Christine Angot | Foto: Anagrama

Un amor imposible

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Christine Angot | Foto: Anagrama

«Anoche, al teléfono, cuando te dije que me sentía sola desde que André tiene problemas, tú replicaste: «Estamos solos». Yo contesté: «Es verdad, aunque a veces creemos que no es así.»

En Un amor imposible, la escritora francesa Christine Angot, describe la tormentosa y desigual historia de amor entre un parisino de buena familia y una chica humilde de ascendencia judía, en la que la posición dominante -física, económica, social, sexual, decisoria…- queda establecida y es aceptada desde el primer encuentro y, como consecuencia, con una asimetría evidente, termina con un embarazo -el que da origen al nacimiento de la narradora- con respecto al cual él declina toda responsabilidad posterior, y finaliza con el desgarro esperable debido al carácter de relación no asumida, por una parte, y con ninguna esperanza de duración por la otra.

«Durante el camino de vuelta se hicieron fotos en la campiña. Ella le sacó una foto y él le hizo la misma. Apoyados en el mismo poste, en idéntica postura. Tanto una como otra estuvieron tomadas desde lejos. Ella llevaba un jersey de manga corta, pantalones de tubo, bailarinas y un fular alrededor del cuello. Él una camisa blanca remangada y unos pantalones con cinturón que le hacían bolsas en las caderas. No se distinguían bien sus rasgos. Se veía la postura de los cuerpos, el encuadre y la campiña circundante.»

En los recuerdos de la infancia de la narradora se mezclan la despreocupada vida de la niña con el progresivo apercibimiento de pertenecer a una familia peculiar, pero en la que la falta del padre representa, a sus ojos infantiles, antes una cuestión anecdótica que la manifestación explícita de una carencia, incluso ante el hecho de que casi todos los compañeros de escuela o de juegos poseen uno:

«Me hablaba [mi madre] de él. Todos los niños tenían un padre. El mío era un intelectual. Sabía varias lenguas. Se habían amado. Fue un gran amor. Fui una hija deseada. No un accidente. Ella se había sentido orgullosa de llevarme en su vientre durante nueve meses. Pese a las pullas y los comentarios hechos a su espalda. Ahora yo estaba ahí. Eso la hacía feliz. Dónde estaba mi padre, a qué se dedicaba, era algo que a la gente no le incumbía. Si me lo preguntaban, estaba muerto, o de viaje».

Circunstancia que sí que afecta, en cambio, de un modo más vivo a la madre, condenada a una existencia precaria en lo económico, limitada en lo familiar y descabezada en lo sentimental, incapaz de comprender la conducta del padre no solo con respecto a sí misma sino, sobre todo, con respecto a su hija, a pesar de la relativa normalidad con la que vive esa carencia.

«-Y, sin embargo, esa niña tiene un padre. Todo el mundo lo tiene. Lo sabes, Christine. Ya hemos hablado de ello. Tal vez su mamá no se lo ha dicho. Pero lo tiene. Todo el mundo lo tiene. Yo también. No he vivido mucho con él, pero es mi padre. Lo tengo. También tú lo tienes. Y la tía. Todo el mundo. Tú también. No lo conoces. O más bien no te acuerdas de él. Lo viste. No lo recuerdas pero lo viste. Lo viste por primera vez cuando tenías dos años, durante las vacaciones. La segunda vez tenías tres años. Lo viste una tercera vez, a los seis. Nunca has estado con él mucho rato, eso es verdad. Y también vino a verte cuando eras un bebé. Estabas en la cuna, no lo recuerdas. También esa niña tiene un padre. Aunque no lo haya visto nunca. Todo el mundo lo tiene.»

Anagrama

El reencuentro, que coincide con la llegada de la primera menstruación, conlleva el reconocimiento de paternidad, tras la insistencia de la madre, y la adopción por parte de Christine de un nuevo apellido. Un reconocimiento que, no obstante, acentúa el sentimiento de insuficiencia de la madre, a la vez que hacen aflorar diversos síntomas de depresión, el principal de los cuales, que acarreará toda su vida, es la infravaloración.

Madre e hija acaban por componer una vida relativamente encarrilada en lo económico pero que no puede sustraerse de cierto trasfondo de provisionalidad, como si estuvieran a la expectativa de algo, cuya naturaleza no saben concretar y cuyo origen es también desconocido, que debe suceder y asentarse definitivamente. Aunque es posible que ese advenimiento no sea exactamente el mismo para la madre que para la hija, la expectativa sí que es compartida.

