Prometeo de Mary Shelley las Cumbres borrascosas de Emily Brönte, respectivamente.

Ligado a esto, otro rasgo del estilo de Solange Rodríguez que tiene que ver con la venerable tradición en la que se enmarcan sus relatos es la feliz explotación de las pautas ficcionales del cuento original: expresar en voz alta una historia que se destaque por su carácter anecdótico como sucede en el brevísimo Pistola cargada o en El Atanudos. Solange ha publicado Tinta sangre (2000), Dracofilia (2005), El lugar de las apariciones (2007), Balas perdidas (2010), Caja de magia (2015), Episodio aberrante (2016), La bondad de los extraños (2016) y Levitaciones (2017) y su conocimiento de las claves y la teoría de lo fantástico es evidente.

La primera vez que leí La primera vez que vi un fantasma sentí la vieja emoción etérea de las melodías de los Cocteau Twins o Sad lovers and giants, y una última característica del diseño literario de los relatos de Solange que me atrevo a barruntar aquí es la función atmosférica de la música interior, pues siempre he considerado al dream-pop y al post punk como oscuras formas de poesía escrita lacónicamente por la punta del zapato (el estilo shoegaze) de un autor solitario que elucubra un cuento íntimo mientras todos a su alrededor bailan aceleradamente.

Ironía, espectros y quimeras, juegos imaginativos entre lo real y lo maravilloso que seducirán hasta los escépticos de lo fantástico; historias, entre la sordidez de los fantasmas personales de Poe (El demonio de la perversión) y la sutilidad de la Rebeca de Daphne du Maurier, que tienen el mérito de sacar de la zona de comodidad incluso a aquellos que a diferencia de nosotros no sean anhelantes de lo improbable.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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