«Ella estaba feliz de haberlo visto. Triste por verlo marchar. Siempre era igual, una llegada, una partida. No había nada estable. Nos quedamos plantadas detrás del coche que arrancaba, ella lloraba en silencio. Alargué la mano hacia ella. Y le apreté la muñeca.»

La frecuencia del contacto con el padre provoca el alejamiento de Christine de su madre. Sin embargo, ese progresivo acercamiento paterno, lleno de reproches por la rusticidad y la mala educación de Christine, provoca también una consecuencia nefasta sobre ella, cuyas secuelas arrastrará toda su vida, debido a la conducta sexual del padre. El efecto de esa revelación sobre su madre, a pesar de reconocer que no le extrañaba, es demoledor.

«El timbre de su voz no era el mismo de antes. Las palabras parecían salir de una caja antigua, tras haber permanecido allí guardadas varios años, salir de una en una, desligadas las unas de las otras, sin fluidez, como viejos papeles que se pulverizaran entre sus dedos a la luz.»

La destrucción de los restos de las relaciones familiares fue la consecuencia lógica de las diversas incidencias que tanto Christine como su madre tuvieron que afrontar, cuyo desenlace fue el aislamiento definitivo de los tres lados de ese triángulo que nunca acabó de cerrarse porque los tres tipos de amor que representaban los vértices fueron, a lo largo de su existencia, tres amores inviables que marcaron de tal forma la vida de los integrantes que la reunificación se tornó inviable.

«En los años que siguieron empecé a atribuirle [a su madre] mis fracasos. La acusaba de no haberse cuestionado nada, de no haberse psicoanalizado más que tres años, de haber encontrado en mi padre a un culpable fácil, de no haber reflexionado sobre su propia responsabilidad en lo que me había ocurrido. En consecuencia, le aconsejé que no se sorprendiera de las dificultades por las que atravesaba nuestra relación. Le dije que yo era la víctima del egoísmo de ellos dos. Que en ese sentido eran parecidos. Preocupados únicamente por la mirada que cada cual dirigía al otro. Que la famosa foto sacada en el campo, en idéntica postura, apoyados en el mismo poste, lo atestiguaba. Que cada uno se había tomado por el espejo del otro. Que me habían sacrificado a eso.»

Tras la muerte del padre, las comunicaciones entre ambas mujeres van reduciéndose, los encuentros se hacen más esporádicos mientras crecen los reproches y reaparece un sentimiento de rechazo profundo e ineludible; este distanciamiento hace aparecer la culpa y el remordimiento, que se adjudican a cualquier nimiedad porque ninguna de las dos se atreve a verbalizar la causa real. Sin embargo, la imposibilidad de acarrear con esa pesadumbre las lleva a retomar el contacto, años después, para completar los espacios en blanco de su relación y para intentar reactivar la existencia, en último término, como última opción y cerca ya de la muerte, de ese amor imposible entre madre e hija que dejaron que se autodestruyera cuando más falta les hacía.

«-¿Sabes, mamá?, hay cosas de las que tampoco me diento orgullosa. ¡¿Durante cuántos años te denigré, eh!? ¿Durante cuánto tiempo le seguí el juego a mi padre? A partir del momento en que lo conocí, empecé a devaluarte. A ti. A despreciarte. A criticarte. Con lo mucho que te quería. Mucho, mamá. Es un desastre. Un desastre. He sido un desastre. Es lamentable. Hoy me avergüenzo. Me avergüenzo de haber hecho eso. De haberte desacreditado. Durante toda esa época, y por tanto tiempo. ¿Crees que no lo lamento? ¿Crees que no me lo reprocho? Menuda vergüenza.»

Se trata, en definitiva, de la crónica de tres vidas que se arrastran cada una hacia su fracaso particular, producto de haber escogido la opción errónea de entre todas las posibles; pero también de un revés aún peor que acarrea la culpa por el daño provocado cuya consecuencia es la infelicidad de aquellas personas que más quieren.

La prosa desnuda y palpitante y la temática contundente y descarnada de la literatura de Christine Angot, autora de más de una veintena de libros y merecedora de varios reconocimientos en el país vecino, ha tenido muy poca incidencia en el mundo editorial en castellano. Profundamente controvertida en el ámbito literario y en el personal, es difícil que su obra pueda sustraerse del género de la autoficción, aunque la misma autora reniega de esa atribución, pero la potencia de sus textos, desgarradores y punzantes, es capaz de provocar en el lector un sentimiento de desazón -cuando no de amplio rechazo- difícilmente sorteable.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

1 Comentario

  1. Si tan sólo nos fijamos en la portada del libro, es curioso como el título y la fotografía no se corresponden. Supongo que la confusión a que se prestan es lo que debe inducir al comprador a leer la obra.

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